Tuesday, July 17, 2012

Montaña de las aguas claras

Hoy traigo al blog a una invitada de honor que escribe como los
ángeles, mi amiga Pilar Fernandez Soler.
Espero que os guste tanto como a mí este precioso relato.

  
                                          MONTAÑA DE AGUAS CLARAS

Hilario, era un niño sensible, es decir, hipersensible, nacido en La Mancha en un pueblo que popularmente le denominan el pueblo de las tres mentiras, no sé bien qué quieren decir los lugareños con eso de las tres mentiras, aunque presupongo que es algo así como que la denominación del pueblo en cuestión no se corresponde con la realidad. Hilario pertenecía a una familia de siete hermanos, él era el mayor y por lo tanto el responsable de los seis pequeños a los que tenía que atender a la vuelta del colegio, pues su madre, Encarna, ya estaba bastante afanada amamantando a los dos mellizos que vinieron al mundo sin que su marido Eduardo, de profesión guarda civil y de ideas ancladas en el pasado, se lo esperase. Encarna preparaba el gazpacho manchego como ninguna, atildaba a sus tres niñas con lazos y encajes, al estilo de la época, se diría que las niñas eran muñecas recién salidas de la cajita; sin embargo a sus hijos varones, a Hilario y a Miguel, los trataba duramente, no por falta de cariño, no era el caso de Encarna; simplemente consideraba que a los varones había que educarlos “manu militari”. Los pequeñuelos no contaban, en primer lugar, porque vivían pegados a los pechos de Encarna, que con cuarenta y dos años había traído al mundo cinco hijos antes de los mellizos; en el fondo estos eran una bendición de Dios. Su marido Eduardo, se pasaba la semana en el cuartel de la Guardia Civil, llegaba a casa y a mesa puesta comía un buen plato de pisto, o si había ido a cazar el domingo con sus colegas de profesión, su mujer habría preparado perdiz escabechada, o cocinado esos conejos que él mismo había cazado hacía apenas unos días. Encarna preparaba la caza con entusiasmo, nunca estaba triste, tampoco exultante casi nunca, tenía bastante faena con los hijos, limpiar la casa y llevar bien derechito a Hilario del que, de vez en cuando, el maestro rural daba sus quejas, Miguel era otra cosa, sí más travieso, pero más avispado también y se imaginaba el matrimonio un futuro espléndido para dicho zagal, sin embargo Hilario… hacía de las suyas, no es que tuviera maldad, no, pero era rarito, a sus doce años leía demasiadas novelas, imponía su carácter a don Ismael, el maestro que le castigaba dándole con la regla de madera en las uñas cuando Hilario sacaba su carácter de niño apocado pero terco.

Iban pasando los años, Magdalena, Lourdes y María de los Llanos iban creciendo hermosas como flores, con sus largas melenas rizadas con tenacillas, grandes lazos de variopintos colores y sus senos incipientes que se alzaban hacia el cielo. Miguel ya contaba catorce años. Uno menos que Hilario, que a sus quince seguía siendo torpe, alto, flaco, introvertido y metido de lleno en sus tebeos y sus novelas por entregas. Así que el matrimonio formado por Encarna y Eduardo empezó a plantearse el futuro de sus cinco hijos. Los dos mamones, es decir, Jesús y Onofre, no les preocupaban en demasía eran todavía pequeños, mimados y con tres añitos los consideraban el regalito del cielo; ya se preocuparían y ocuparían sus tres hijas mayores, y especialmente Hilario, que como mozuelo y ya con una edad considerable habría de ser responsable de toda la purrela y debería centrarse en una profesión digna.

De esta manera se plantearon el futuro.

—Eduardo, este chico se va haciendo mayor, no se decanta por ningún oficio y en fin no parece que quiera seguir tu carrera como sargento de la Guardia Civil.

—Ya lo he pensado Encarna, esta misma mañana se ha pasado por el cuartel don Gumersindo, ya sabes el párroco, y le he hablado de Hilario, hemos tenido una larga conversación acerca de las pocas aspiraciones de nuestro hijo y me ha aconsejado creo que bien…

—Dime Eduardo, que es lo que opina don Gumersindo.

—Pues, que dado el carácter espiritual y apocado de Hilario le vendría de perlas una buena formación académica.

— ¡Académica, Eduardo! Si no llegamos a fin de mes.

—Tranquila Encarna, don Gumersindo me ha aconsejado que Hilarín ingrese en el Seminario.

— ¿En el Seminario Eduardo? si Hilarín no cree ni en el badajo de la campana.

—Mujer, esas son cosas de juventud, tú y yo somos católicos, apostólicos, y romanos en qué cabeza cabe el hecho de que nos salga un hijo ateo, anatema, Encarna, anatema, no tientes al diablo.

—No, yo no pretendo tentar a nadie pero ¿tú crees que nuestro Hilarín serviría para cura?

—Encarna, tanto como cura, pues sinceramente no sé qué decirte, de momento que ingrese como seminarista, novicio, o como coño llamen esos beatos que hablan en latín a esa profesión, y vamos, mujer, no te preocupes tanto, vayamos a la cama y mañana será otro día.

—Pero Eduardo no se puede jugar con fuego, esto de las vocaciones religiosas es una cosa seria y sinceramente yo…

—Vamos, Encarna, ponte el camisón de ventanilla y a retozar con tu esposo que a tus cuarenta y cinco no creo que te quedes preñada.

—Eduardo, siempre soñé con un marido delicado.

—Encarnita hija, uno es como es, hay que sacar adelante a mucha tropa, y tú no tendrás ni media queja de lo trabajador que es tu sargento.

—Por supuesto, trabajador donde los haya, pero sin un poquito de tacto.

—Vamos, moza, que todavía estás recia, potranca, déjate de estupideces románticas de esas que me figuro que comentareis las paisanas cuando hacéis encaje de bolillos.

—Si en el fondo llevas toda la razón, Eduardo, eso son boberías, espera, que he engordado algo y el camisón de ventanilla me tira un poquito.

— ¿Un poquito?, a disfrutar tía buena y no te hagas la santita que uno está muy cansado después de la jornada en el cuartel, quiero terminar rápido y relajarme en un profundo sueño.

—Llevas razón mi dulce Eduardo, ¡Aaaaaah! Qué bien y que pronto.

Y llegó el verano. Hilario se fue a bañar al río, y de paso, de vuelta a casa robó unos cuantos albaricoques de una finca cercana a su hogar, los fue mordisqueando y haciendo tiempo para acabar de comérselos antes de que le pillara alguien de su clan, especialmente su hermana Lourdes “la chivata”. Hilario no tenía ganas de bronca y menos de que su madre, Encarna, le diera un buen zapatillazo y empezara con la cantinela: el día que te pillen robando fruta los Señores Remartínez será la ruina de esta familia y la vergüenza de tu padre que siempre ha ido con la cabeza muy alta. Hilario traspasó la cortina de macramé confeccionada por Encarna, apartó con una mano las moscas, que revoloteaban ese día inquietas y accedió a la cocina, donde habitualmente almorzaba su familia.

— ¡Hola!— dijo.

—Se dice: Buenas tardes— le espetó su padre.

—Pues buenas tardes a todos— contestó con desgana Hilario.

— ¡Anda hijo!—dijo Encarna—, coge una silla y acércate a la mesa.

— Y tú… ¿de dónde vienes?— preguntó Eduardo.

—De darme un baño en el río— contestó Hilario.

— Pues ya está bien de hacer el holgazán— refunfuñó Eduardo.

—Tengamos la fiesta en paz— saltó Encarna rápidamente—, bendigamos la mesa.

—Sí, sí, bendigamos y bendigamos muy mucho la mesa Encarna. Y contigo— dijo el padre, amenazando con el dedo índice a su hijo mayor— hablaré después del postre.

Algún tiempo después.

—Mira hijo, no pretendo que nos enfademos, ni mucho menos, pero a tu madre y a mí nos preocupa tu futuro, ya eres un hombre—y empleó una sonrisa curil impropia de él—En resumen hemos estado hablando con don Gumersindo, el párroco, y nos ha estado orientando. Podrías ganarte bien la vida ingresando en el Seminario, insisto, ya eres un hombre y ¡enhorabuena por ello Hilario!

—Un hombre he sido desde que me reconozco, no me habéis permitido tener infancia. Me he pasado desde mis más lejanos recuerdos atendiendo a las niñas, pendiente de Miguel y como colofón sacando a pasear a esos dos mamones de mellizos que tenéis—Pensó para sí Hilario.

—Te quedas muy callado, di algo al menos.

—Habéis hablado con Gumer…

— ¿Cómo te atreves a llamar al párroco de esa manera?

—Atreviéndome; al fin y a la postre solo empleo un diminutivo.

—Llevas razón hijo, diminutivo, bonita palabra, por eso queremos que estudies, que te formes con esos señores que tienen tanta cultura y con los que aprenderás hasta latín, matemáticas, el origen de la vida, ciencias, vaya todo lo que tu padre y tu madre no han tenido la oportunidad de aprender. Aunque estarás de acuerdo conmigo en que tu padre es un luchador y mira, mira hasta donde he llegado, a sargento de la Benemérita, un buen cargo ¿verdad?

— ¿Luchador?, un vago es lo que has sido durante toda tu vida—volvió a pensar para sus adentros Hilario.

—Otra vez te callas hijo.

—Perdone padre, solo pensaba.

—Dime, dime lo que piensas Hilarín.

—Latín, matemáticas y todo lo que usted plantea quizá lo aprenda con los cuervos, pero el origen de la vida… ¿me quiere explicar a qué se refiere con ello?, si quiere decirme que a estas alturas me planteo de donde vienen los niños, lo lleva usted claro. He visto embarazada a madre unas cuantas veces, y yo mismo he ido a buscar a la partera mientras usted se entretenía cazando perdices; ahora bien, si usted se refiere a cómo se fabrican los niños, por ejemplo, esos dos mamones que tienen, también lo sé.

—Serás maleducado e irreverente y ahora te hablo como guardia civil: cabrón, mariconazo, nenaza, ¡Encaaaaarnaaaa!

— ¿Pero qué pasa aquí, Eduardo?

—Que hemos traído un monstruo al mundo, que me duele el pecho, que me va matar, que me da un infarto, ¡anatema, anatema, anateeemaaaa...! Encarna llévatelo con esos monjes, frailes, curas o lo que sean y que le hagan un “exorcicio” o como coño se diga. ¡Me mata, me mata! Me pongo el tricornio y me voy al cuartel, tú hazte cargo de ese maricón de hijo que has parido, a mí ya se me ha acabado la paciencia, y al acabar el servicio me iré a la taberna y vendré cuando me salga de los cojones; ya estoy harto de tener que dar explicaciones en mi propia casa.

—Hijo, hijo, ¿te das cuenta de lo que has conseguido?: que tu padre no vuelva más por casa.

—Madre, mi padre volverá por casa como siempre con dos o tres copas de más como usted bien sabe ¿o no es consciente de que en el pueblo le llaman Eduardo el copas?

— ¡Jesús!, qué cosas dices.

—Madre, no nombre tanto a Jesús que así se llama uno de sus mellizos y más que Jesús le tendrían que haber puesto Judas, ya que también empieza por jota, y es más malo que un pecao.

— ¡Jesús! Hilario…

—Nombre a Onofre, que a ese le tendrían que haber bautizado con el nombre de Belcebú, le iría mejor.

— ¡Hilarín! No irás a tener celos de esos dos angelitos que no han cumplido todavía los cuatro años, cuando tú ya vas para los dieciséis.

— ¿Angelitos? Sí, Belcebú y Judas, por cierto creo que Belcebú alguna vez fue ángel.

—Hilario, ya eres un hombre y…

— Has de labrarte tu futuro, ya lo sé señora Encarna, me lo han repetido últimamente hasta la saciedad. Me labraré mi futuro iré al Seminario, y me haré cura.

—Que alegría hijo mío, esto ha ocurrido gracias a mis plegarias y a mis santitos a quien todas las noches les enciendo su correspondiente lamparilla, gracias a Dios, al santo niño del caño roto, al niño de la bola, al Jesús de la cañita y a…

—¡Madre! una cosa es que me vaya con los cuervos, y otra es que me nombre usted al santo niño del caño roto, etc., bastante roto tengo yo el caño y la cañita, además no quiero continuar en este pueblo de las tres mentiras: “Montaña de las Aguas Claras”, donde ni hay montaña, ni agua y menos clara; el río que tenemos arrastra unas aguas ponzoñosas, y este lugar es un secarral, así que me iré para Almansa, al Seminario.

—Se me ha aparecido la Virgen hijo.

—Eso es lo que yo espero, que se me aparezca a mí también en Almansa, sobre todo si es tan guapa como la que usted y padre tienen encima de su cama.

—Pues claro hijo, claro que se te aparecerá.

— ¿Está usted segura madre?

—Claro hijo, claro.

—Bien, entonces me iré para Almansa, confío en su fe, y en que se me aparezca la Virgen tan guapa como la que tiene usted en su alcoba, eso sí, sin ese niño rubito que es igual que Jesús y Onofre, es decir, igual que Judas y Belcebú.

— ¡Hay Hilario! no sé quien es Belcebú, pero si tú dices que fue un ángel no me parece tan mal, pero Judas, eso sí que no, no me gusta, aunque, picarón, yo sé que eres tan bromista como tu padre, así que no te hago caso, ya verás que bien lo vas a pasar. Me han dicho que los curas tienen unas instalaciones deportivas, que ya quisiéramos aquí en “las tres mentiras”, que comen bien, y que además tienen un vinillo bendecido por Cristo que espanta los malos pensamientos y alegra el espíritu.

—Que dice madre, si aquí en el pueblo no hay instalaciones deportivas. Lo del vinillo bendecido por Cristo, me parece un tanto difícil, que ese señor viaje a Almansa para bendecir, pero eso de que se me va aparecer la Virgen sí lo encuentro interesante, y si no es virgen me da lo mismo.

— ¿Qué es lo último que has dicho sobre María Santísima Hilario?

—Nada madre, nada me parece que usted se está quedando algo sorda, pero mejor.

—El Señor, ay Hilarín ¡Qué alegría! Si por fin crees en el Señor, vamos buen mozo, a hacer las maletas y a encaminarnos a casa de don Gumersindo, que nos ha prometido acompañarte al Seminario. Qué contento se va a poner mi sargento, ya tenemos a uno de los hijos encaminado y bien encaminado. Dame un beso, Hilarín.

—Madre, deme usted a mí otro, cuídese y no se preocupe.

—En cuanto cumplas con los votos iremos a verte.

—Será para la matanza, y te llevaremos unos chorizos y…

—No llore madre, seguro que estaré bien y además se me aparecerá la Virgen o la no virgen.

—Ah! Eduvigis no, la tía Eduvigis no podrá ir a verte, ya sabes, es la mayor de mis hermanas y ya está un poco…

—Adiós Madre, cuide de los mamones, esté atenta con Miguel que es un buen pájaro, y ya escribiré a las niñas. ¡Ah! dele un abrazo al “copas”.

—Si hijo sí, le daré recuerdos a los señores, estaré atenta del vergel y que no tenga ácaros, regaré las viñas y haré buenas sopas. Dios te guarde hijo.

El Seminario de Almansa era amplio, claro y limpio. Los seminaristas se levantaban a las 06:00 horas todos los días. Se duchaban con agua templada, desayunaban café, tostadas y aceite. Asistían a misa de maitines, cantaban el “Cara al sol”, y a continuación realizaban unas actividades de estudios intensivas; comenzaban con latín, hacían un espacio para entonar cánticos y oraciones; esto duraba aproximadamente media hora. Salían al patio a hacer deporte, unos días fútbol, otros, baloncesto, y a diario treinta minutos de gimnasia. A continuación almorzaban fruta y algo de embutido o queso, meditaban durante 15 minutos y volvían al estudio, dependiendo del día de la semana podría ser, matemáticas, física, química, astronomía, historia, historia del cristianismo o los Santos Evangelios. Comían a las 14:00, normalmente sopa o puré de primero y pescado al horno, carne guisada y postre, que a veces consistía en fruta de temporada y otras en flan, natillas con canela o algún dulce, siempre perfectamente cocinado por las diestras manos de los padres cocineros, todo esto acompañado por una copa de vino tinto y agua del pozo del Seminario de Almansa, un agua fresca y gorda, tan agradable, que su sabor lo recordaría Hilario a lo largo de toda su vida. A las 14:30 se retiraban a sus celdas hasta las 15:00, hora en que emprendían de nuevo el estudio de la filosofía, el arte, la lengua, y como bien decía Eduardo: las ciencias naturales, y hacia las seis leían y comentaban la biblia durante diez minutos. Después descansaban; merendaban leche y zumo con rosquillas o galletas caseras y charlaban y reían entre ellos comentando anécdotas futbolísticas, las cartas que les enviaban las familias o hablaban de boxeo. A las siete se celebraba la misa vespertina cantada y en latín, los seminaristas que quisieran podían quedarse a aprender a tocar el órgano con el padre Cecilio, fuerte, bonachón y enamorado de Johan Sebastian Bach; los que no eran muy melómanos debían ir a clase de estudio durante la hora en que los otros muchachos aprendían música. Tres días a la semana y de ocho a nueve, todos estaban obligados a hacer tareas, o a estudiar las asignaturas correspondientes que el profesor o padre asignado les dictara. Desde las nueve a las nueve y media disfrutaban de relax. A las 21:30 el hermano Benito y el padre Juan les servían la cena, que consistía en verduras rehogadas o bien hervidas con patatas, queso de la tierra, la misma copa de vino del almuerzo que provenía de la cava que tenían los curas en el Seminario, agua del pozo, pan, que también horneaban los padres y fruta o postre, generalmente les dejaban en el centro de cada mesa compartida por seis personas una jarra de manzanilla, para un mejor descanso nocturno, algunas veces la cena variaba y en lugar del queso comían tortilla española con ensalada o huevos fritos con chorizo, pero se daba en pocas ocasiones. Los domingos la comida era especial y los postres más abundantes; tampoco estudiaban ni trabajaban los chavales; los que eran de Almansa después de la Santa Misa y el almuerzo se marchaban a pasar la tarde con sus familias, pero estos eran solamente unos pocos, la mayoría pertenecían a pueblos de toda la zona manchega y alicantina y se quedaban enclaustrados leyendo la biblia, las cartas familiares o alguna que otra novela a escondidas, pues las novelas no estaban permitidas en el Seminario. Los más trabajadores estudiaban también los domingos, sobre todo por el miedo que les producía a algunos pensar en las preguntas del padre Jacinto, profesor de matemáticas y física-química o del padre Julián, profesor de latín y griego. Como no se supieran las lecciones correctamente podrían ser dos bestias feroces repartiendo cogotazos y levantándolos en el aire por las patillas, que por cierto pocas tenían pues los jóvenes llevaban el pelo prácticamente rapado.
Había pasado un año desde la partida de Hilario de Montaña de las Aguas Claras. Miguel ya había cumplido los dieciséis y cortejaba a una moza, Mari Loli, la de “los churretas”, así la llamaban en el pueblo; pues parece ser que su familia extraperlaba con el aceite en la postguerra y un buen día en el camión que transportaban el mismo, se les rompió un bidón y quedaron empapados en aceite y enchurretados. Miguel, ayudaba a su madre en el pequeño huerto que había en la parte trasera de la vivienda, recogía con ella los pimientos, los tomates, los calabacines y poco más. Por las tardes se empingorotaba, se rociaba de colonia a granel de arriba abajo y se encaminaba hacia la casa de “los churretas” a buscar a Mari Loli quien a sus quince años era una chica agraciada de cara redonda, hoyuelos cuando sonreía y ojos maliciosos. Había terminado la primaria y ayudaba a su familia en la pequeña tienda de ultramarinos que tenían en el pueblo, era graciosa y pregonando sus mercancías hacía que los parroquianos se rieran, y acabaran comprando cuánto Mari Loli pretendía. Magdalena, la primera hija de Encarna y Eduardo, teniendo la misma edad que Mari Loli, era la otra cara de la moneda: alta, flaca, lánguida, muy parecida físicamente a su hermano mayor Hilario. Pero así como a Hilario esa belleza estilizada y melancólica le daba un aire especial y único, en Magdalena no resultaba nada atractivo, no era coqueta, se aseaba y cepillaba su lacio y largo pelo a diario, se vestía con lo primero que sacaba del armario: un hueco hecho de obra por su padre y tapado por una especie de jarapa de colores confeccionada por su madre. Callada e introvertida como su hermano gustaba de leer al lado de la chimenea, y como Encarna no leía con mucha fluidez, Magdalena, antes de que el sargento llegara del trabajo le solía recitar alguna poesía de Bécquer a su madre. Lourdes “la chivata” que iba a cumplir los catorce convenció a sus padres para que la dejaran ir a estudiar el bachillerato a Albacete, era alta como Magdalena, pero pícara como Miguel e intrigante donde las hubiera. Y por último la pequeña de las niñas Mª de los Llanos o Llanitos, como la llamaban familiarmente, era la más hermosa de todas, con los ojos achinados y color miel, el pelo ondulado, abundante y de un rubio obscuro que en el verano se le veteaba con diferentes tonalidades, y un carácter afable y paciente; sólo contaba diez años de edad por entonces, pero prometía ser una belleza. Le gustaba cantar y oír la radio y tenía muchas amigas en el colegio del pueblo, y los pequeños Judas y Belcebú, es decir, Jesús y Onofre ya habían cumplido cinco años y eran el terror del lugar, más malos que un dolor de muelas y pícaros y malcriados a raudales. Y así llegó un nuevo verano. El copas a sus cincuenta años seguía en su línea: de la casa al cuartel, del cuartel a la taberna y echando un tiento si podía a cuanta moza recia se le cruzaba en el camino. Un buen día a finales del mes de julio, llegó una carta de Hilario. Magdalena la leyó en alto para que todos la escucharan con claridad y…

Queridos padres y hermanos:

¿Cómo va todo por Montaña de las Aguas Claras? Aquí en Almansa hace mucho calor, bueno, ya sabéis todos como es Castilla. Aunque en el Seminario estoy bien fresco. Al ser un antiguo monasterio del siglo XV, durante el verano se está de maravilla con sus muros gruesos, su amplio patio central, sus jardines aledaños, sus fuentes, en fin, esto se lo cuento a mis hermanos, pues ustedes, padres, lo conocen bien, se molestaron en viajar hasta aquí, para traerme chorizos y un poco de jamón, después de la matanza, viandas que compartí con algunos de mis compañeros, y no se pueden imaginar ustedes, queridos padres, lo agradecidos que quedaron con la familia Pedraza.

Quiero darles una buena noticia: voy a conocer el mar, ¡Sí, el mar! como toda nuestra familia, lo he visto en películas, pero al natural el mar… debe ser grandioso. Intento imaginarme para no parecer cobarde que es algo así como nuestro riachuelo, pero más grande y azul, porque como lo piense mucho no me baño. Así es que los curas nos llevan de vacaciones a Alicante, iremos a una playa llamada el Postiguet, y nos albergaremos en la casa de los Salesianos, veremos también El Campello, Altea, Denia, y creo que si da tiempo, nos pasaremos por Benidorm. También los padres nos enseñarán la ciudad de Valencia. Como verán estoy emocionado y nervioso, esto durará ocho días, a continuación nos dejarán tres días libres para que vayamos a visitar a las familias, así es que gustosamente y con el permiso de ustedes, señores padres, me acercaré a visitarles, me llevará un paisano en su camioneta, un alma caritativa que después continuará su viaje a Madrid, y no le importa desviarse un poquito y dejarme en nuestro bendito hogar junto a todos ustedes. Como ven estoy contento, no me esperaba todos estos acontecimientos, y el hecho de imaginarnos juntos después de un año sin regresar al pueblo me produce regocijo y alegría.

Hasta pronto.

Hilario.

—Eduardo—dijo Encarna exultante—ha dicho ¡el mar, el mar y el mar de Alicante!

Con las ganas que tengo yo de conocer el mar. ¡Qué alegría Eduardo! ¡Qué alegría! Nuestro Hilarín en el mar…

—Tenía usted razón padre—dijo el coro de hermanos—, este va a vivir como lo que ya casi es: como un cura…
Llegaron a Alicante. Habían cogido el tren en Almansa de madrugada, con las maletas atadas con cuerdas y viajando en tercera, desayunando chorizo y bebiendo vino en bota. Los compartimentos de los vagones eran de madera, destartalados, pero ellos se hallaban emocionados y tensos. Casi ninguno, conocía el mar, exceptuando a los seminaristas que pertenecían a los pueblos de la provincia de Alicante cercanos a la capital. Se alojaron en el Colegio de los Salesianos, donde fueron bien recibidos por el padre Tximo, que cariñoso acariciaba las tonsuradas y cabizbajas cabecitas de los futuros sacerdotes.

—Eh!, Chicons, dexeu els maletetes y anemone a la platga. ¿Qué te pareix frai Jacintu?

—Por favor, Tximo, hábleme correctamente en castellano, que en valenciano no le entendemos ni yo, ni los chicos, y no soy fraile soy sacerdote, y puedo dar misa

—Ché, quina poca graçia me fas Xintu, ¡collons! anem a la platga amb els chiquets y res mes don Xintu.

—Por favor Joaquín, nos conocemos hace años, empezamos juntos en el Seminario, te aprecio y tú lo sabes, pero para un poco con tu gracia valenciana, porque si no los chavales nos van a tomar por el pito del sereno y después no va a haber quien los meta en cintura. Y por el amor de Dios, Joaquín, delante de los seminaristas hablémonos de usted.

—Ché, collons, quina raó que tens. Et parlaré en castellá cuan yo vulga, y davant dels chiquets també, cuan a mí se m’en done la gana, no, si encara en la meua casa han de vindre, y donarme consells.

—Ché, Ché, Tximo si tu u saps, yo també. Soc d’Alacant.

—Per aixo mateix.

—Por favor Joaquín, no es lo mismo tú te dedicas a la enseñanza en un colegio de señoritos de Benalúa, y yo a desasnar manchegos y a pretender que lleguen al sacerdocio…

—En aixo tens tota la raó els manchegos ¡qué burrots!

— ¡Au s’acabat! mon anem al postiguet Tximo.

— Una miquiua no mes Xintu ¿Qué va pasar amb Marieta la dolça?

—S’en va anar amb un chic fadrí, q’anaba a fer la pobreta en un cura.

—y ¿Com va el piu?

— ¿Qué creus? Tinc sisata cinc anys.

—Y yo sisanta set y tinc a la Palmira, a la Esther, a la Remediets…

— ¿A la Remediets també?!fotre!

—Si aixo , tu no tes res t’as tornat un manchego de mala llet, per aixo, fotem…!fotre!.

Y el padre Joaquín hizo un gesto cerrando el puño de su mano derecha y moviéndolo rítmicamente hacia delante y hacia atrás. Ya estaban llegando a la playa y algunos seminaristas rezagados se percataron del obsceno ademán del cura, aunque ni oyeron ni entendieron sus palabras. El padre Jacinto suspiró profundamente y cabeceó pensando: “no tienes arreglo, Tximo, pero qué verdades dices, estoy viejo y amargado y lo pago con los chavales”.

Una vez en la playa, los mozos dejaron sus bolsas de deporte, se quitaron la ropa a toda prisa y quemándose los pies con la rubia y fina arena corrían presurosos hacia las aguas cálidas, azules y acogedoras del Mediterráneo.

—Xintu, els manchegos pareixen llauraors a la platga.

—Deixa en pau als joves

—Xintu ¿Qui es ese pare cura gross d’aquet racó? Pareix molt bó.

—Sí, fiat des bufes, li quirden el pare Cecilio y es mestre de música al Seminari.

—Xintu ¿T’apeteix qui mos prengem una palometa?

—Y ¿Qué fem en els chavals?

—Res, están amb el pare Cecilio.

—Anem Tximo pero yo no m’enrecordo de ningú lloc…

— ¿Ca’l Peret?

—Ché el Peret cuant de anys.

— ¡Che que bo, Tximo. Ché que be Tximo, cuant de temps!

—Veus, si tu mai has segut faba.

Desde el kiosco de Peret los dos curas observaban a los chicos, cómo reían, cómo se asombraban los que nunca habían visto el mar, cómo reculaban nerviosamente ante las suaves olas de un calmado día, sin viento. El azul era un plato, una balsa de aceite, pero para los que no lo habían contemplado nunca suponía un mundo, un mundo misterioso, sin horizonte, sin fin. Cómo brillaba el agua, como se rizaba la blanca espuma, cómo, si se metían hasta la pantorrilla en las aguas transparentes, veían pececillos plateados salir corriendo, y en su imaginación, alterada por las sensaciones, todas nuevas, pensaban: y si de repente aparece la ballena de Jonás. Reían de miedo, de placer, de emoción, de sensación de libertad, entre ellos casi ni se escuchaban, y aunque el griterío que tenían armado era considerable ni lo notaban. El padre Cecilio les llamaba la atención con un silbato por si alguno se adentraba más de lo que él consideraba prudente, teniendo en cuenta que la mayoría no sabía nadar, y como mucho alguno como Hilario había dado cuatro brazadas en el río, pero sin meter jamás la cabeza dentro del agua. El padre Cecilio andaba temeroso, se sentía solo ante tanto zagal y en un medio desconocido. Él tampoco sabía nadar, miraba de vez en cuando de soslayo hacía el kiosco y con cara de fastidio pensaba: “a ver si dejan de emborracharse estos alicantinos; son unos caraduras, ellos son hombres de mar, saben nadar, hablan en valenciano, yo no me entero de nada y como se me ahogue un chaval, los mato”. Mientras Cecilio estaba temblando de miedo y enfrascado en sus pensamientos negativos, Joaquín y Jacinto iban ya por la tercera palomita, hablaban sin pudor y a voz en cuello en valenciano y reían hasta partirse el pecho. Los chavales, aunque algunos estaban un poco recelosos de las aguas por las que se supone que anduvo Cristo, lo estaban pasando como nunca en su vida a lo largo de sus diecisiete o dieciocho años con los que contaba la mayoría, todos menos uno a quien le ocurrió lo que su madre le venía anunciando antes de ingresar en el Seminario, lo que él tanto esperaba, la señal definitiva que le marcaría el resto de sus días: a Hilario “se le apareció la Virgen”. Sí, en aquella playa del Postiguet vio a la Santísima Virgen.

Se acabaron, las vacaciones. Pasó Hilario tres días en Montaña de las Aguas Claras junto a los suyos, rieron e intercambiaron anécdotas, unas del pueblo: que si los “churretas”, que si sabías lo de la Engracia, la amiga de madre, ¡Ja, ja, jaiiii!, reían todos.

De nuevo en el seminario Hilario volvió a sus estudios, sus oraciones, y su rutina. El padre Jacinto, a impartir clases con su mal genio habitual. El padre Cecilio, a enseñar música. En las clases musicales del bueno de Cecilio sí que disfrutaba Hilario, ¡qué belleza la música barroca! A Hilario la música de cualquier tiempo le transportaba a otros lugares, a situaciones imaginarias, a idílicos paisajes. El padre Cecilio, en efecto, como comentara Jacinto a su amigo Joaquín en la conversación mantenida en Alicante, era de otra pasta. A Cecilio le interesaba además de la música, el cine, la literatura, y el teatro.

Con algunos diáconos que tenía más confianza y que los sabía discretos hablaba de este tipo de aficiones, y bajo cuerda les prestaba revistas de cine como Cahiers du Cinemá, o les incitaba a leer libros que había en la biblioteca del Seminario, no ocultos pues estaban alcance de todos, pero jamás en clase de literatura se nombraban. Grandes obras como el Decamerón, por ejemplo, y esto aunque no se comentaba, se sabía; así pues, el padre Jacinto y el cura que impartía latín y griego, entre otros muchos más enseñantes le tenían declarada la guerra, y le hacían el vacío. Había cosas más importantes que enseñar, y ese tipo de distracciones mundanas sólo podrían provocar en los futuros sacerdotes malas costumbres; aun así, nadie decía esta boca es mía, pero se sabía. Como también era vox pópuli que los muchachos que hacían buenas migas con Cecilio; como Hilario y su amigo Julio, José el cordobés y Enrique y, de vez en cuando, a esas sesiones clandestinas también acudía el hipocritilla de Fabián, aunque no muy a menudo.

Y transcurrió un nuevo año, Hilario a sus diecinueve, se había acostumbrado a la vida monacal, le gustaba el estudio; especialmente la Filosofía. Contemplar las obras de arte que poseían los padres .Una de sus preferidas era “La batalla de Almansa”. ¡Cómo podían pintar así Philippo Pallota y Buenaventura de Lillis! Grandes genios, pensaba Hilario.

En breve, se ordenaría sacerdote, probablemente el sagrado sacramento “el orden sagrado”, aconteciera en la primavera próxima. Se imaginaba Hilario el espectáculo…

Hilario, recibió un sobre color malva perfumado. Cuando se lo entregó el padre portero, se lo acercó a la cara aspiró su aroma y pensó: Es una carta de la Virgen, dio la vuelta al sobre y en el remitente leyó: Magdalena Pedraza, era una misiva de su hermana. Con manos nerviosas y torpes lo abrió y comenzó a leer.

—Hilario, te escribo desde Valencia, estoy trabajando en la cafetería Barachina. Durante el día me he apuntado a unas clases de teatro, que me encantan y me las puedo proporcionar, gracias a mi trabajo como camarera. Te puedes imaginar la reacción de padre, no sabe nada de lo del teatro, pero sí de mi oficio de camarera. Pronto representaremos una obra de Lope de Vega. Mi profesor dice que valgo para las artes, y me han aconsejado que me corte el pelo y lo he hecho, dicen que me parezco a una tal Annie Girardot. Imagino querido Hilario, que no sabrás quién es. Pobre de ti, enclaustrado, no tendrás conciencia del cine, del mundo exterior, ni de lo que significa la “nouvelle vague”. Yo, estoy contenta en Valencia, es otra vida, en el teatro consideran que tengo una belleza rara muy a “la pàge” y espero triunfar, mi timidez natural se me va pasando y ya nadie me critica por mis raras manías, ni me consideran extraña, como tú bien sabes que ocurría en el pueblo. Contéstame cuando puedas. Muchos besos de tu querida hermana Magdalena.

A Hilario se le llenaron los ojos de agua, se decepcionó, no era la carta de la Virgen que durante años esperaba. Pero le escribía su muy querida hermana Magdalena, como siempre tan inocente como un gorrión. Se alegró de que se dedicara al teatro, de que por fin saliera del pueblo. ¿Qué le iba a contestar a Magdalena? obviamente, sabía quién era Annie Girardot, conocía el movimiento de la “nouvelle vague” y leía semanalmente Cahiers du Cinemá, gracias al padre Cecilio, pero, esto no se lo podía contar a Magdalena. En el claustro, el padre Prior repasaba toda la correspondencia, así es que Hilario, debía hacerse el tonto, sorprenderse de las cosas que le contaba su hermana y responderle aparentando una ignorancia e inocencia que hacía tiempo que Hilario había perdido.

En Montaña de las Aguas Claras, todo seguía su curso. Miguel continuaba festejando con Mari Loli. Entraba en casa de “los churretas” como novio formal de la hija mayor, ayudaba por la mañana temprano en la tienda de ultramarinos que poseían los progenitores de su prometida. Regresaba a comer a casa de sus padres, se echaba una pequeña siesta, y hacía como que ayudaba a su madre Encarna en el huerto; era más vago que la chaqueta de un guardia. Encarna y Eduardo estaban disgustados por la partida de Magdalena, no comprendían el motivo de su marcha a Valencia, cuando en el pueblo podía haber vivido de maravilla, cuidando al hijo pequeño de los señores Remartínez, y leyendo poesía al calor del hogar, cosa que desde niña le había agradado. Lourdes “la chivata”, terminó el bachillerato en Albacete y se fue de au-paire a Londres. Llanitos, el ojito derecho de Eduardo, continuaba estudiando con las monjas en el mismo colegio de Albacete en donde estudió “la chivata”. Y los diablos Jesús y Onofre (Judas y Belcebú), habían crecido mucho y eran la pesadilla de la joven maestra rural, pues don Ismael ya se había jubilado.

En Almansa en febrero, el tiempo era frío, soplaba el viento, la nieve caía sin cuajar cada dos por tres, y en el antiguo monasterio del siglo XV, remodelado como actual seminario, a los habitantes de dicho lugar se les hacía duro el invierno. Especialmente la misa de maitines y el “Cara al sol” con el brazo alzado en el patio central del edificio. Todo esto, y en la alborada dejaba los huesos al descubierto por mucho que intentaran abrigarse, enseñantes y alumnos.

El 28 de febrero llegaron unas cuantas cartas al monasterio, provenían de la Universidad de Valencia, la primera se la entregaron a Hilario, la segunda a Julio, y los dos por separado leyeron las misivas, les informaban de que ya eran licenciados con la calificación “cum laude”.

Hilario en filosofía pura, carrera que terminó en dos años y medio, cuando la duración de dichos estudios se mantenía a lo largo de cinco cursos. Julio, en ciencias exactas y habiendo empleado el mismo tiempo que su amigo Hilario. Ante este hecho, las distintas facultades les ofrecían sendas becas por el periodo de un mes en Madrid, es decir, estancia pagada en un colegio mayor, clases magistrales impartidas por los intelectuales y científicos de la época y un dinero de bolsillo que correría a cargo de la Universidad valenciana.

Los curas les felicitaron, se reunieron, y al final concretaron: chicos para Madrid. ¡Enhorabuena! Aprovechad lo que el buen Dios os ofrece y en cuanto concluya la Pascua Florida, coged el autobús de línea y a la capital.

A Hilario le destinaron al Colegio mayor San Juan Evangelista.

A Julio al Colegio mayor San Pablo.

Y a finales de marzo tomaron el autobús de línea Hilario y Julio y con palmadas en la espalda y palabras de ánimo por parte de los curas partieron hacia la capital. A mediados de mayo, Hilario, Julio, José el cordobés, Emilio y Fabián “el hipócrita” entre otros serían ordenados sacerdotes.

 El treinta  de marzo, Hilario y Julio llegaron a Madrid, era un día frío y claro de primavera. Se apearon en la estación de autobuses. Comprobaron las direcciones que tenían anotadas en sus libretas, se despidieron y cada uno se dirigió al colegio mayor recomendado por la universidad de Valencia. Hilario y Julio nunca habían cogido el metro, se fijaron en las indicaciones y se percataron de que ambos deberían tomar la misma línea, pues los colegios mayores de los dos se hallaban situados en el mismo barrio. En la ciudad universitaria madrileña. El colegio S. Pablo estaba situado cerca de la Moncloa, y el S. Juan Evangelista, más adentrado en la Universidad. Al llegar a la estación de Moncloa, se despidieron con un fuerte abrazo.
—Hilario, tengo el teléfono de tu residencia, son las siete, y estoy cansado. Hasta el primer día de abril no empezaremos con las conferencias, estamos a dos pasos, así es que mañana te llamo, y si te parece podríamos visitar el Museo del Prado.
—De acuerdo Julio, llámame mañana temprano e iremos a deleitarnos con los grandes maestros de la pintura. Mañana día de relax y disfrute. Tenemos un mes por delante de duro estudio y de conferencias, que a saber si, al menos en mi caso podré entenderlas.
—Tranquilo Hilario, esta ciudad a mí también se me hace enorme. Ya verás cómo nos acostumbramos rápidamente.
—Hasta mañana.
—Hasta mañana Julio.
Julio apareció en el colegio mayor San Pablo, pidió la llave en recepción, tomó una larga ducha, se cambió de ropa, y se dio una vuelta por las instalaciones del centro. Se dirigió a la cafetería, y se encontró con unos cuantos jóvenes de su edad que a su parecer vestían de uniforme. Casi todos lucían un suéter con un extraño cocodrilo, y un jersey sobre los hombros, eso sí, cada uno de ellos lo llevaba de un color distinto. Pidió un montado de lomo con pimientos y una caña, se lo zampó con avidez, mientras, de soslayo, miraba a los del cocodrilo y pensaba: se vestirá así en este colegio, o el cocodrilo de marras será una moda de la capital. Se fue a dormir.
Hilario llegó al San Juan Evangelista. Al primer golpe de vista, el lugar le pareció destartalado. Pidió la llave de su habitación, dejó los bártulos, y sin ducharse se encaminó a la cafetería. Eran la 20:30  horas. Hilario estaba hambriento y dijo “un pincho de tortilla y una copa de vino, por favor”. Mientras comía, observaba. Hilario siempre comía despacio, nunca devoraba; el pecado de la gula, no le provocaba, es más, se llevó más de un zapatillazo por parte de doña Encarna por el hecho de ser inapetente, así le lucía el pelo. Medía un metro con ochenta y dos centímetros y pesaba aproximadamente setenta kilos. Pero era fibroso y enjuto, con lo cual su figura destacaba como caballero noble entre las multitudes. Observaba y tenía el vicio del voyeur, es decir, Hilario era un mirón. Se fijó en un grupo de jóvenes cercanos a él. Le chocó que el grupito estuviera compuesto por una chica y tres hombres, los muchachos reían, tomaban chatos de vino y la muchacha…
—Ahora, caigo, otra vez. ¡Virgen Santa! Es ella, la virgen transformada en Jean Seberg. Los ojos de Hilario centelleaban, miraba más y más, le resultaba imposible comerse el pincho, abandonó el tenedor y se quedó boquiabierto fijando sus pupilas en Jean Seberg; era ella, vestía como ella. ¡Cuántas veces no la habría contemplado en la película “Al final de la escapada”! Su madre tenía razón se te aparecerá la virgen, Hilarín. La primera vez en la playa del Postiguet, tantas noches soñando con la virgencita de escayola que todavía, y ya mugrienta, permanecía en la cabecera de la cama de sus padres. En repetidas ocasiones pensó al confesarse que la virgen del Postiguet con sus rotundas formas, su dos piezas y su melena al viento cual Kim Novak se acostaba con él. En sus sueños, mezclaba a la francesa de la  playa con la virgencita de la alcoba de sus padres que mantenía en brazos a uno de los mamones de los mellizos y ahora de repente otra nueva, la virgen Seberg personificada, y con la suerte de que Belmondo no estaba por allí. Hilario estaba pasmado, no podía cerrar la boca, tampoco comer, no oía ni sentía cuando, de repente le dieron un codazo.
—Hey, ¿eres nuevo? Hace un rato que te estoy pidiendo fuego y no te enteras, macho…
—Perdona, Jean, ven, te enciendo el cigarrillo yo mismo…
— ¿Cómo me has llamado tío? ¡Jean! Tú estás pa’allá o me confundes con alguien. Me llamo Margarita, anda ven que te presento a mis amigos. ¿Cómo te llamas?
—Hilario.
—Bien Hilario, acércate hombre, estos son: Fuster, futuro internista; Cacho, psiquiatra; Alverola estomatólogo, y la menda Margarita Pio, médica de cabecera y futura neuróloga. Como verás una panda de aburridos.
—Ja, ja, ja ,— risas comunes.
—Y tu, Hilario ¿a qué te dedicas?
—Soy filósofo y he venido a Madrid a asistir a unas conferencias para ampliar mi formación académica. Me hospedo en este colegio y ¿vosotros?
—Risas de nuevo, con que filósofo, y te hospedas… Ja, ja, ja.
—Pues mira como hospedarse, ji, ji, ja, ja, la única que vive en el San Juan soy yo. Fuster es de la muy católica Navarra, risas de nuevo, y vive en Fernando el Católico, como no podía ser menos. Con una patrona que tiene mala leche y que le da muy mal de comer. Cacho, ya está trabajando y se acerca al San Juan por si hay algún evento, y Alverola tiene novia formal.
 — ¡Noo! protestó Alverola.
— Se casará en breve, pero es un rojeras, estuvo conmigo en Paris, en Mayo del 68, nos liamos durante un tiempo y ahora me la pega con Paquita mi mejor amiga, (risas de nuevo)… y tú filósofo, cuéntanos algo. Manolo, “porfa” otra ronda para los cinco, que vamos a bautizar al filósofo, —dijo Margarita.
—Hilario fingía la risa pero no le gustaba nada que Jean Seberg, es decir, Margarita Pío empleara un lenguaje tan vulgar, y menos le agradaba, que esa panda de melenudos y barbudos intentaran tomarle el pelo.
— ¿Manolo, cuánto es?, preguntó Margarita.
—Nada chata, hoy os invito yo. Me apunto al bautismo del filósofo…
—Déjate de coñas Manolo, y dime cuánto te debo.
—Por favor, Margarita, —dijo Hilario— entre tanto varón, ¿cómo va a pagar una señorita?
—Jua, jua, jua, que me escoño. Querido filósofo, ¿en qué facultad estudias? En  la Complutense seguro que no.
—Seguro que no, -contestó Hilario y con gesto seco se dirigió al camarero y dijo— por favor, don Manuel, apúntelo a mi habitación que yo invito a estos señores, por mi bautizo como filósofo en el Colegio Mayor.
La mirada de Hilario se tornó tan dura, y la voz tan contundente que el camarero, la panda de médicos y Jean Seberg se quedaron demudados.
—Chico, no te lo tomes a la tremenda, estos niños de provincia, no aguantan una avispa en los cojones…
—Margarita si te crees graciosa, no lo eres en absoluto, y a vosotros os deseo que paséis  muy buena noche.
—Hilario, coño, no te mosquees que queda mucho curso por delante y además la única que vive en el San Juan…
—Hilario no la dejó continuar y se despidió con un simple: ¡Hasta mañana!
A las 09:00 horas sonó el teléfono en la habitación de Hilario.
—Hilario, soy Julio ¿Te parece si nos vemos en media hora en mi colegio, nos tomamos un café y nos vamos al Prado?
—De acuerdo Julio, en treinta minutos estaré allí.
Visitaron el museo, se maravillaron y emocionaron ante tanta obra de arte, estudiaron uno por uno los personajes del Bosco. Se pasmaron contemplando a Velázquez y a las tres de la tarde, cansados, hambrientos y dándose cuenta de que para visitar el Prado necesitarían tres días, por lo menos, abandonaron el Museo. Comieron un bocadillo de calamares en el Brillante. Tomaron juntos el metro y en Moncloa se despidieron con la intención de descansar y repasar cada uno sus apuntes, pues al siguiente día a las ocho de la mañana empezarían los cursos.
Hilario entró por la puerta principal del S. Juan Evangelista y le pidió a Manolo un café cortado sin azúcar. Cuando sacó la billetera para pagar, Manolo le dijo: estas invitado filósofo, y haciendo un gesto con la cabeza señaló a la mesa del rincón donde estaba sentada Margarita.
—Buenas tardes Margarita y gracias por la invitación.
—De nada filósofo, ¿qué vas a hacer esta tarde?, hoy es fiesta, no me dirás que ponerte a estudiar.
—Justamente, has acertado.
—Bien estudia, pero son las cuatro de la tarde y si te interesa tanto la filosofía me gustaría mostrarte unos libros que no sé si conocerás, aunque a tu aire, si no te apetece relacionarte conmigo, lo entiendo.
—No te menosprecies, Margarita, vayamos a la biblioteca.
—No están en la biblioteca, son libros míos y si quieres, yo no los necesito, los tengo en mi habitación.
—De acuerdo, echemos una ojeada a esos libros.
La habitación de Margarita, como todas las del colegio mayor, era pequeña con una camita casi de niño, un escritorio que se diría de juguete, una mesilla con teléfono, un par de estanterías, un armarito y un baño con plato de ducha, retrete y lavabo, eso sí, era más luminosa que la de Hilario pues estaba en el último piso y además la ventana daba al jardín y los altos chopos llegaban hasta la misma.
—Mira, tengo casi todo lo de Althusser, y Margarita le ofreció seis libros de un puñado.
— ¿De quién?
— ¿Pero no lo has oído nombrar tan siquiera?
—Pues no.
—Oye mono, no te quedes conmigo, ¿eres filósofo o no?, y… tienes una pinta rara de chico de provincias sí pero trasnochada, no sé me estás dando miedo.
—No temas Margarita, nunca te haría daño.
—No, si ahora tu entonación y tus palabras suenan como las de un cura.
—Margarita, es que soy cura, bueno me ordenaré dentro de un mes y quince días exactamente.
—Oye, vete a reírte de otra, si te sentó mal la bromita de anoche, lo siento, no es para tanto, pero que seas punzante y cruel conmigo no te lo consiento.
—Jean Seberg, Margarita, eres mi bendición.
— ¡Estás loco chaval!
—Eres lo que he buscado y esperado desde que me reconozco. Jean Seberg-Margarita. Te quiero, y esto no se lo he dicho nunca a nadie.
—Me, mm, me tomas el…, el pelo.
—Marga, tú también me quieres.
—Yo, yo, yo. Yo no sé quién eres.
—Y eso a quién le importa.
—Pues a mí.
—Y a mí me importas tú, deja que te bese Margarita.
—Estás como un  rebeco filósofo, cura, pseudocura o lo que quiera que seas, coge los libros de Althusser y vete.
—Como tú quieras.
—Oye, ¿de verdad eres cura?
—No, todavía no y quizá no lo sea nunca si tú deseas que no lo haga.
— De verdad, Althusser, digo Hilario, bueno cura, estás “pirao”, “pirao”.
—“Pirao” por ti.
—Hilario, soy una mujer liberada, una “women live” o tampoco sabes lo que es eso. Estuve en Mayo del 68, tengo 26 años, soy activa política y sexualmente.
—(A Hilario le dio un ataque de risa) pero, pero, mujer de Dios, qué tendrá que ver el sexo con la política.
—Pues está muy relacionado aunque tú no lo creas.
—Llevarás razón entonces.
—Bueno, mi pequeña Jean Seberg.
—Ya me jode el nombrecito, guapo.
— ¿Pero la conoces?
—Imagino que un exligue tuyo.
—Justo, has dado en el clavo.
—Me marcho Margarita, si se te ofrece algo ya sabes dónde estoy. ¡Hasta otro día Margarita!
—Hilario…
—Dime.
—Duerme la siesta conmigo, me siento sola.

 A las 19:00 de la tarde del domingo 31 de marzo, Magdalena debutaba en el teatro Principal de Valencia, lo hacía con la obra de Lope de Vega: “La discreta enamorada”. Ella era Felisa, el director de la compañía y amante de Magdalena representaba a Lucindo.
Al acabar la obra, el teatro Principal de Valencia se venía abajo en aplausos. ¡Bravo!, ¡bravo! ¡Olé! ¡Esa Felisa! dijo alguien. Los aplausos continuaban, y el telón subía y bajaba una y otra vez a petición del público, los actores cogidos de la mano, saludaban al público y les hacían la clásica reverencia.
El martes en el periódico Las Provincias de Valencia, aparecía la foto de Magdalena, vestida de Felisa y con un comentario a pie de página que rezaba: la nueva estrella Magdalena Pedraza, triunfa en nuestro teatro Principal con la obra de Lope: “La discreta enamorada”, representada por nuestra valenciana compañía “El Cabañal”.
Ese mismo martes, en la Tribuna de Albacete, a todo color y en portada, Magdalena vestida de época sonreía y los titulares del periódico con grandes letras en negrita subrayaban: nace una nueva estrella manchega .Ya estábamos bastante orgullosos con nuestra Sarita Montiel. Ahora como salida de la nada y nacida en una aldea de nuestra maravillosa provincia de Albacete aparece Magdalena Pedraza, en el papel de Felisa y con la obra de Lope; “La discreta enamorada”.
También hubo reseñas sobre la compañía y la obra en diarios de otras provincias, en la Vanguardia, en el Ya, y el ABC entrevistaba a Magdalena Pedraza.
El día 2 de abril en Montaña de las Aguas Claras a la una de la tarde, llegó Eduardo a casa, antes de lo habitual.
—No te esperaba tan pronto Eduardo.
—Mira, ahí tienes a la camarera de tu amor y, con desprecio tiró la Tribuna de Albacete encima de la mesa en donde Encarna preparaba un pollo.
—Pero bueno, si es Magdalena, no, no, no puedo creerlo.
—Y tú y yo pensando que se estaba matando a trabajar fregando platos. Tú con tu amiga Engracia rezando el rosario todos los viernes por ella y mira, mira, esa lo que friega y ha fregado desde que dejó el pueblo es otra cosa.
 Margarita amaneció el primer día del mes de abril, con frío, encastrada en el cuerpo desnudo de Hilario, rodeado por los viriles y largos brazos del hombre y con la mejilla derecha apoyada en el pecho de Hilario, de tal manera que le resultaba imposible moverse, entreabrió los ojos y observó la oscuridad que inundaba la habitación y pensó: larga siesta, deben de ser las nueve de la noche, este está como un tronco, y si me muevo le despierto. Así que se hizo a la idea de quedarse quietecita y dejar descansar a Hilario un poco más. Hilario era el doble en longitud que Margarita, la cara de ella y en esa postura ladeados, cuerpo contra cuerpo, (ambos estaban en postura fetal) le llegaba como ya he dicho a la altura del pecho y los pies pequeños y llenitos de Marga al nivel de las pantorrillas de Hilario, en cuanto a la anchura. Los hombros de Hilario eran tres veces más grandes que los de Marga, las caderas y la cintura no, pues Hilario poseía una cadera pequeña, la denominada cadera latina, y una cinturita de torero, mientras Marga tenía la cintura pequeña, las caderas amplias y el trasero rotundo y respingón. Margarita para entretenerse y no sentirse aprisionada empezó a pensar en que le despertaría con un leve movimiento en cinco minutos, en que calculando que serían las nueve de la noche aproximadamente se ducharían y bajarían, y en todo lo que tenía que hacer mañana lunes: irse a Tres Cantos, Margarita estudiaba medicina en la Universidad Autónoma, volver a la Residencia de la Paz, los lunes le tocaban prácticas y antes de acostarse, la tarde de ese domingo, repasar un poco los apuntes de la última asignatura que le quedaba para acabar la carrera, de no ser así, mañana estaría perdida. Pasados cinco minutos y un poco desesperada por los ronquidos de Hilario y la falta de movilidad de ella, intentó girar el brazo izquierdo levemente, pero el brazo derecho del joven que caía como el plomo encima del suyo, no hizo caso. Margarita empezó a inquietarse, notaba el estómago vacío y se dijo; como no le despierte nos cierran el bar y no cenamos. Se decidió y virando su cabeza contra el pecho de Hilario le dio con la barbilla suavemente.
—Hilario, quiero cenar y a este paso nos cierran todo.
—Cinco minutitos Jean, estate tranquila, que no paras de hablar, hay tiempo. Pronto iremos a cenar, murmuró Hilario sin tan siquiera abrir los ojos y aprisionándola más fuerte si cabe.
— ¡Hilario! Me estás asfixiando pareces un pulpo, y tengo hambre, coño, además no he mirado el reloj pero deben ser las tantas y mañana tú y yo tenemos mucho que hacer, dijo en un tono más alto de lo habitual.
—Hilario, abrió los ojos, la soltó de su abrazó la miró embobado y exclamó:
— ¡Maravilla de Jean!
—Deja de recordarme a tu antiguo ligue, por fa…
 Margarita no lo decía de verdad, lo empleaba como mimo e intuía que su joven enamorado se refería a cualquier personaje de ficción.
—Por cierto ¿has leído Ars Amandi?
—Ars Amandi, ¿de Ovidio?
—No, de mi primo el del Escorial ¡no te amuela!
—Y has leído algo ¿sobre tantrismo?
—Pero, qué preguntas extrañas… Si claro, soy filósofo  y he estudiado entre otras cosas la historia de las religiones.
—Y ¿has tenido muchos ligues?
—Margarita…
—Entonces habitualmente vas de putas…
 —Jean, por favor no tengo por qué darte explicaciones, pero ya que insistes eres la primera mujer con la que hago el amor.
— ¿El amor? Si en cuatro o cinco horas, y los he contado, hemos echado doce polvos, tienes un aguante que no he conocido cosa igual. Tú eres un follador nato y te has tirado hasta al Rosario de la Aurora que tiene nombre de mujer, y ahora me vas a hacer creer a mí, que habiendo leído Ars Amandi un poquito de posturitas de los tantras, concentrándote mucho y pensando OMMM, funcionas como funcionas, además pretendes enamorarme y no me gusta. Eres un impostor y mira, mira, de tanto rodar por el suelo tengo un golpe en la cabeza me he debido dar con el pico de la silla y no me he dado cuenta y ¡vaya! Tengo sangre en el labio superior ¿Por qué me has mordido, vampiro? Y con todo eso vas y te burlas de mí. Me cuentas que eres virgen y mártir y que leyendo a escondidas por aquí y por allá has aprendido todo esto y encima a manejarme como me manejas, y no te lo consiento recuerda que soy una “woman live”, y de amor nada, follamos, ya que nos hemos quedado tan a gustito aunque medio lisiados, y cuando te vayas a tu pueblo y yo a estudiar neurología a la Sorbona: si te he visto no me acuerdo. Concluyendo, no me gustan los mentirosos.
—Cree lo que te parezca Marga, pero yo no miento y por cierto, vampira, yo tengo ensangrentados los dos, el labio superior y el inferior.
—Vayamos a cenar ¡eh Hilario! Son las siete.
—Entonces ven a mis brazos vampira, nos queda tiempo.
— ¡Hilario, Hilario, Hilario!
—No me sacudas así Marga, por favor, no seas bruta. Ya sé que son las siete, si no te apetece, descansamos un rato y en media hora volvemos a amarnos.
—Hilario son las siete pero de la mañana, del lunes, me acabo de dar cuenta porque he mirado por la ventana y está amaneciendo, nos hemos pasado encerrados desde las cuatro de la tarde de ayer, me levanto cual rayo, Hilario, anda ven a ducharte conmigo, yo tengo que salir corriendo, no, si por tu culpa me cargaré el curso.
—Ve a ducharte tú, Jean
—Y ¿tú?
— Yo prefiero mirar cómo te duchas…
—Serás capaz de irte a la conferencia con ese olor a polvo que tenemos los dos encima. Por cierto, hoy habla Aranguren ¿no?
—Iré a la conferencia con el olor de tu cuerpo y de tus besos. Y sí, hoy en la ponencia estará Aranguren junto a García Calvo.

—Ciao, Hilario, llámame cuando puedas, un beso, y encima tengo el seiscientos mal aparcado, y lo que te digo como no pueda salir del párquin me comen los mengues y…
—Ciao, Jean.
El tres de abril de 1970, el matrimonio Pedraza recibió una carta de Lourdes “la chivata”.
—Eduardo, tenemos carta de Lourdes.
—También hemos instalado el teléfono y ninguno de los hijos nos llama.
—Hombre es que el teléfono corre mucho, y no nos podemos permitir ninguno…
— Encarna, ¿qué se cuenta Lourdes?
—Lee la carta tú, ya sabes que a mí me cuesta y hasta que no lleguen los mellizos. Estoy inquieta por saber algo de nuestra hija.
—Veamos…
Queridos padres,  ¿Cómo se encuentran ustedes? Nosotros estupendamente.
—Nosotros estupendamente, ¿nosotros?, ¿Eduardo?, esta no es mi Lourdes, habla en plural.
—Quieres dejarme leer Encarna y ¿qué esperas de estos cerdos que has parido? Mi única esperanza es Llanitos, y los mamones de los mellizos,  no sé yo… si para la vejez no nos traerán más que disgustos.
—Continúa Eduardo.
Convivo con Lawrence, esperamos un hijo, somos muy felices, Lawrence es ingeniero industrial, es un encanto de persona y yo, cuando dé a luz a al nieto de Vds. me incorporaré al  trabajo en la empresa de Lawrence. Espero a mi hijo para el mes de septiembre, cuando el niño y yo estemos en forma, (calculo que será para Navidades), iremos a visitarlos, estoy segura que querrán a Lawrence tanto como yo le quiero. Eso sí, mi compañero no habla español pero se entenderán por gestos. Sres. Padres Vds. Son listos y Lawrence muy “salao”, me gustaría saber algo de mis hermanos, les envío mi teléfono por si Vds. o cualquiera de la familia deseasen comunicarse con nosotros, pueden llamarnos a cobro revertido para que así no gasten dinero, pero cuando se ponga la operadora digan Vds.”Colect col”, no se escribe así en inglés pero es para que los entiendan, mi muy querida familia. Lawrence  no tiene problemas económicos, así que, madre, padre y hermanos llámenme cuantas veces quieran.
Kisses, para que vayan aprendiendo algo, quiere decir besos.
Lourdes.
— ¡Eduardo! ¡Eduardo! ¿Qué nos está pasando? Aunque tener un nieto me hace ilusión, y traer una nueva vida al mundo siempre es una alegría, son otros tiempos, esposo, y habrá que tomarlo así… ¡anímate Eduardo!, te noto triste.
—Triste, so necia, una buena tunda les tendrías que haber dado a las descastadas de tus hijas, y mira que te lo dije, pero el sargento nunca llevaba razón. Tú siempre tapando y tapando. Y ahora ¿qué tenemos?, dos mujerucas…, un curita que intuyo que es medio maricón. Un vago de siete suelas, que por su cara bonita emparentará con “los churretas”, y dos mamones que no hacen más que maldades, y ¿de quién es la culpa?: tuya, so burra, que no sabes ni leer, tuya y nada más que tuya. Recuerdo el día que me quité el cinturón par darle una buena somanta a Hilario, y no me lo permitiste, y ahora que… tu Hilarín en la capital. Filósofo, a punto de hacerse cura. ¿Cuántos años llevamos con el curita? ¡Eh! ¿Qué estará haciendo en Madrid? Ignorante, tonta, analfaburra y so mema, mi única esperanza es mi Llanitos, porque tú eres un desastre, y ya estás vieja y fea, prefiero echarle un tiento a tu amiga Engracia. A ti ni con ventanilla ni sin ella.
—Y el “copas” se tomó un gran vaso de aguardiente que le quemó el coleto, y comenzó a toser y a llorar.

A las cinco de la tarde del primero de abril del setenta, llegó Hilario al  San Juan Evangelista. La ponencia de Aranguren, le pareció magistral, participaron filósofos y filósofas y se enfrascaron en conversaciones elevadas. Hilario también intervino. Cuando le tocó el turno a García Calvo, se armó un buen guirigay, no se respetaban los turnos, los doctores en filosofía o los “cum laude”, no se aclaraban, discutían entre ellos y el bueno de García Calvo se saltaba de un tema a otro, les hablaba en griego antiguo e intentaba convencerles que “ta panta” (tradución libre del griego clásico). Era el único camino. (Todo fluye nada permanece “Heraclito”)
A la mañana siguiente daría una conferencia el marxista Althusser, de este modo Hilario se enteró a quien se refería su “Jean.” Hilario se encaminó a su cuarto, estaba rendido, no había dormido prácticamente nada. Y se disponía a echar una cabezada, cuando sonó el teléfono.
— ¿Qué tal el primer día de cole?
—Bien, Julio y a ti ¿cómo se te ha dado?
—Una pasada Hilario, he asistido a una conferencia de Benoît Mandelbrot, y ha estado explicando su trabajo sobre los fractales, ya sabes la geometría fractal, es el futuro Hilario, ya estamos en la época de los ordenadores, pero, amigo tengo que estudiar como un bestia, no es fácil entender a estos genios. Me voy a poner a hincar codos ya, mañana tenemos una ponencia en el colegio de nuestra Señora de América y tendré que intervenir junto a los grandes científicos y matemáticos. Me dan más miedo que un “nublao”.
—Me hago cargo Julio, yo también me voy a poner a estudiar.
—Hablamos mañana Hilario, a ver si hay suertecilla y nos podemos tomar una caña por Argüelles.
—Hasta mañana Hilario.
—Hasta mañana.
Hilario, no podía conciliar el sueño, se duchó, se cambió de ropa y decidió dar una vuelta por el Colegio Mayor. Se fijó en los anuncios de la entrada. A partir de mañana día dos de abril, ciclo de “Godard”. Empezamos proyectando, “Al final de la escapada”, os esperamos a las siete de la tarde. El miércoles a las ocho y media de la noche actuará nuestro querido Raimon, reservad ya, casi no hay entradas. El jueves a las seis y media tendremos el placer de escuchar a... y así los actos culturales del colegio mayor no tenían límite.
A Hilario se le erizó la piel, ¡Al final de la escapada! y pensó en Margarita. No debería llamarla, tenía que estudiar, estaba perdiendo el tiempo. Pero la deseaba, la quería o le encantaría que supiera quién era Jean Seberg.
—Marga
—Sí, ¿quién eres? tengo mucho sueño…
—Pero Marga soy yo, no me reconoces mi Jean
—Hilario, ¿Qué quieres?
—Darte una sorpresa.
—Hilario, una sorpresa es una monja en la cárcel.
—No me cuentes chistes viejos, Marga, espabila y baja a recepción, después estudiaremos juntos  en la biblio.
—De acuerdo, ahora voy.
Y llegó Margarita, con sus pantalones pitillo a media pierna, su pelo corto y ceniza, su nariz diminuta, su cuerpo perfecto, pequeño y redondeado y unas ojeras que no tenía el día que Hilario la conoció.
—La sorpresa tío.
—Pues que mañana por la tarde te verás en la gran pantalla.
— ¿Te refieres al cine?
—Claro Jean.
—No me gusta, nunca acudo a las proyecciones, prefiero el teatro.
—Mañana sí te va a gustar, y entenderás por qué.
— ¿Has estado mirando el plan de festejos?
—Sí.
—Pero tú has venido aquí a estudiar o de cachondeo.
—Mira, Margarita hay un ciclo de…
—Calla, no me había dado cuenta que viene Raimon ¡Al Sanju!
— ¿Te gusta Raimon?
—La pregunta es de lelos, pues claro y yo… sin saberlo.
—Margarita, hagamos un trato, mañana te vienes conmigo a la proyección y entenderás muchas cosas de ti y de mí, y ahora mismo yo reservo dos entradas y el miércoles vamos a ver a Raimon.
—Cojonudo tío, eso me va gustando más, estoy cansada y tengo que estudiar, en fin. Ya sabes no hemos pegado ojo, así que… echemos un palo Hilario y después, cada mochuelo a su olivo.

Encarna estaba disgustada, no contestó a su marido, se fueron a dormir ese día sin dirigirse la palabra. No conciliaba el sueño y estaba inquieta. Hacía tanto tiempo que no utilizaba el camisón de ventanilla… aunque los últimos encuentros entre Eduardo y ella se produjeron al desnudo; eso sí, con la luz apagada, pero…
— ¿Se estará acostando éste con mi amiga Engracia, “la solterona”?
A Encarna se le vino el mundo encima. Empezó a atar cabos y a fantasear sobre la posible relación de Engracia y Eduardo, incluso llegó a creer que llevaban años liados. Le venía a la mente el recuerdo de los cuatro hijos que ya no convivían con ella en la aldea. Pensó en Hilario, que en menos de mes y medio ya sería sacerdote; en Magdalena que había triunfado como actriz, en Lourdes, que esperaba un hijo de un extranjero; en Llanitos, tan estudiosa y alegre ella; y esbozó una extraña sonrisa. Encarna era dura de carácter y de aspecto, no tenía la lágrima fácil y estaba cansada de trabajar y de aguantar al sargento, pudiera ser que le quisiese, pero de eso no estaba segura. Se levantó de la cama, se dirigió a la cocina, se sirvió un vaso de leche fría, pasó por la habitación contigua donde dormían los mellizos y pensó ¡son hermosos!, siguen tan rubios como de chiquititos, y aunque se parecen, cada vez se van diferenciando más. Se acercó a la cama de matrimonio donde descansaban Jesús y Onofre y los besó en la frente. También se asomó al dormitorio de Miguel, la alcoba que compartió con Hilario durante tantos años. Lo observó y se dijo: cada día está más gordo. Volvió a la cocina, se sentó y se quedó cavilando hasta la madrugada.

A las siete de la tarde del dos de abril en el S. Juan Evangelista  proyectaron “Al final de la Escapada”, Hilario con su brazo derecho por encima de los hombros de Margarita, miraba la película como si fuera la primera vez que la contemplara y no se supiera los diálogos memorísticamente. Margarita estaba interesada en el film. Cada vez que aparecía en pantalla Jean Seberg, Hilario giraba su cabeza hacia Marga y la besaba en la mejilla. Aparecieron los títulos de crédito, se encendieron las luces del cine, y Margarita e Hilario abandonaron la sala.
— ¿Qué te ha parecido?
—Me ha gustado, y sí que tengo un aire a la Seberg.
— ¿Tomamos algo?
—Vamos a la cafetería. Es posible que se pase Julio a tomar una caña con nosotros, me llamó hace un rato, le interesa conocer el colegio e imagino, —dijo mirando el reloj— que con lo puntual que es mi amigo ya estará esperándonos.
— ¡Hola Julio! Te presentó a Margarita, es una compañera del San Juan y acabamos de venir del cine.
—Encantado, Margarita.
—Lo mismo, Julio.
—Manolo, nos pones tres cañas y unos boquerones en vinagre, por favor.
—A la orden, filósofo.
—Gracias, Manolo.
—Tiene buena pinta vuestro cole, me he estado fijando en que hay una oferta cultural tremenda, por cierto mañana actúa Raimon, ¡lástima que no pueda venir!, he de asistir a unas conferencias justo a esa hora.
—Nosotros iremos a verle.
— ¡Qué suerte!
— El San Pablo es un lugar de lo más aburrido, de entrada somos todos tíos, y aparte de las pistas de tenis y la biblioteca que no están mal, no hay nada resaltable, aunque con todo lo que tengo que estudiar tampoco me importa, bueno, imagino que igual que vosotros la vida del estudiante, si eres responsable y te lo tomas en serio, es dura. Chicos os dejo, que todos tenemos que chapar a tope, es tarde y sé que vosotros también madrugáis. Hilario, gracias por invitarme a la caña y a los boquerones, encantado de conocerte Margarita. Y a ti, Hilario te llamaré el fin de semana. Adiós.
—Hasta pronto, Julio.
—Bueno Marga, pues a dormir que mañana al alba nos toca levantarnos. ¿Dónde quieres en tu cuarto o en el mío?
—Hoy toca follar en el tuyo, curita.
—Pues vayamos a ello, Jean.
 A las ocho de la mañana del día tres de abril sonó el teléfono en casa de los Pedraza.
— ¿Mamá?
—Llanitos, ¿qué quieres a estas horas?
—Que voy a querer, felicitar a papá.
— ¿A papá?
—A papá ¿Por qué?
— Porque hoy es su cumpleaños.
Encarna le pasó el auricular a Eduardo sin mediar palabra y sin mirarle tan siquiera.
— ¡Hable!, dijo Eduardo.
— ¡Felicidades papi!
—Llanitos, mi Llanitos, gracias hija, ¿cómo estás?
—Muy bien a punto de empezar las clases, te llamo desde una cabina. ¿Cómo está mamá?
—Bien Llanitos, ¡Qué alegría hija!, cuéntame cosas.
—Papá me quedan pocas monedas y se va a cortar la llamada, os escribiré pronto. Que pases un buen día.
—Gracias hija. Y…
—Clink
—Se cortó la comunicación.
Eduardo se marchó al trabajo sin desayunar.
Encarna de muy mal humor sirvió el Cola-Cao y las galletas a los mellizos, hizo café de puchero, despertó a Miguel y desayunaron juntos.
— ¿Te ocurre algo madre?
—A mí no, y ¿a ti?—Encarna contestó con mal gesto.
— A mí tampoco.
Miguel se puso la zamarra que tenía colgada en el perchero de la entrada, encendió un cigarrillo y se fue a trabajar a casa de “los churretas”.
Los mellizos se echaron las carteras a la espalda y dándose empujones y codazos marcharon al colegio.
—Adiós, mamá.
—Adiós, hijos.
Encarna, salió al huerto, recogió unas cebolletas, se limpió las manos en el delantal, se encamino a la cocina, y dejó las hortalizas sobre la mesa, para lavarlas después.
Se dirigió a los dormitorios, los limpió a fondo. Barrió toda la casa. Y después en el cuarto donde tenían una pileta y una palangana, se aseó ella.
A la hora del Ángelus volvió a sonar el teléfono, era Lourdes desde Londres, diciéndole a su madre que en su nombre felicitara a Eduardo, ella no se atrevía a hacerlo.
A las doce y cuarto, otra llamada.
—Madre, soy Hilario, ¿cómo se encuentra?
—Bien y ¿tú?
—Yo muy bien, felicite a padre de mi parte llamo a estas horas aunque sé que estará en el cuartel, pues ahora dispongo de quince minutos entre clase y clase y el resto del día me va a ser imposible telefonearles. ¿Cómo anda todo por Montaña…?
— ¡Estupendamente!—Encarna le paró en seco.
—Bien madre y Engracia ¿cómo está?
— ¿Engracia? ¿Y eso? ¿Por  qué me preguntas por ella?
—Madre, porque Engracia para mí es como mi tía, y hace mucho que no sé nada de ella.
—Pues no es tu tía Hilario.
—Lo sé, madre, es un decir.
— ¿Ocurre algo?
—Pues lo de siempre, el huerto, la casa, pelando conejos, cocinando y cosiendo, tus hermanos bien, tu hermana Lourdes ha llamado desde Londres, lo de siempre.
—He de volver a clase. Muchos besos.
 Hilario colgó, se quedó mirando al auricular del teléfono durante unos instantes, respiró hondo y se dirigió a una de las aulas del colegio Mayor Santa Isabel donde habitualmente se celebraban las ponencias de filosofía.
A los cinco minutos volvió a sonar de nuevo el riiiiing, riiiiing, riiiiiing. Encarna cada vez de peor humor descolgó el negro auricular y dijo francamente enfadada y gritando.
— ¡Hable!
—Madre soy Magdalena, ¿cómo está?
— Tú también con la misma letanía, ¿qué quieres que felicite a padre en tu nombre?, claro como tú eres una cobarde y no te atreves me usas como un trapo, le felicitaré y a mi manera, guapa, que a mí nadie me manda y menos tú.
—Madre es que no tendré otro momento para llamar a padre ahora tengo ensayo y después…
—Después te vas a que te dé el viento fresco de Valencia.
 Y Encarna de un golpetazo colgó el teléfono a su hija.
En pocos años habían cambiado las costumbres en cada rincón de España, los hijos mayores de Encarna y Eduardo les llamaban de usted y cuando se dirigían a ellos lo hacían como padre o madre, sin embargo para Llanitos y los mellizos eran papá, mamá y de tú.

El miércoles por la tarde el vestíbulo del S. Juan Evangelista era un hormiguero. Las colas de estudiantes eran inmensas, de hecho se habían formado tres filas que daban la vuelta al jardín del edificio. Marga e Hilario estaban afortunadamente dentro del colegio, pues con entrada reservada y todo, podrían ver la actuación de Raimon unos pocos, se vendieron o revendieron entradas de más, el aforo del teatro no era excesivamente amplio y los ánimos estaban exaltados.  Se abrieron las puertas, los estudiantes que ayudaban normalmente en las actividades del colegio iban recogiendo los tiques y aconsejando, por favor, sosegadamente y con educación, a tropel no, hay sitio para todos, por favor calma.
La pareja tomó asiento en la cuarta fila. Se apagaron las luces y se iluminó el teatro con un foco que daba vueltas, de pronto el foco se quedó quieto en el centro del escenario se levantó el telón y apareció Raimon, sin saludar  tomó su guitarra y comenzó:
—Al vent, la cara al vent, el cor la vent, els mans al vent,  els ulls al vent, al vent del mon; y tots, tots plens de nit buscant la llum, buscant la pau, buscant a Deu, al vent del mon.
La voz clara y de tenor de Raimon acompañado solamente por su guitarra hacía temblar las paredes del teatro, el público, emocionado, coreaba con Raimon: pero nosaltres al vent, la cara al vent, el cor al vent, els mans al vent…
Mediada la canción se empezaron a escuchar consignas tales como: Libertad, Libertad, Libertad, otros decían, sí, sí, sí, Dolores a Madrid… se entremezclaban las voces con las de aquellos que proclamaban ¡abajo el 36! Y un grupito de ácratas que no tenían asiento y entraron a la fuerza en el teatro espetaban: ¡Amedio Presidente!, ¡Amedio Presidente!
Amedio era un mono protagonista de una serie de dibujos animados que se veía por aquel entonces en T.V.E. y se llamaba “Mi mono Amedio y yo”.
Raimon: la vida en donna penas ya´l  neixer es un gran plor…
Seguía el griterío, la fuerte voz de Raimon se deshacía entre tanto clamor, hasta que se levanto de su taburete se puso en pie y con el puño cerrado y en alto exclamó: ¡Serem Lliures companys! Y abandonó el escenario.
Aquello era un caos, unos seguían con sus consignas políticas, otros con sus soflamas libertarias, la mayoría comenzaron a aclamar ¡Raimon, Raimon, Raimon! Y los ácratas bailaban y decían: ¡Amedio Presidente! ¡Amedio Presidente!
Los estudiantes que apoyaban e intervenían en los diferentes actos del colegio mayor con megáfonos aconsejaban: silencio compañeros, silencio compañeros.
En eso se levantó el telón, se iluminó el teatro y el director del San Juan Evangelista micrófono en mano y con voz segura y marcial dijo: “orden en el colegio”, y continuó “silencio”.
— Sabéis que somos una isla rodeada de antidemócratas que vivimos momentos convulsos, que yo soy el primero que deseo la democracia tanto como vosotros.
Coro por parte del público: este es nuestro dire, tú sí que tienes bemoles…
—Si no mantenéis la calma llamaré a la policía, os pido que permanezcáis callados. Hace tres años y en este mismo centro Raimon, fue detenido y pasó tres días en la Dirección General de Seguridad. Y hoy, os aseguro que no ocurrirá lo mismo. Así que os ruego, más bien os ordeno que seáis respetuosos.
—Hubo un silencio generalizado…
—De acuerdo, apagad las luces…
—Raimon regresó al escenario y comenzó a cantar: del home miro sempre las mans, mans que traballen, mans des infants…., al terminar la canción.
—Público ¡Visca la mare que et va parir!! ¡Bravo! ¡Braavoooo!. Grandes aplausos.
—Buenas noches Madrid, saludó por fin, Raimon.
—A continuación interpretaré una canción de un gran amigo, Víctor Jara,  excelso poeta chileno “Te recuerdo Amanda”. Yo la he traducido al valenciano.
Y Raimon rasgueó su guitarra y: Et recordo Amanda, el sonriure ample, la plutga a la cara….
Así canción, tras canción, con algunos intentos  de ¡libertad! ¡libertad! por lo bajinis. Raimon terminó su recital con muchos bravos y mucha: otra, otra; otra… Raimon saludaba, agradecía una y otra vez los aplausos de su público y se acabó el espectáculo.

Las tardes de los viernes sobre las cinco, acudía Engracia a visitar a la familia Pedraza. Esa costumbre la mantenían desde que Encarna y Eduardo se casaron, especialmente a partir de que Encarna tuviera tanto crío. Se pasaban los atardeceres haciendo encajes de bolillos, charlando, contándose anécdotas del pueblo, y generalmente Engracia les traía a los chicos unas natillas o unas rosquillas hechas por ella misma. Encarna y Engracia eran amigas desde niñas, tenían aproximadamente la misma edad y Engracia era una más de la familia.
Engracia era hija única y se quedó huérfana de padre cuando contaba tres años, así es que su madre, de profesión modista, sacó a la niña adelante ella sola, y en cuanto que Engracita cumplió los siete años, la enseñó a coser y a cocinar  a la vez que asistía  a la escuela de la aldea. La madre de Engracia se llamaba Josefa y murió a causa de unas fiebres de malta cuando la muchacha cumplió dieciséis años. De tal manera, la joven, de andares graciosos y figura menuda se convirtió en “la modista”. Confeccionó el sencillo traje de novia que lució su amiga Encarna en su boda con Eduardo. Y aunque tuvo varios pretendientes, nunca quiso casarse. Los mozos del pueblo le parecían demasiado rudos, y ella, hija única y sabiendo coser y bordar, no cedió al cortejo de ninguno de ellos, prefirió vivir la soltería a sabiendas de que con sus finas y delicadas manos se podría ganar perfectamente la vida sin necesidad de aguantar a ningún gañán ni tener que lavar los calzoncillos de nadie.
Ese día de abril y a la hora habitual Engracia se encamino al hogar de los Pedraza, se extrañó que estuviera la puerta cerrada. Llamó al timbre y salió a su encuentro Encarna, se besaron, y Encarna le dijo: toma asiento. Engracia se sentó y notó algo raro en la expresión de su amiga, y le preguntó:
— ¿Cómo es que tienes la puerta cerrada Encarna?
—Ya ves, la tarde está algo fría.
—Tienes mal aspecto. ¿Te preparo una infusión?
—No gracias, estoy bien, y además no todas hemos de estar tan lozanas como tú.
—Gracias por el piropo, Encarna.
—Oye Engracia, tú no tienes canas ¿verdad?
—Cuantas veces te he dicho que hace años que me tiño, e incluso te ofrecido teñirte a ti, porque, hija, entre la trenza que llevas y el pelo prácticamente blanco… Encarna, deberías arreglarte un poco más, todavía somos relativamente jóvenes.
—No me hace falta. Ya lo hacen otras por mí.
—No te entiendo Encarna.
—Pues yo me entiendo muy bien,  tú siempre tan coquetuela,  y no te hagas la tontita que lo sé todo.
— ¿Todo de qué?
—De tus líos con mi marido, y no lo niegues. Eduardo me lo ha contado, lleváis años  poniéndome los cuernos, y yo como una imbécil contándote mis penas y tratándote como a mi propia hermana ¡so pendón!
— ¡Te has vuelto loca Encarna!  Eduardo es para mí como un cuñado y a tus hijos los quiero como si fuesen mis sobrinos.
— ¡Cerda, gorrina! Mientes cual bellaca, por tu culpa me tendré que separar de Eduardo ¡putón desorejado! ¡ Has arruinado a mi familia! El pasado miércoles y con dos copas de más tu amorcito, me lo confesó todo, todo, todo. Desde entonces no nos hablamos, no quiero verle más, ni a ti tampoco.
— Tranquilízate, Encarna, ya lo voy entendiendo, y por favor, no me insultes y escucha bien lo que voy a contarte: tu marido es un borracho empedernido, cuando se mama no sabe lo que dice, y ni aunque fuera el último hombre del mundo, me acostaría con él. Y ahora te voy a contar yo una intimidad: cuando éramos más jóvenes y mientras preparabas el pisto los domingos, y yo venía a ayudarte con la comida y los críos, tú me mandabas al huerto a por tomates. Y él queriendo dárselas de caballero decía: deja a la chica Encarna que no vale más que para coser, es delicaducha y enfermiza y no una buena jaca como tú, recuerdo que te reías y decías ¡Hay Eduardín!, menos potranca seré anda, acompaña a “Engracita” no vaya a ser que cogiendo la cesta de los tomates se nos vaya a quebrar. Y una vez en el huerto, el hijo puta de Eduardín, en cuanto que yo me agachaba a por los tomates, me arrimaba el manubrio por detrás y me metía sus manos de cerdo por debajo de la saya. La primera vez me callé, por vergüenza y por no armar escándalo, la segunda le di un rodillazo en los huevos que le dejé “doblao”. Y esos son todos los amores que he tenido yo con tu hombre, beodo, machista asqueroso y embustero.
—Y si quieres llamarme coquetuela, hazlo. Lo soy y tengo un Sr. en Barcelona. Mantengo relaciones desde hace más de diez años con él, le vendo encajes y me los paga a buen precio y no he querido desposarme  porque es viudo, tiene hijos mayores y nietos, y yo nunca deseé una vida complicada. Y si con todo esto no te basta te digo: Encarna siempre te he querido y te querré, a tus hijos también, pero si has sido capaz de pensar eso de mí, no me mereces ni como amiga ni como nada; y a tu Eduardo que le den por culo.
—Me marcho Encarna, y no sabes cuánto lo siento.
Encarna se tapó la cara con ambas manos y se quedó sollozando.

 El sábado 6 de abril amaneció Madrid con un día magnífico, soleado, el cielo de un azul velazqueño y el viento aunque fresco todavía, en calma absoluta.
A las diez de la mañana, Julio telefoneó a la habitación de Hilario.
—Buenos días Hilario.
— ¡Hola!, Julio.
—Hace un día estupendo Hilario, y como quedamos en vernos… ¡vaya semanita, macho! se me están derritiendo los sesos de tanto estudiar, así que he pensado que podríamos ir a algún sitio, a contemplar calmadamente el Prado, por ejemplo, y mañana a visitar el “Rastro”.
—Julio, te propongo otra idea: lo de los museos y el Rastro lo podemos dejar para el fin de semana próximo, Margarita y yo, hemos pensado que podríamos ir a la Pedriza, el tiempo acompaña, y un poco de naturaleza y aire libre no nos vendría mal a ninguno. Marga tiene una tienda grande, cabemos los tres, acamparíamos allí y en el seiscientos de Marga, en media hora  te recogemos en el S. Pablo. ¿Te hace?
—No sé Hilario, yo no soy muy campestre y además, tendríamos que comprar algo de comer y tampoco quiero…
—No seas bobo Julio, la comida la compraremos en Manzanares el Real, el pueblo que está pegado a la Pedriza. Me han contado que tiene un bonito castillo y podríamos visitarlo de paso. Tenemos sacos de dormir y todo. En treinta minutos estaremos en tu cole.
—Hummm, de acuerdo Hilario, os espero.
Julio subió a la parte trasera del seiscientos y se dirigieron a la sierra madrileña.
Aparcaron el coche en el pueblo. Compraron, pan, queso, vino, salchichón y naranjas, y cargados con las mochilas y la tienda de campaña subieron la montaña. Después de dos horas de caminata, se tomaron un descanso. Julio cortó el salchichón, el queso y el pan, con una navaja. Se lavaron la cara, las manos, se refrescaron en el río quitándose las botas y metiendo los pies en las aguas claras y frías provenientes del deshielo del nacimiento del Manzanares. Bebieron los tres a morro de la botella de tinto, y prosiguieron la senda hasta llegar a la “Charca Verde”.
A Hilario y a Julio la montaña con esas aguas límpidas les emocionó. Marga, conocía la zona sobradamente y gustaba de perderse en los bosques  de vez en cuando.
Continuaron el camino y se afanaron en montar la tienda, estaba atardeciendo, y antes de que cayera la noche, tendrían que tener el campamento instalado.
Y anocheció, comieron y bebieron, encendieron una fogata delante de la tienda y rieron y charlaron mientras se iban pasando de uno a otro una nueva botella de tinto. La luna estaba redonda y les iluminaba a los tres de manera fantasmal.
—Julio dijo: no os produce un poco de temor, la oscuridad de la noche, los ruidos del bosque, se prestan a contar historias de miedo.
—Anda, Juan sin miedo. A mí me encanta, comento Marga.
—Pues seguro que a mí también—dijo Julio—. Voy  a merodear un poco por ahí con la linterna, a ver si me topo con alguna bestia salvaje. Apagad la fogata, no vayamos a salir cual bonzos y de paso quememos el bosque…
—Con un tigre de Bengala te vas a encontrar Julio, — machacó Hilario.
—Puede ser, veniros conmigo y entre los tres tendremos más fuerza para defendernos de los tigres y de los fieros leones.
—Julio, yo estoy cansada hemos pateado mucho, tengo frío y ahora mismo me meto en el saco de dormir.
—Yo también Julio, — dijo Hilario, ¿Tú no?
—Yo prefiero irme de safari y contemplar la luna llena. Por si cuando vuelva estáis dormidos, dejadme el saco en la entrada de la tienda, procuraré no hacer ruido.
—Julio caminó  y caminó durante hora y media, se dio cuenta de que le gustaba el monte más de lo que él pensaba, iluminaba con su potente linterna las formas caprichosas de las rocas, una parecía un fraile, otra, un mamut, otra una tortuga y todo le resultaba fascinante  a la luz de la luna de esa noche de abril. Hubo un momento que temió haberse perdido pero comenzó a andar y llegó al campamento.
La cremallera de la tienda estaba abierta, se asomó para coger su saco de dormir y se quedó de piedra, tanto como las que había en la llamada Pedriza.
Los pies de Margarita sobresalían por encima de los hombros de Hilario, ella mantenía los brazos en cruz mientras que Hilario la sujetaba fuertemente por las muñecas. Los dos estaban completamente desnudos. Las caderas de Hilario se movían hacía adelante y atrás con fuertes empellones. La boca del hombre mordía como un lobo hambriento el mentón, los labios, las mejillas, las orejas de la chica, y su lengua lamía la frente, los ojos, las pestañas y los agujeros de la nariz de Margarita. Marga chillaba, reía y lloraba como en una especie de ataque de histeria, de pronto Hilario le dio la vuelta, azotó sus nalgas y empezó a sodomizarla sin piedad y a decirle palabras obscenas. Julio no podía parar de mirar, nunca hubiera imaginado una escena así. Había visto grabados eróticos en la biblioteca del Seminario pero esto… Julio seguía mirando y mirando. Se excitó sexualmente, se alejó de la tienda, se masturbó, encendió un cigarrillo y pensó: perdóname Dios Mío, confesaré mis pecados. Yo no seré el que tiré la primera piedra contra Hilario. Dentro de poco Hilario y yo seremos sacerdotes. Volvieron a pasarle por la mente las imágenes de Hilario y Margarita apareándose, la risa histérica de ella, la sodomización violenta de Hilario, y Julio se masturbó dos veces más, pidió de nuevo perdón al cielo, y regresó a la tienda en donde Marga e Hilario dormían plácidamente cada uno en su saco.

 Al día siguiente de la discusión con Engracia, Encarna se levantó con una fuerte jaqueca. Fue a la cocina se tomó dos optalidones, miró por la ventana y contempló la lluvia que caía a mares. Pronto se despertaría Eduardo, no tenía ganas de verle, y continuaban sin hablarse. Era sábado y estarían todo el día los mellizos en casa, enredando. Y con la lluvia y el viento frío que se había levantado, no era cuestión de mandarles a jugar a la plaza y que se cogieran los chiquillos una pulmonía. Miguel se levantaría en breve e iría a los ultramarinos, que los sábados cerraba a las doce del mediodía. Ante tal panorama, Encarna se imagino la amarga jornada que le esperaba. Se dirigió a la habitación de sus hijas, bajó las persianas, se tumbó en una de las camas, se cubrió hasta las cejas con una manta, intentó conciliar el sueño a pesar del dolor de cabeza, y pensó: que se apañen, no me encuentro bien, no he estado en mi vida enferma y necesito descansar.
Sobre las diez de la mañana y en un duermevela doloroso, oyó los pasos de su marido y se dijo: ¡cabronazo!
Eduardo fue directamente a la cocina, se  preparó un café bien cargado, y no se dio cuenta de que, tras de sí, estaban Onofre y Jesús, hasta que Onofre le tiró de la manga del pijama y le dijo: mamá debe estar mala, está durmiendo en la cama de Lourdes y Miguel ya se ha ido a la tienda. Los mellizos tenían la cara llena de churretes, se habían preparado el desayuno ellos mismos y habían esparcido el Cola-Cao por todo el suelo de la cocina, mojaban galletas y pan en las blancas tazas, y se peleaban por un trozo de dulce de membrillo. Se daban puntapiés por debajo de la mesa y empezaron a pegarse hasta que Jesús le propino un puñetazo a Onofre en un ojo. El pequeño empezó a gritar y a llorar, se subió a la mesa y le derramó el Cola-Cao por la cabeza a su hermano y así, empezaron una batalla campal imparable.
Eduardo no decía nada, se sentía hundido, tenía resaca desde hacía tres días y parecía  ausente de lo que estaba ocurriendo a su alrededor.
 El nueve de abril recibió Hilario una carta de la Universidad de Valencia:
D. Hilario Pedraza Gómez:
Considerando los buenos resultados obtenidos por Vd. la Facultad de Filosofía de Valencia le ofrece impartir clases en dos colegios de Barcelona. El Colegio de Mª Inmaculada, residencia de señoritas, dirigido por las misioneras claretianas, y el colegio laico y mixto Montserrat. Antes de incorporarse a dichos centros deberá asistir Vd. a unas charlas que se impartirán durante el mes de julio del año en curso en la Universidad  Pompeu Fabra. De estar interesado en dicha oferta, rogamos nos conteste en un plazo de diez días, de no ser así, invalidaremos la propuesta.
Atentamente.
El rector de la universidad de Valencia.
José Soler Puig.
Hilario guardó la carta cuidadosamente en su cartera, subió a su habitación, se desnudó tomó una larga ducha, y como Dios le trajo al mundo se tumbó de golpe en la cama.
Había tenido un día duro, se había levantado a estudiar a las cuatro de la mañana. A las ocho y media se hallaba en el Aula Magna de la Facultad de Filosofía. Participó en la ponencia, hizo una larga exposición, ya no le avergonzaba hablar en público y menos de filosofía o metafísica, áreas que dominaba perfectamente. Le felicitó el rector, el vicerrector, el profesor Tierno Galván, el filósofo Heidegger, ya muy anciano, el antropólogo Levi-Strauss y especialmente Marcel Gabriel-Honoré quien ese día dirigía la ponencia.
Con una breve pausa para comer, estos intercambios filosóficos y científicos duraban doce horas.
Eran las diez de la noche, hacía dos días que no había podido ver a Margarita. Desde que estuvieron en la Pedriza. El estómago le rugía de hambre, la cabeza le pedía descanso y el bar se lo cerraban ya.
Mañana le esperaba un día parecido. Hizo un esfuerzo, se vistió con un suéter viejo y un pantalón vaquero y bajó a la cafetería, pidió un plato combinado y agua mineral y regresó a su cuarto. Puso el despertador a las cuatro y media de la mañana, se quedó completamente desnudo, cepilló sus dientes y pensó: debería llamar a Marga…
Tumbado en la cama levantó el auricular.
—Marga, soy Hilario.
Mientras que hablaba se le iban cerrando los ojos.
— ¡Hombre!, si ya no me acordaba de ti.
—He tenido mucho trabajo y está semana será difícil.
—Yo también he aprovechado y he estudiado un huevo, voy para allá.
—Marga, estoy un poco cansado mañana me levanto a las cuatro y media y creo que no llegaré al colegio hasta las doce de la noche.
— ¡Que te jodan tío, si no quieres verme!
—No es eso Marga, te lo aseguro, de acuerdo ven.
Y Margarita entró en el cuarto de Hilario como una exhalación.
—Si hoy al señorito no le apetece echar el palo una va y se jode, solamente cuando el curita quiera ¿verdad? y además ¿qué haces en pelotas?
—Margarita, sabes que me gusta dormir desnudo.
—Bien, a mí también, así que aquí me tienes en bolas…
—Ven a la cama pero no sé hasta qué punto podré rendir hoy.
—Eres un egoísta y un egocéntrico, solo piensas en tu filosofía, en ti, en tu placer…
—Cállate Marga, no digas estupideces, sabes que no soy así y no discutamos más.
—Yo discuto cuando me da la gana, follo con quien me da la gana, y hago lo que me da la gana ¿entendido?
—Marga, eres una malcriada.
 Y Margarita levantó la mano a Hilario. Antes de que la bofetada llegara a la cara de su amigo, Hilario que era de reflejos rápidos le sujeto el brazo y le dijo amenazante:
—Ni se te ocurra,  Marga, ni se te ocurra, no lo intentes nunca más, porque si lo haces no te voy a devolver la hostia, por supuesto que no, pero se acabaría lo nuestro. No me gusta la “marchosería”, una cosa es ser amantes y otra aguantar niñerías y mala educación de una señorita que  se cree el ombligo del mundo.
—Hilario, si no me quieres ni tan siquiera me deseas me marcho.
—Marga, ven a la cama.
Hicieron el amor dos veces apasionadamente, Margarita había dormido bien y descansado durante todos estos días y quería más. Empezaron con el tercer asalto a la una y media de la madrugada pero a la mitad y diciéndole Hilario a Margarita: te quiero Jean, al hombre se le cerraron los ojos, no había quien le despertara y Margarita se vistió con premura, dio un portazo que Hilario no oyó y se fue con un cabreo importante. Eran las dos de la mañana, a las cuatro y media Hilario tenía que levantarse.

 El miércoles 10 de abril a las once de la mañana sonó el teléfono. Encarna lo cogió.
—Hable.
—Buenos días madre, soy Lourdes. Le llamo para decirle que me acuerdo mucho de ustedes, que ahora con lo del embarazo comprendo por todo lo que usted ha tenido que pasar, que la echo de menos, que Lawrence es maravilloso y que la semana próxima cogeré un avión e iré a Madrid y después a casa. Quería presentarme por sorpresa, pero no he podido contenerme, iré con Lawrence, así lo conocerán. ¿No se alegra madre?
Encarna que en los últimos días andaba de un humor de perros dijo:
— ¡Qué alegría tan grande, Lourdes!, sobre todo conocer a Lawrence. Tu padre se sentirá dichoso cuando vea a ese ingeniero que te dobla la edad, que no habla ni papa de español y a ti, con ese bombo de mujer soltera. Yo lo disfrutaré, y le pelaré un conejo o dos a tu Lawrence, pero tu padre, con lo alegre que está últimamente, mucho más hija, tu querido papá, y le puedes llamar de tú, al  igual que a mí. Las cosas han cambiado, mejor que nos tuteéis todos como lo hacen tus hermanos pequeños. Bueno, te decía, que papá ha sido siempre un encanto al igual que tu Lawrence, y actualmente mucho más, es amoroso, amable conmigo, y ni te cuento lo que opina de sus hijas: las echa de menos, se le cae alguna lagrimita que otra recordando a los chicos que ya no conviven con nosotros. Hija, ven cuando quieras con tu abuelo, perdona estoy algo confundida, con tu compañero empresario. Papá y yo, estaremos satisfechos de tener en nuestro feliz y maravilloso hogar, a tu abuelo, a ti y a quien quieras traernos. Mi amor, Eduardo y yo, ¡somos tan felices! y te entiendo perfectamente hija, la felicidad pasa por la vida solamente una vez, por eso yo venero y adoro a tu padre, lo tengo en un pedestal, pues de veras se lo merece. Como te decía, es un cielo de hombre y hacemos el amor a diario, en ocasiones dos veces o tres al día. Hija mía, parece mentira, pero esto es una segunda luna de miel, es decir, una primera pues como sabes mi enamorado y yo no pudimos disfrutar de las primeras dulzuras del matrimonio. Pero ahora, ahora, es todo distinto, nos amamos, nos revolcamos, nos achuchamos por los rincones, me mete mano constantemente, y no te creas, que yo a él también ahora, ahora que vamos camino de la vejez, nos idolatramos. Así pues ven pronto con Lawrence, para que tu abuelo y tú lo podáis comprobar en vivo y en directo. Yo pelaré con la mano derecha un conejo y con la izquierda otro, mientras tu papá desempolvará la flauta y tus lindos hermanitos rubios os dedicarán una jota manchega, Miguel os cantará una dulce melodía y Mari Loli meneará el bullarengue, así es que: ánimo hija mía, venid cuanto antes.
— ¿Se encuentra bien, madre?
—Mamá, mamá, ¡por favor! llámame: mamá. Si querida, me encuentro perfectamente. Estas palabras no habituales en mí son producto de la felicidad que me embarga, de la emoción que me produce sentirme enamorada de nuevo, de la ilusión que corre por mis venas, de la sensación que tengo, la misma que experimente a los quince años cuando conocí a tu padre. ¡Oh!, mi vida ¡qué bonito es el amor y lo que arrastra una pasión! Y como ya te he dicho, darlin, se dice así en inglés creo, a tu Lorencito (será más fácil para papi que le denominemos así), le pelaré dos conejos a la vez, y tu querido papaíto se encargará de cogerlos con sus propias manos.
—Mamá, mamá, me sorprende… pero si a su edad y de repente se siente tan enamorada de padre me alegro, de verdad. Entonces podemos ¿ir a visitarlos?
— Claro, Lourdes, claro, no voy a insistir más, cuanto antes mejor.
—Mamá, en cuanto a lo del abuelo no me gusta nada, el hecho de que Lawrence sea mayor que yo no significa…
—No dalin, o darlin, si es un apodo cariñoso es como Heidi y su abuelito.
—Bien madre, iremos en cuanto podamos. Besos.
—Lo mismo, lo mismo, preciosidad.
 Se atropellaban los días, faltaban horas para el estudio, las clases, los actos  culturales.
Hoy asistirían Julio e Hilario a una ponencia en el Aula Magna de la Facultad de Derecho. La introducción la haría la Doctora en Antropología por la Universidad de Chicago, Sherry Ortner.
La ponencia se basaba en el paralelismo de la filosofía y las matemáticas a la vez que se relacionarían dichas materias con otras ciencias, antropología, sociología e incluso la estrecha relación del arte y la ciencia.
La Dra. Ortner saludó en inglés se excusó por no hablar español, mientras que un antropólogo bilingüe, micrófono en mano traducía del inglés al castellano las palabras de su colega,  después de cada pausa que hacía la ínclita intelectual, y así se desarrolló el discurso:
—Margaret Smith, pasó en la Polinesia, gran parte de su juventud, como antropóloga, científica y escritora supo relacionar diferentes áreas del conocimiento humano, dichas áreas según Smith, forman parte de un todo, aunque los atavismos, las tradiciones y las costumbres de cada pueblo sean diferentes…
Dio una charla de unos quince minutos, empezó a interrelacionar a Descartes con Kant, a Karl Marx con Nietzsche, continuó hablando del filósofo y matemático Alfred North Whitehead y de sus teorías acerca de la metafísica de la naturaleza, metió en el mismo saco a la pintura, la escultura y se extendió hasta la medicina. Expuso sus teorías antropológicas. Y finalizó con un homenaje a Bertrand Rusell, fallecido ese mismo año.
Fue despedida con grandes aplausos, y el profesor Aranguren continuó con la ponencia; empezaron a intervenir por turnos, filósofos, físicos, matemáticos, médicos y doctores en Bellas Artes.
La asistencia a este tipo de eventos a Julio y a Hilario les parecía sublime. Máxime cuando ellos también intervenían, discutían con otros jóvenes intelectuales y aprendían lo que quizá cursando cada uno de ellos una nueva carrera universitaria, no hubieran logrado aprender. De cualquier manera, en la mente de ambos y sin haberlo comentado nunca, rondaba la idea de hacerse doctores cada uno en su especialidad, catedráticos de universidad, e incluso estudiar una segunda carrera.
Por la tarde continuaron con más clases, pero ya cada cual en un sitio diferente. Hilario en la biblioteca de Filosofía y Julio en la de Exactas, los dos tenían que tomar apuntes de los libros de sendas bibliotecas. Los temas que les ocupaban, en otros lugares no los encontrarían.
Hilario continúo estudiando hasta las doce de la noche, Julio hasta la misma hora aproximadamente.

 Se levantó temprano, como venía haciendo habitualmente. A las siete de la mañana había mecanografiado en su máquina Olivetti el borrador de su futura tesis filosófica, que tendría que presentar al Rector de Filosofía a las doce. Tomó un café largo, corrigió la tesis, y fue caminando hasta  la facultad. El Rector, la ojeó por encima y le dijo: pásate por aquí el lunes, he de leerla atentamente y quizá te haga algunas  sugerencias. Desayunó en la facultad, café con leche y una palmera. Se encaminó hacia el S. Juan Evangelista y pensó en Jean, no había tenido tiempo de verla. Sabía que se marchó enfadada de su habitación, y ni siquiera había dispuesto de diez minutos para llamarla. Pensó en su familia, en su madre, en la extraña conversación telefónica  mantenida con Encarna, en la oferta de profesor en Barcelona, en las charlas de la Universidad  Pompeu Fabra. Sintió frio, el día estaba nublado, se puso la capucha de la trenca azul marino, miró al cielo y pensó… tiene pinta de nevar ¡Cómo ha cambiado la temperatura en pocos días!, se frotó las manos, las tenía enrojecidas.
Casi temblando entró en la cafetería del Colegio Mayor, y agradeció la estufa encendida. La calefacción la habían quitado el primero de abril, se suponía que estábamos en primavera.
—Buenos días Manolo, un cortado sin azúcar, por favor.
—Buenas Hilario, traemos frío ¡eh! Hoy nieva, te lo digo yo, típico de Madrid, días de calor, un poco de lluvia y casi siempre en abril o mayo una buena nevada. Aquí no hay primavera.
Hilario se sonrió. Le pareció escuchar una voz conocida, se giró y se encontró con Fuster el internista, que charlaba animosamente con un compañero. Fuster le saludó con la cabeza. Hilario le devolvió el saludo. En ese instante entró Marga en la cafetería, fue derecha hacia el médico y al amigo desconocido, ignoró a Hilario, besó a los dos hombres, pidió un café y empezó a coquetear claramente con Fuster. Haciéndose la despistada saludó a Hilario a lo lejos con una mano, Hilario le devolvió el saludo con un guiño.
Hilario pagó su café y pensó: más vale que estudie…
Ya en la habitación, se puso un jersey de lana gorda confeccionado por Encarna y se enfrascó en sus estudios. Media hora después llamaron a la puerta.
—Ni siquiera saludas por lo que veo.
—Marga te he saludado, te he hecho una seña, no quería interrumpir la conversación con tus amigos.
—Pues… me he estado morreando con Fuster.
—No me extraña, ya he visto como coqueteabais.
— ¿Celoso?
—No, Marga en absoluto, es tu vida y tu camino, tú sabrás lo que quieres.
— ¡No tienes sangre en las venas! ¿No te molesta que me morree con cualquiera en tus narices?
—No me molesta, ni me encela, yo te quiero y el amor es otra cosa, pero si quieres estar con Fuster o con quien sea, es tu vida Marga. No me molesta, no me da celos, me duele profundamente porque te quiero…
—Se desnudaron con prisa; hicieron el amor en extrañas posturas, encima del escritorio arrugando los apuntes de Hilario, en el lavabo, se la llevó a la cama amarrada a su cintura que Marga rodeaba desesperadamente con sus piernas, sentados en la pequeña silla infantil del dormitorio, de pie contra la pared, cogiéndola a pulso Hilario y retorciéndole con la mano izquierda los senos, acabaron como siempre extenuados. No se dijeron un te quiero, ni una palabra soez, como le gustaba a Hilario decirla, Marga se quedó dormida, e Hilario pensó…
—En quince, veinte días me marcho, lo más probable es que me ordene sacerdote, que en julio vaya a la Universidad de la Ciudad Condal, que en septiembre empiece como profesor. La quiero…
Y hecho un mar de dudas se durmió.

 El día quince de abril a la 11:30 horas llamaron a la puerta de Encarna. Aparecieron Lourdes y Lawrence. Lourdes abrazó fuertemente a su madre y Encarna le devolvió el abrazo, se desasió del mismo, empujó hacia atrás suavemente a su hija la cogió de las dos manos para  contemplarla de arriba abajo y exclamó: ¡estás guapísima! — Lourdes sonrió abiertamente— y le presentó a su compañero.
—Mamá, Lawrence. Lawrence, mamá Encarna.
—Nice to meet you Mam, —dijo Lawrence dándole un beso.
—Pues mira, no sé qué dices, pero yo también.
—Mamá, ya os iréis entendiendo…
—Venid, venid quiero que Lawrence conozca la casa, dormiréis en el cuarto de los niños, tienen cama de matrimonio y estaréis más cómodos. Vamos a la cocina voy preparar una paella que os vais a chupar los dedos, sentaos, siéntate Lawrence. ¿Queréis un vinito  con unas  almendricas? Vamos hombre inglés, que estás en tu casa, bebe vino sin miedo.
Lawrence, sonreía, por los gestos vivos de Encarna entendía la conversación y de vez en cuando, y a pesar de sus treinta y nueve años cumplidos se le subían los colores.
— ¿Cuándo viene papá, Miguel y los nenes?
—Estarán al caer, tu padre y Miguel como saben que veníais han pedido permiso y saldrán antes del trabajo. Y a los mellizos les quiero dar la sorpresa.
Entraron en la casa Jesús y Onofre peleándose como hacían de costumbre, dejaron las carteras tiradas y fueron a la cocina.
— ¡Olé, olé, Lourdes y el inglés! dijo Jesús, y Onofre fue corriendo hacía su hermana se abrazó a ella y detrás como si Onofre se la fuera a quitar, Jesús se abrazó también a Lourdes y empezó a empujar a su hermano, miraron con curiosidad a Lawrence y dijeron al unísono:
— ¡Es un abuelo! Y apostilló Jesús, y tiene pinta “pringao.”
Encarna les regañó, Y los chiquillos contestaron: pero si no se entera, no habla español.
—Déjalos mamá, no les regañes Lawrence tiene mucha psicología, no se enfadaría aunque les entendiera y además, como ves, y Lourdes se señaló su vientre, el que venga ¡a saber cómo nos sale de travieso!, venid chicos.
Y  Lourdes les entregó a cada uno una bolsa de tela con dibujos de Snoopy, los chavales abrieron los regalos y empezaron a exclamar: ¡un coche teledirigido! ¡Hala!, una cabina de teléfono roja de esas que salen en las “pelis”. Mira Onofre cuantos chocolates tengo yo, y Onofre dijo y yo también, mira, mira un librito en inglés dijo Jesús, andá yo tengo otro pero el mío viene en inglés y en español, a ver… ¡Ah! Pues el mío también. Seguro que lo del librito ha sido idea del abuelo, dijo Jesús. Los regalos que había dentro de las bolsas de los mellizos eran iguales, Lourdes sabía lo diablos que eran y los compró así para evitar peleas. Los niños entusiasmados empezaron a comer chocolatinas, se las metían en la boca de dos en dos, de tres, en tres, tiraban los envoltorios al suelo y les daban un puntapié. Encarna con gesto adusto les espetó: dejad de comer chocolate que hoy tenemos paella, y de un manotazo les quitó las golosinas a los chavales, a continuación y dándoles una simbólica nalgada: dadles las gracias y un beso a Lourdes y a Lawrence. Los mellizos al unísono, ¡al abuelo también!
Comieron la paella en la cocina, Eduardo, Miguel, Encarna; Lawrence, Lourdes y los mellizos.
—Very good  thank you Maamm… Very good paela espanola, bueno vino.
Los mellizos se partían las tripas a reír ¡este tío es tonto!
Comieron y bebieron, Lourdes iba traduciendo en una y otra dirección y a los postres dijo:
—Padres, Lawrence y yo os hemos hecho un regalo, espero que nos lo aceptéis, el mes de julio papá estará de vacaciones, y entregándole un sobre a su madre dijo: un crucero por el Mediterráneo mamá.
Encarna no reaccionaba, Eduardo menos, al final.
—Gracias hijos pero ni tu padre ni yo conocemos el mar, a esas cosas van señores importantes bien vestidos y con cultura y nosotros solo conocemos Montaña… y Albacete.
—Así conocerán el mar, por la ropa no te preocupes madre, les llegará a padre y a ti un paquete que ya hemos enviado desde Londres con todo lo necesario para el crucero, y Lawrence les ha hecho una transferencia bancaria para lo que necesiten.
Eduardo acarició la mano de su mujer, aunque seguían sin hablarse, se dirigió a Lawrence y le dijo: “Zequió”  inglés.
—Nara, ¿Nada Lourdes?
Dijo interrogando a su compañera
— It’s a pleasure, —movió la mano derecha como si espantara rápidamente una mosca y continuó.
— “Ancantado.”
 Se despertaron juntos, se ducharon a la vez, Hilario enjabonó el cuerpo de Marga, ella se dejaba hacer. Hilario había encendido la radio y sonaba una de sus músicas favoritas. La ópera “Alcina” de Haëndel, la voz de Joan Sutherland cantando el aria “Ah! Mio cor!” se le antojaba uno de los mayores placeres que se podían experimentar. Hilario salió del baño cual poseso, puso la música a todo volumen y le dijo a su Jean.
— ¿Te gusta? Espero que sí. Haëndel componía para dioses como tú y yo.
—Pues me gusta la voz, pero no sé lo que está cantando…
— ¿No? lo sabrás enseguida.
 Hilario en una especie de éxtasis y metido de lleno en el acto segundo de “Alcina” le demostró a su Jean lo que para él suponía la ópera, especialmente cantada por Joan Sutherland. Tomó a su amada a toda prisa, después lentamente. La azotó con el cinturón de su pantalón vaquero por todas partes, le dejó marcas en las nalgas y en los senos, la mordió y la insultó, abofeteó suavemente sus mejillas en un Nirvana que Marga un tanto asustada no podía entender. Hilario siguió con su ritual violento, místico y, con una clara  depravación sexual, tomó el cepillo del pelo de encima del lavabo, lo introdujo a la fuerza en el sexo de Marga y a la vez metió su pene en el ano de su enamorada y eyaculó con grandes aspavientos murmurando.
— Ahora sabrás lo que es la buena música y me importa poco si has disfrutado o no y si  te he hecho daño, y empleando tus delicadas palabras ¡te jodes, guarra!
Margarita dijo llorando.
— ¡Estás loco!, estoy ensangrentada por todas partes, esto ya no me gusta. Y sí, he disfrutado y mucho, pero estamos llegando a extremos, nos vamos a matar, aunque yo nunca te hago nada violento.
—Físicamente nunca, verbalmente sí, pero eso ahora no me importa y no nos vamos a matar, sé donde tengo que pararme y tú también, así que cierra la ducha, hemos inundado la habitación, y ahora, curaré las heridas que te he infligido debido a tu comportamiento de muchacha díscola.
—Hilario, no es de recibo, he tenido amantes, tú no, según me cuentas, pero nunca me  ha ocurrido algo así.
— ¿No, cerda?, pues más que te va a ocurrir conmigo, disfrutas como una gorrina, tanto o más qué yo.
— ¿No se deberá lo acontecido a los celos?
—Jamás entraré en esa espiral de celos que me propones, no va con mi personalidad ni con mi manera de entender el mundo. La celopatía es una grave enfermedad, la cópula, la sodomización, el sexo violento, y dentro de un contexto,  consentido  por ambas partes es saludable, libera energía y hace que dos personas permanezcan en perfecta comunión.
—Pero yo no te he consentido nada, me has forzado, me has herido, violado…
—Marga, por favor, me lo estabas pidiendo con la mirada y  lo sabes, quieres vivir el amor a tope y yo también, has gozado como una enana, yo nunca forzaría ni a ti ni a nadie, no seas hipócrita, sé que el primer hombre que te ha sodomizado soy yo, que te has acostado con muchos, y que pocos te han dejado satisfecha. No me considero un buen amante, ni tan siquiera sé lo que soy, pero siempre me preocupo como es lógico más de ti que de mí y hoy día trece ha pasado lo que ha pasado. Mañana catorce de abril y día de la República ya veremos lo que ocurre. Tengo una cassette con toda la obra de Haëndel, escuchémosla.
—Te quiero.
—Yo también Jean.
 El domingo Magdalena telefoneó a su hermano Hilario.
—Hilario.
—Magdalena, ¿dónde estás?
—En Madrid, acabo de llegar con la compañía de teatro y esta tarde actuaremos, si tienes tiempo me gustaría que vinieras a verme, estamos haciendo una gira, hoy debutamos en el teatro Español, y “La discreta enamorada” la estrenaremos a las siete de la tarde. No sabes Hilario lo contenta que estoy.
—Por supuesto hermana, iré a ver tu obra, probablemente vaya con una amiga del Colegio Mayor. El problema son las entradas, no sabía que debutabas hoy en Madrid y es posible que me sea difícil conseguirlas.
—No te preocupes acercaos quince minutos antes y yo misma os proporcionaré un par de entradas.
—De acuerdo Magdalena nos vemos, un beso.
—Otro para ti.
Hilario se lo comunicó a Margarita.
—Pues no sé si podré ir a ver a tu hermana, precisamente hoy actúa en el S. Juan Lluis Llach, y aunque se han acabado las entradas, intentaré conseguir una a través de una amiga.
—Como te parezca, niña, pero yo iré a ver a mi hermana, hace mucho que no charlamos  personalmente.
—Bueno, pues voy contigo y así la conozco.
A las siete menos cuarto Margarita e Hilario estaban en la puerta principal del Español. Hilario presentó a su hermana a Margarita.
Vieron la obra, aplaudieron, y a la salida del teatro se fueron al bar más cercano con la compañía “El Cabañal” a tomar unas tapas.
Margarita observaba descaradamente a Magdalena, pensó para sí, ¡cómo se parecen los dos!
Y tomó cierta inquina o más bien celos de Magdalena. Le pareció elegante, tenía el mismo porte que Hilario, casi eran de la misma estatura y le molestaba que los hermanos no pararan de reírse. Marga se sintió al margen y pensó:
—Y yo que soy, la barragana, estos idiotas de pueblo me están ignorando. Se creerán importantes los paletos, que por mucho estilo que tengan, no dejan de ser de una aldeuca manchega y de repente se hacen los intelectuales. Y yo, Margarita Pío, hija del Consejero Delegado de la Banca más importante de España, educada en Suiza, hablando cuatro idiomas, a punto de terminar medicina e irme a estudiar Neurología a la Sorbona, soportando a estos advenedizos que provienen de una familia inculta y que se quitan el hambre a bofetadas.
Así que en un impulso Margarita dijo: me voy, cogió su bolso y salió llorando de la tasca.
— ¿Qué le ocurre a tu amiga?
—No sé Magda, perdóname, mañana te llamo, me ha encantado la obra, perdona Magda.
Hilario fue corriendo tras Margarita y preocupado le dijo:
— ¿Qué te pasa?
—Nada, que si pinto menos que la Tomasa en los títeres ¿para qué me traes?
—Pero ¿de qué hablas?
—No, que no me hacíais ni caso, estabais a lo vuestro y ya está.
—Hablábamos de teatro, a ti te gusta, te hemos preguntado varias veces y ni tan siquiera has contestado.
Hilario la abrazó, vamos Jean, vamos, no llores apoya tu cabeza en mi hombro, no llores mi amor, estás cansada.
Hilario sabía perfectamente lo que le ocurría a su Jean, era una celosa empedernida, una niña bien, mimada; y era consciente de que tanto Margarita como él intuían una separación en breve. Hilario estaba enamorado de ella y siempre lo estaría. Marga podría tener sus defectos pero era una excelente persona y le quería. Hilario se tragó las lágrimas. ¿Cómo y cuándo iba a decirle a Marga que no estaba dispuesto a renunciar a su carrera?, que se iría a Barcelona y que le encantaría colgar los hábitos y casarse con su Jean, cuando fuera alguien, cuando pudiera presentarse delante de su familia que vivían en un chalet del Viso y decirle al banquero, soy catedrático de la Universidad de Columbia y quiero a su hija. ¿Cuántos años tendría que esperar Marga para eso? Máxime teniendo en cuenta, y nunca se lo había dicho ni se lo diría a su amada, que Margarita era seis años mayor que él.

Al día siguiente Encarna se acercó temprano a por el pan. Y en la panadería.
—Buenos días Encarna.
—Buenos días nos de Dios, Engracia.
—Encarna, me han dicho que ha venido Lourdes con su marido. Quizás no sea el momento, pero me gustaría verla, si quieres les dices que se pasen por mi casa esta tarde.
—Difícil lo veo, se marchan mañana temprano, pero de todas formas, se lo diré.
—Adiós, mujer.
—Adiós, Engracia.
Cuando Encarna llegó a casa, ya se habían marchado todos a sus quehaceres cotidianos, todos menos Lourdes y Lawrence.
—Bueenoss días Maam, Encarna.
—Buenos días, Lawrence, y ¿Lourdes?
—Lawrence señaló el dormitorio.
Lourdes estaba haciendo la maleta, y sonrió a su madre.
A la  hora del almuerzo se reunieron todos en la cocina. Al terminar la comida, Eduardo y Miguel, regresaron al trabajo y los chiquillos se fueron al colegio.
—Lourdes, he visto a Engracia esta mañana y me ha dicho que, si queréis, vayáis esta tarde a su casa. Yo os esperaré aquí;  tengo que zurcir unas sábanas y…
—Mamá ¿no vas a venir con nosotros?  Y dirigiéndose a Lawrence dijo: Engracia  is the best friend of mama, really she belongs to the family.
—Lawrence dijo: I see…
Y Encarna haciendo de tripas corazón les acompañó a casa de su ex amiga.
—Lourditas, hija estás preciosa y tú Lawrence ¿cómo estás? encantada muchacho.
Os he preparado unas pastas, probad un poco de vino dulce, o si preferís café; lo preparo en un momento.
—“Ancantado Engracia, a ablado very mucho de tú”, Lourdes.
—Engracia dijo, un momento, se dirigió a su pequeño taller de costura y volvió con dos faldones para recién nacido, bordados primorosamente.
— ¡Qué bonitos, Engracia! ¡Qué manos tienes!, esto no lo encuentro en Londres ni borracha.
— Mucho “belo”, — dijo Lawrence.
Y a Encarna le resbalaron dos lágrimas, una al imaginar cómo sería su primer nieto y la segunda al darse cuenta de que Engracia y ella eran como hermanas.

 La semana la pasó Hilario estudiando a tope. Por las noches, tenía pesadillas que se  entremezclaban con matemáticas, filosofía, Marga, “el pueblo de las tres mentiras”. Soñaba con monstruos con cabeza de ángeles, cerdos que le devoraban, y con su madre muerta. Se despertaba empapado en sudor, y le costaba conciliar de nuevo el sueño.
Margarita y él dormían todas las noches juntos, y la muchacha se sobresaltaba cuando Hilario despertaba de sus malos sueños con un fuerte grito.
El viernes diecinueve de abril el Rector de Filosofía de la Complutense le llamó al S. Juan Evangelista para darle ánimos y decirle que siguiera en ese camino, que su tesis era redonda.
La mañana del sábado Hilario pensó que ya era tiempo de que Margarita y él hablaran claramente. Pensó en Encarna, se alegró de que su madre y Engracia continuaran la amistad, de que Lourdes y su compañero hubieran estado en el pueblo, y de que el potentado de Lawrence hubiera regalado a sus padres un viaje. Ya era hora de que Encarna y Eduardo disfrutaran de la vida.
Se entretenía en estos pensamientos porque no sabía cómo abordar la conversación con Marga, se armó de valor y:
—Marga, siéntate a mi lado. Tengo un buen expediente académico, deseo continuar mis estudios. El quince de mayo me ordenaré sacerdote. En julio me iré a una facultad de Barcelona, me han becado. En septiembre impartiré clases en dos colegios de la Ciudad Condal, me alquilaré un estudio y viviré solo, quiero hacer el doctorado. Y tú Jean, termina la única asignatura que te queda para acabar medicina. Vete en agosto a Paris y estudia en la Sorbona, sé que eres inteligente y serás una buena neuróloga, tus padres estarán orgullosos de ti. Tu y yo nos seguiremos viendo, si mis honorarios me lo permiten iré a visitarte a París, y de paso montaré en avión, nunca lo he hecho. Iré a verte si tú lo deseas y no te has echado novio.
Te quiero mucho Margarita. Nuestros caminos son divergentes. Nunca se sabe las vueltas que da la vida, a veces fantaseo con un futuro a tu lado, imagino que dejó el sacerdocio y que nos casamos. Pero eso sería pedirte un gran sacrificio, tendrías que esperar durante mucho tiempo y no te mereces eso. Te quiero mucho, mucho Jean, pero te quiero libre y feliz.
— ¡Cago en putas Hilario!—dijo Margarita llorando—.Yo también te quiero, no te hagas cura, termino medicina en un par de meses. Y no continúo con la especialidad.  Quédate en Madrid, puedes hacer el doctorado aquí y a la vez buscarte algún colegio para impartir clases, además papá nos ayudaría.
—No es tan fácil trabajar en un colegio a no ser que vayas recomendado u oposites y ya te he dicho que quiero hacer el doctorado y cuando oposite será para catedrático de Universidad, en cuanto a lo que dices de tu padre, te lo agradezco Marga, pero piénsalo, tu familia no me aceptaría y tú y yo acabaríamos teniendo una relación terrible.
Margarita llorando y gritando
— ¡Nada me sale bien!—Puta parió, cojones, me cago en Dios y en la Santísima Virgen, la hostia, la marrana Biblia, coño, joder, los huevos.
Y Margarita seguía diciendo improperios, llorando y gritando. Hilario la abrazó y la besó en la frente.
—Margarita tienes muchas cosas a tu favor; eres inteligente, guapa, culta, perteneces a una familia que te adora, y que pueden proporcionarte estudios en las mejores universidades del mundo y además, nunca se sabe, quizá, algún día, acabaremos juntos, pero no quiero que me esperes, haz tu vida, relaciónate, y de momento ya te he dicho, nos seguiremos viendo, si te apetece.
Margarita lloraba y lloraba. El hombre también pero hacia dentro, de repente se le ocurrió a Hilario:
—Marga ¿forma parte del decálogo de los “progres” decir tantos tacos?, porque tienes un buen repertorio.
— Y ¿forma parte de la idiosincrasia de los curas, enamorar, la violencia en la cama y las obscenidades que me sueles decir sin cortarte un pelo?
—Llevas razón, no sé de qué forman parte las obscenidades que te digo y mi euforia apasionada contigo en la cama.  Solo creo que soy natural, que me comporto sin ningún tipo de represión, que por lo que sea, no tengo vergüenza cuando estamos juntos y que expreso mi amor y mis deseos como mejor sé, para proporcionarte placer a ti, todo el que he sabido darte y sinceramente, para disfrutar también yo de tu cuerpo, de tu alma, de mi alma y de mi cuerpo.
Margarita, estaba hecha un lío, aunque sabía que esto era el final de su historia con Hilario. Se enjugó las lágrimas y se abrazaron. Y dijo Hilario:
—Ahora voy a enseñarte unos cuantos improperios que puedes soltar cuando vayas a esas recepciones de Embajadas a las que sueles asistir con tus padres.
— ¡Hilario!
—Le cortó Margarita, ¡Uno!, ¡Uno! dime tan solo un taco que yo no me sepa.
— ¿Sólo uno?
—Solo uno, Hilario.
E Hilario mirando fijamente a Margarita puso su boca en forma de O, completamente redonda, y sacando la voz desde el pecho cual barítono dijo:
—SHOOOOOOOOOMINO.
Y estallaron los dos en una carcajada conjunta.

Transcurría el mes de abril, con lluvias, vientos, fríos, y calurosos días. El Paseo de la Castellana se engalanó con sus plátanos de nuevas hojas reverdecidas. La ciudad universitaria madrileña estaba repleta de malos estudiantes que a última hora, y con los exámenes de junio encima se esforzaban en terminar los cursos, aunque fuera con un cinco “pelao”. En la biblioteca de la calle Quintana no había manera de entrar, así que muchos universitarios decidían tomar sus apuntes en el café Viena, pedir un té con leche y pasar allí la tarde. Otros lo hacían en la pensión, con la patrona dándoles la lata y diciendo: es hora de cenar, a las nueve me retiro y quiero que las luces se apaguen antes de las doce, los flexos que utilizáis  gastan mucho, y para la miseria que me pagáis. Los más afortunados estudiaban en las habitaciones de los Colegios Mayores. La Biblioteca Nacional, era lugar privilegiado para unos cuantos, y también estaba abarrotada. Más suerte tenían los madrileños que vivían con sus padres y podían afanarse en el estudio en sus casas, aunque envidiando a los chicos de provincias, que estaban menos controlados por las familias, más metidos en los movimientos sociales que se cocían por aquel entonces, y más libres para ligar.
Marcelino Camacho estaba de nuevo en la cárcel de Carabanchel, y las manifestaciones de obreros y estudiantes se sucedían día tras día.
Era la época de los tecnócratas en el gobierno franquista, y parecía que algo de apertura se vislumbraba en el ambiente.
Hilario y Marga permanecían juntos, estudiaban en el mismo cuarto, cogidos de la mano, y de vez en cuando, para tomar apuntes, o simplemente por la postura forzada se olvidaban de sus amorosas manitas.
Concentrados y en silencio, no se miraban ni hablaban hasta las nueve, cuando iban a cenar a la cafetería, y Manolo sin preguntar les servía un sándwich  mixto, un vaso de agua y una pieza de fruta. Después dos cafés dobles, solos, bien cargados, para que pudieran estudiar hasta media noche.

Iban pasando los días, el mes de abril finalizaba, en Montaña de las Aguas Claras. Eduardo y Encarna seguían sin dirigirse la palabra, hasta dormían en habitaciones separadas. Miguel se estaba hartando de vivir con sus padres ante la situación tensa que se respiraba en el hogar. A los mellizos sólo les atendía Miguel, poco acostumbrado a ayudar a nadie, y cansado de la mala educación de sus hermanos pequeños; así que un buen día y a la desesperada dijo:
—Padre, madre, me han ofrecido un trabajo en Albacete, si me aceptan empezaré a trabajar allí la próxima semana, se trata de un taller de motos, y me gustaría labrarme un oficio y no ser tan dependiente de la familia de Mari Loli. Si se me da bien, para el próximo año Mari Loli y yo nos casaremos y viviremos allí. Mañana mismo iré a hablar con el jefe del taller, y si soy de su agrado, ya saben; para Albacete. Vendría a visitar a mi novia y a ustedes los fines de Semana.
Eduardo y Encarna no se lo esperaban, se miraron de reojo y…
—Bien  Miguel, bien dijo Eduardo, si eso va a ser bueno para ti me alegro. Mañana me cuentas.
— ¡Miguel!, a ti siempre te ha gustado el pueblo, la vida tranquila, lo de los ultramarinos, es cómodo, “los churretas” están bien situados, y empezar ahora un nuevo oficio de mecánico me parece un poco complicado.
— ¡Madre, déjeme tranquilo!
—Por supuesto hijo, solo era una opinión, haz lo que te parezca y como dice tu padre. Mañana me cuentas.

Y llegó el Día del Trabajo. Primero de mayo. Llegaban autobuses a Madrid procedentes de toda España para presenciar las demostraciones sindicales que el gobierno franquista exhibía año tras año.
Margarita e Hilario fueron al cine a ver “Dos hombres y un destino”. A la salida del cine le dijo Hilario a Marga.
—Te invito a cenar en ese “chino nuevo” que han abierto en Alberto Aguilera.
—Vale.
Una vez en el restaurante y entre rollitos de primavera y arroz tres delicias comentaron la película.
— ¡Qué escena la de Katharine Ross y Paul Newman montados en la bici, y el Newman silbando: Rain drops keep falling on my head...! ¡Con ese me casaba ahora mismo!
—La banda sonora es una maravilla, la actuación de Newman y Redford fantástica y George Roy Hill ¿qué quieres? Tocado por el dedo de Dios.
—Me he aficionado al cine contigo, no me gustaba, pero le he cogido el tranquillo.
—Por cierto, ¿has estado alguna vez en el Real?
—No Marga no. No soy de posibles como tú, aunque me encantaría, ya sabes que a mí me gusta la ópera…
Entonces, Margarita cayó en que se lo había puesto en bandeja, y en los cerebros de ambos sonaba la música de Händel, la voz de Joan Sutherland cantando el acto segundo de la ópera Alcina. Con el aria Ah! Mio cor!
Hilario la miró fijamente a los ojos, ella le mantuvo la mirada. Hilario se quitó un zapato y sin dejar de mirarla colocó su pie en la entrepierna de Jean, Marga se ruborizó. Hilario hizo un gesto al camarero para pedirle la cuenta. Pagó apresuradamente, y en el “Chino” de Alberto Aguilera dejaron abandonados los rollitos de primavera, la ternera en salsa de ostras y la botella de vino rosado.
Se besaban sin pudor. Hilario la iba conduciendo hacía el parque del Oeste, y allí entre la yerba alta de mayo y ajenos a las miradas de algunos ciudadanos, que paseaban aprovechando los últimos rayos de sol del día de fiesta, repitieron la escena de la ducha de la habitación del S. Juan Evangelista, aunque sin golpes de cinturón ni cepillo del pelo, pero con la celestial voz de Joan Sutherland resonando en sus oídos y la misma violencia y pasión que emplearon en el dormitorio de Hilario.

 El diez de mayo del 70, Hilario recogió sus cosas de la habitación del Colegio Mayor. Hizo la maleta, y en un  macuto que se había comprado en el Rastro, metió todos los libros adquiridos en Madrid. Estaba solo en el cuarto y lloraba a lágrima viva. Por la tarde partiría en tren a Almansa acompañado de Julio.
A las doce apareció Margarita.
—Ya has recogido todo, pensaba ayudarte.
—Gracias Marga, he madrugado.
—Esta tarde os llevaré a Julio y a ti a la estación.
—No Marga, prefiero ir por mi cuenta, no me gustan las despedidas.
Se abrazaron, hicieron el amor de una manera tierna, no se despidieron, se intercambiaron los teléfonos. Marga el del apartamento que compartiría a partir del mes de julio con una amiga en París, e Hilario el del estudio que ya había apalabrado con su futura casera de Barcelona.
Hilario viviría en Vía Layetana.
Marga le dijo, escríbeme pronto, él contestó no te preocupes lo haré.
Julio e Hilario se subieron al tren poco antes de que se pusiera en marcha. Hilario se hizo el dormido y Julio, mirándole por el rabillo del ojo de vez en cuando, se puso a leer.
Llegaron a Almansa. Les recibieron los curas, cenaron frugalmente y se fueron a la cama.

 El día siguiente discurrió  como era habitual en el Seminario. Los novicios con sus obligaciones cotidianas. Y a los futuros sacerdotes, les apartaron a las seis de la tarde, a fin de prepararlos para el Orden Sagrado. El día quince se celebraría la ceremonia y se ordenarían entre otros: José el cordobés, Julio, Emilio, Fabián el hipócrita e Hilario Pedraza.
Hablaron con los padres, les fueron explicando cómo sería la citada ceremonia, les confesaron uno por uno, comulgaron. Leyeron Los Santos Evangelios y se retiraron a dormir temprano.
Así durante cuatro días hasta alcanzar el tan ansiado sacerdocio.

 Miguel consiguió trabajo en Albacete, en el taller de motos. Estaba contento con su patrón, era un hombre gordo y afable. Le enseñaba pacientemente el oficio y Miguel aprendía rápido, le gustaba aquella profesión. Alguna tarde que otra se acercaba a ver a Llanitos al internado y charlaban y reían un rato. Los fines de semana cogía un autobús e iba a visitar a Mari Loli, que siempre le esperaba con una sonrisa y los brazos abiertos. Comía en casa de sus futuros suegros, y a la hora de la cena marchaba a la de sus padres. Los domingos almorzaba siempre con “los churretas”, y nada más terminar la comida regresaba a Albacete.
Al día siguiente Eduardo no fue a trabajar. No se sentía bien y permaneció en cama todo el día. Encarna ni tan siquiera pasó por la habitación de su marido. A las nueve de la noche Eduardo fue a la cocina donde ella estaba cenando un huevo pasado por agua y le dijo:
—Encarna quiero hablar contigo. Llevamos dos meses sin dirigirnos la palabra, nos hemos pasado prácticamente toda la vida juntos, sé que he sido injusto contigo. Que no soy ni he sido nunca el hombre que a ti te hubiera gustado que fuera, que esto no tiene arreglo, pero ahora te pido por favor, que no tires la toalla, que no me abandones, que yo solo no me apaño, ya sé que soy egoísta y rudo, eso es todo cuanto te quería decir, ¡ah, sí! que nunca me he acostado con otra. Que lo que te dije de Engracia, no es cierto. Que en una o dos ocasiones, hace años ya, me fui de putas. Y en cuanto a las mujeres, es verdad que lo he intentado con medio pueblo, pero no he recibido más que bofetadas por parte de las mozas, y que a traición y como mucho les he tocado “el conejo”.
Encarna le miró con desprecio, se comió lentamente su huevo pasado por agua se tomó un vaso de leche fría y le contestó:
—Irse de putas no es acostarte con mujeres, ¿qué es, pues? ¿acostarte con cabras?, y toquetear a traición, por el hecho de considerarte poderoso con tu tricornio también es lícito ¿verdad?, no te esfuerces Eduardo. Y Encarna se fue a dormir. 

Margarita decidió ir a cenar a casa de sus padres. Estaba deprimida, e intentaba estudiar pero, no se concentraba, así es que pensó; me voy para “El Viso” ya. Así charlo un rato con Lala, antes de la cena. Cogió el Seat seiscientos y a las cinco y media, estaba aparcando en el garaje de su casa. La verja del jardín estaba entreabierta, la empujó, atravesó el cuidado césped, saludó al jardinero y se dirigió a la puerta principal. Llamó al timbre y Lala,  abrió.
—Neniña, ¡Marga!
Y Lala la abrazó con fuerza. Lala era como su segunda madre, la dejaron en sus brazos cuando Margarita tenía cinco meses, y crió a ella y a su hermana Alicia, dos años menor que Margarita, hasta que a la edad de nueve años de Marga, y siete que contaba Alicia, los padres de ambas decidieron enviarlas a estudiar a un internado en Suiza.
Regresaban a Madrid por Navidades. Durante la Semana Santa; Ricardo y Alicia, los padres de las niñas iban a visitarlas a Suiza, se interesaban en cómo se desarrollaban los estudios de las pequeñas; y marchaban a esquiar los cuatro a los Alpes. Durante esos diez días, Lala tomaba el tren y pasaba la Pascua Florida con los suyos, en la Aldea de Galicia lindando con Asturias donde naciera, un pequeño pueblecito a orillas del mar.
Esas eran todas las vacaciones que disfrutaba Lala “la tata,” como la llamaban las niñas.
Los meses de julio y agosto la familia vacacionaba en la casa que poseían en Fuenterrabía, siempre con “la tata”, para que cuidara de Marga y Alicia.
Ricardo, el padre de las muchachas, se estaba haciendo construir un chalet en Marbella, pues consideraba, que las Vascongadas ya no eran seguras y a partir de ahora veranearían en el sur.
— ¿Dónde está mamá?
—En un té de caridad. No creo que tarde.
—Y ¿papá?
— ¡Pobriño!, siempre trabayandu.
—Cuéntame, cúentame neniña… ¿teñes fame?
—No tata. Pero vamos a la cocina. En este inmenso salón me siento incomoda.
—Teñes mala cariña Margarita, dile a tu tata… ¿mal de homes?
Y Margarita se abrazó a Lala, comenzó a llorar, le contó todo lo que le ocurría y le dijo.
—No se lo digas a mamá.
—Tranquila neniña ¡con ese corpiño tan xeitoso y con mal de amores! Te prepara la tata una tila.
—Si Lala, gracias. ¿Sabes algo de Alicia? Claru, estuvo en casa hace cosa de un mes llámote a la residencia pero no te encontró, fuerun la Sra. y ella allá a la tu residencia y tampoco vieronte, les dijeron que marchaste para la sierra con unos amigos.
—Y ¿cómo está mi hermana?
— Bien, neniña bien, peru si te digo la verdad poco vila, marchó con los amigos a una fiesta y a otra y paró pocu por aquí, aunque; si escuché decir al Sr. que, como mi Aliciña, terminó los estudios allá en Suiza. Después de las vacaciones en Marbella, regresaría a Madrid a dirigir la Fundación de la Banca.
—No lo sabía tata.
—Claru, claru, ya te dije que no localizote.
—También podría escribirme de vez en cuando.
—Mi Aliciña es así, pero es buenona, como toda esta familia, que también es ya la mía y siempre fui querida por todus.
—Pero continuas llamando a papá y a mamá  Sr. y Sra. ¡a estas alturas tata!
—El respetu es el respetu, Margaritiña.
En eso entró Alicia y a grito “pelao” desde el vestíbulo. ¡Lala! ¡Lala!, se me ha complicado el día. Esta noche después de la cena Ricardo y yo tenemos una fiesta. Sube a mi vestidor y prepárame el traje largo azul cobalto con el bolso y los zapatos de raso negro.
—Marga miró a Lala, la sonrió de medio lado y le dijo: no sé cómo la aguantas.
—Enseguida Sra. pero venga, venga a la cocina, teñe una sorpresa.
— ¡Marga Hija! Dame un beso, tu hermana ha estado en Madrid, intentamos localizarte pero no hubo manera ¿Cómo estás? ¿has venido en taxi? porque no he visto tu seiscientos, ¡qué cabeza la mía! ¡Estoy siempre tan ocupada!  Vuelvo rápido, ¿cómo iba a verlo si no he entrado en el “garage”? He dejado el haiga mal aparcado en medio de la calle y con las llaves puestas, voy a decirle al “chaufeur” que lo meta en el “garage”, no te vayas, enseguida estoy contigo.
—Ya sé que has hablado con papá, estarás contenta, en julio a la Ciudad de la Luz. El apartamento que te ha alquilado papi es una monada, al lado de la Sorbona. Yo lo he visto, el fin de semana pasado me fui de compras a París con Cuqui y estuvimos viéndolo. Es perfecto para dos futuras neurólogas.
Y Alicia no paraba de hablar y hablar.
—Sigo con mis poemas, por cierto ¿te quedarás a cenar?
—Claro mamá.
— Ven, ven a mi cuarto, mira; es de Dior, este, de Balenciaga; el traje pantalón, de Elio; este de Pedro Rodríguez; y a ti te he traído  de París, mira hija, mira ¡qué monada!, un conjuntito de Cacharel.
—Gracias mamá, es precioso.
La cocinera filipina empezó a preparar la cena, Alicia se llevó a su hija a su despacho para enseñarle sus poemas y sus cuadros, ahora tenía un profesor de pintura a domicilio.
—Pero, cuéntame, cuéntame cosas tuyas… Por cierto, no vienes nunca por “El Club de Puerta de Hierro”, y no te vendría mal dar unas bolitas, ¿ya no te gusta el golf? me preguntan mucho por ti Chencho, Chuchi, Lilí,…, en fin todos tus amigos, a los que  por lo que me imagino ni ves. ¡Ay!  Marga desde que volviste de Suiza y te empeñaste en ir a ese San Juan Evangelista te has vuelto más rara, y no lo digo con acritud, no, no, pero a veces me pregunto ¿con qué clase de bolcheviques se codeará mi niña? ¡Huy! son las tantas, y papá aún no ha llegado. Hoy tenemos que cenar pronto, después hemos de asistir a una fiesta que dan los “Zapico”. Y mirando por la ventana del segundo piso del palacete dijo: ahí llega tu padre, asómate ¿has visto el Mercedes nuevo que se ha comprado? Las tantas, las tantas. ¡Lala! ¡Lala!, pon la mesa. Vamos al comedor, hija.
— ¡Margarita hija, qué sorpresa! Dame un beso. Ya te habrá contado tu madre que ha estado en París viendo tu apartamento.
Ricardo cogió por la cintura a su hija y se encaminaron hacia la planta baja donde estaba ubicado el comedor. Distinto a Alicia era el banquero, de derechas de toda la vida; hombre de mundo y amplia cultura, y aunque no comulgaba con las ideas sociales de Margarita, las respetaba, y eran capaces de hablar de política sin exaltarse, se interesaba por la vida amorosa de su hija a sabiendas de que Marga siempre le esquivaba, y a él le hacía gracia la manera de ser de Margarita. Y sobre todo, Ricardo quería mucho a sus dos hijas.
Cuando llegaron a la planta baja dijo Marga:
— Voy a ayudar a la tata a poner la mesa.
—Venga, dijo Ricardo.
A Alicia no le gustaba en absoluto que su hija, futura neuróloga y educada en Suiza hiciera de chacha.
—Tata, ya veo que has puesto el mantel, voy llevando los platos y los cubiertos, ahora vengo a por las copas.
—Pero, mi neniña, si yo me basto y sobro suasiña, — y beso a su neniña.
La cena fue servida por la filipina, vestida con uniforme, cofia y guantes blancos. Se sentaron a la mesa Alicia, Ricardo, Marga y “su tata”.
—Voy a arreglarme hija, no quiero llegar tarde a casa de los “Zapico”.
¡Esta madre tuya!, —dijo Ricardo sonriendo, y se quedó charlando con su hija.
 Lala hizo el amago de levantarse pero Marga le dijo:
—No tata, tú con nosotros.
 Y llegó el gran acontecimiento, a las doce del mediodía  del quince de mayo. Empezó el ritual en el Seminario de Almansa. Las familias de los diáconos que hoy se convertirían en sacerdotes, esperaban  impacientes al Obispo. Estaba todo dispuesto para el orden sagrado. El padre Jacinto, junto al padre Julián, conducían a las familias a los últimos bancos de la capilla del Seminario. Un coro de monjas con sus togas blancas y partitura en mano estaban preparadas para entonar salmos al lado del órgano que tocaría el padre Cecilio. Y una vez en la Iglesia, abarrotada por las familias de los ya casi sacerdotes, apareció el Obispo Casimiro. Los jóvenes diáconos entraron en la capilla con sus hábitos blancos. Y el obispo Casimiro comenzó su homilía:
— Hermanos en Cristo, el orden sagrado es uno de los sacramentos de la iglesia católica, consiste en la consagración de un varón al servicio de la Iglesia; la doctrina católica indica que este sacramento se confiere a aquellos que habiendo recibido la llamada de Dios, son considerados idóneos para el ministerio pastoral. El sacerdote es un mediador entre Dios y los hombres. La iglesia católica es una doctrina fundada en S. Pedro. Allí se celebra la Eucaristía, se conmemora la alianza del cuerpo y la sangre de Cristo para la remisión de nuestros pecados. Oremus hermanos,— y empezó a sonar el órgano del padre Cecilio y las bellas voces de las monjas— Señor ten piedad, señor ten piedad— y a la vez que las monjas cantaban, Casimiro con desafinación de grajo— Cristo ten piedad, Cristo ten piedad—, continuó la misa, con sus variados preámbulos.
 Los sacerdotes postrados en el suelo y boca abajo oraban. Las familias sollozaban en un susurro extraño. Y el obispo comenzó a imponer sus manos sobre las cabezas de los sacerdotes, uno por uno. Después de esto el padre Cecilio tocó una obra sacra de Bach: “La pasión según S. Mateo”. A continuación el obispo besó las manos de los ya considerados curas. Se celebró la Eucaristía, y de uno en uno y en un recogimiento profundamente espiritual, los ya padres y autorizados a celebrar la Santa Misa fueron a comulgar. Mientras el padre Cecilio y el coro de monjas interpretaban el “Aleluya” de Félix Mendelssohn con una perfecta afinación. El obispo Casimiro para despedir el acto y antes de decir, podéis ir en paz, alegó:
— Debéis observar como la pobreza de espíritu y la castidad brilla en la mirada de estos santos varones. Y ahora, podéis ir en paz.
—Demos gracias a Dios.
A continuación los curas ofrecieron un pequeño ágape a familiares y sacerdotes.
Encarna, y tantas madres de curas lloraban de emoción, Eduardo no sabía qué hacer. Hilario se acercó a sus progenitores y les dijo:
 —Gracias por acompañarme en esta nueva andadura—besó a su madre, abrazó a Eduardo y conminó—vengan padres, celebremos el acontecimiento, tomemos la sangre de Cristo.
Por la noche, cansado Hilario a causa de la tensión nerviosa, rezó una pequeña oración y pensó: Señor mío soy sacerdote, lo que nuestro obispo Casimiro ha afirmado (y sólo le falto decir y nuestro jefe de Estado Francisco) es una falacia. Efectivamente S. Pablo de Tarso arregló las palabras de Cristo a su manera, pero ni siquiera coincidió con Jesús. Ruegue Sr. por mi madre, por mis hermanos y por mi amante Margarita, ella sí que es verdadera. No este circo. Y sollozando, y masturbándose pensando en su Jean se quedó traspuesto.

 Encarna y Eduardo regresaron a Montaña en autobús. El día les resultó cansado. Encarna estaba orgullosa de su hijo, aunque conocía bien a Hilario, y creía percibir un fondo de tristeza en sus ojos acerados. Pensó para sí, normal, es una nueva etapa y los cambios siempre asustan. Realmente no pensaba en eso ni en nada; estaba harta del imbécil de su marido, de la vida de trabajos forzados que había llevado durante toda su adolescencia, juventud, madurez y ahora, casi próxima la senectud, se encontraba desesperada. Parió a los mellizos un poco tarde con cuarenta y dos años y a sus cincuenta y dos se diría que tenía sesenta, Y ¿a dónde iba ir ella ya entrada en años, con dos mocosos que criar y sin profesión definida? A ningún lado, por otra parte estaba contenta con la llegada de su nieto. El inglés le pareció un poco soso y machucho para su jovencísima hija, pero era un caballero, hombre bien situado y a su modo de ver quería a Lourdes, con lo cual no todo era tan malo. Llanitos tan solo contaba dieciséis, años estaba a punto de terminar el bachillerato y ya se vería. Magdalena actriz ¡menudo oficio!, pero habría que hacerse a ello y Miguelón cada día más gordo; no, no mal hombre, pero medio tonto como su marido. ¡Cómo habría sido posible que ella, Encarna hubiera tenida puesta una venda en los ojos toda su vida! Claro que pudiera ser que ahora en un momento bajo… la menopausia, los hijos en su mayoría fuera del hogar y un marido que… quizás no fuera tan estúpido, sencillamente insensible. Pero no, se dijo no es eso; yo como joven enamorada cuando le conocí, porque Eduardo de joven era rubio y muy guapo, viviendo en un  pueblaco  inmundo ¿no caí en la cuenta? ¡Cuánto había cambiado la vida con la televisión! Encarna aprendió muchas cosas gracias a ella. Y qué sería de Jesús y Onofre si les abandonaba y se marchaba a fregar escaleras a Madrid. Rápidamente desechó el pensamiento, ni conozco Madrid, ni… Por otra parte; la idea del crucero la entusiasmaba, ver Valencia, Alicante, el mar… y hasta creo que las isla griegas ¡madre del amor hermoso! No había recapacitado sobre ello, qué regalo estupendo le habían hecho Lourdes y Lawrence. Así que se armó de pragmatismo, se hizo la dormida, y como si se le cayera la cabeza sin querer la apoyó en el hombro de su marido.
Eduardo dio un respingo, ella ni se inmutó y el incauto de Eduardo pensó: hembra tenía que ser, le he dicho que solamente he ido dos veces de putas, cuando desde que me casé lo hago semanalmente. Pero ya se le ha pasado el  petardo. Así que esta noche, palo que te crió, no me apetece, son muchos años juntos y está más apetecible la Jacinta a sus 25, y la mulatita, esa colombiana que solamente la chupa ¿cómo se llama? Lila,  Lilian, no sé algo raro, de todas formas pensaré en mis putitas, porque con la vieja y a mis cincuenta y seis creo que no se me va a levantar, a la que la chupa, la Lili, la Liliá no me acuerdo, ya le cuesta ponerme a punto. Se sonrió para sus adentros y con mirada de sátiro pensó, esta noche me la encalomo, también la viejarranca se tendrá que llevar una alegría. ¡Los esfuerzos que hay que hacer!, además a mí con que me la chupe la Li, o como se llame o se la meta rápidamente a la Jacinta eso sí con goma, ¡menudas son las putas de ahora! Con eso tengo bastante, pero lo importante. La Encarna hace buenos gazpachos, buenas paellas, es limpia y tengo que reconocer que nunca ha sido una puta y que lo del camisón de ventanilla, es lo suyo, coño, en una mujer honrada; las demás todas putas, y me gustan y mucho pero para eso, verlas el conejo, que se desnuden si me da tiempo y no me voy antes… un mete-saca rápido, las invito a un Pipermín, les pago  veinte durillos y me quedo a gusto; que la esposa es distinta; está para parir limpiar, guisar, coser y de disfrute nada, si una mujer como es debido no tiene sensibilidad en el coño. O si no que me lo digan a mí, con tantos años de matrimonio ¿cuántas veces se habrá enterao esta?, ¿cuatro o cinco?, porque yo como buen mozo y machote que he sido siempre la he “calentao” bien antes, yo creo que ni con eso y, además, me ha dado hijos fuertes y una hija un poco zorrón, pero que nos paga un viaje. ¡Hostia, no me acordaba del crucero esta noche me tiro a la Encarna, y no se hable más!
Al llegar al “pueblo de las tres  mentiras”.
Encarnita, guapa te vuelvo a pedir perdón por si alguna vez te he ofendido y además dejémonos de bobadas somos un matrimonio cristiano, acabamos de presenciar como nuestro hijo mayor ya es todo un señor cura, los mellizos se pueden quedar un rato más con la Engracia y yo, tu Eduardo, te invito a tomar una tapas en la plaza del pueblo que te lo mereces por guapa, anda, píntate los labios como hacías antes y vámonos.
—Aceptada la invitación, mira aquí en el bolso tengo el lápiz de labios.
—Pues venga, vamos guapa, guapísima.
Al volver de la plaza.
—Eduardo voy a recoger a casa de Engracita a Onofre y a Jesús, por si tardo un poco tómate unas galletas o algo si te apetece.
—No mujer ¡qué vas a tardar! Que yo te espero, y en la cama como cuando nos casamos ¿Eh potranca?
—Lo que quieras Eduardo.
Y Encarna se fue a por los niños, a los diez minutos estaba en casa. A los críos Engracia ya les había puesto el pijama y Encarna traía a Jesús dormido en brazos y a Onofre con una pataleta debida al sueño. Acostó a los chiquillos, se fue a la habitación de sus hijas se desnudó y se metió en la cama.
—Encarna, ¿Dónde estás guapa? Te llevo esperando un buen rato.
—Aquí en la habitación de las chicas, donde duermo últimamente.
— ¿Conque en la habitación de las chicas? ¡Eh!
—Encarna, Encarnita, ahora que me fijo, ya no tienes canas.
—No, se me han quitado solas de la alegría que me dio ver a Lourdes, de la ilusión que me hace tener un nieto.
—Eso me gusta Encarnita,  que te arregles, que tengas ilusiones.
—A  mí también.
Y Eduardo ni corto ni perezoso destapó a su mujer, se la encontró desnuda, completamente despatarrada, con un liguero negro y unos zapatos de tacón de aguja. Y dijo:
—Hostias, potranca si pareces la Jacinta, me voy a poner “morao”. Mira. Mira, como se me ha puesto el carajo, te voy a dar pero bien, si resulta que estás guapa y todo.
Y Encarna sonriendo abiertamente le respondió:
— ¿A que sí?
—Y tanto que sí como que ahora mismo te la endiño “espatarrá” y todo, con liguero, los morros pintaos de rojo te la endiño ya.
Y Eduardo cual fiera se abalanzo sobre su mujer.
Encarna cerró las piernas de golpe, le pilló los testículos y le dijo.
— Y ahora te vas con tus putas, con La Jacinta y con la que quieras, fuera de mi cama cerdo, y si no fuera porque tenemos dos criajos te dejaba “tirao” como una colilla, te haré la comida y te atenderé si te pones enfermo, porque eres el padre de mis hijos, delante de la familia aparentaremos una buena convivencia, pero de metérmela nada, ni con ventanilla ni sin ella y si algún día tengo ganas ya me lo buscaré y sin ir de putos, que todavía estoy de buen ver y cuando me arreglo doy el pego. Fuera gorrino. Y a partir de hoy a sonreír y calladitos, tú con tus putas, y probablemente yo, cuando cumpla con mis obligaciones con la casa y los niños, con el que me parezca.

 Hilario celebró misa varios domingos en la iglesia de Almansa. Confesó a algunas beatas y se reía para sus adentros con las historias pecaminosas que le contaban, a punto estuvo de soltar la carcajada después de más de una confesión. Pero no lo podía hacer, decía:
—Reza tres ave marías a la Virgen de los Llanos, ego te absolvo in nomine Patris, Filii et Spiritus sancti, amén.
El veintisiete de junio, dejó el Seminario, se despidió de los curas, especialmente del padre Cecilio, su preceptor, y le aseguró que volvería pronto a visitarlo.
Cogió el tren con destino a Barcelona y cuando llegó el día 28 a dicha ciudad telefoneó a su futura casera.
—Dña. Montserrat Cabanilles.
—Digi, soc yo.
—Soy Hilario Pedraza, le he mandado la transferencia del piso y me gustaría visitarlo. Esta noche me quedaré en una pensión pero el primero de julio querría estar viviendo en la casa.
—La casa está vacía así es que si Vd. lo desea vengase para acá y ocúpela ya, yo vivo en el portal de al lado.
—De acuerdo, cogeré un taxi y calculo que en veinte minutos estaré en Vía Layetana.
—Le espero, llámeme por teléfono cuando llegue, le daré las llaves y le mostraré el apartamento.
—Gracias Dña. Montserrat.
—De nada.
— A las once de la mañana Hilario estaba viendo el piso que habitaría durante un tiempo, el apartamento constaba de salón comedor con cocina americana, dormitorio con cama de matrimonio, un pequeño baño con ducha, retrete y lavabo, y una terracita luminosa que daba a una calle peatonal. Tenía calefacción eléctrica, y el agua y la cocina se alimentaban con bombonas de butano. Le gustó, la decoración no era ninguna maravilla pero el apartamento era amplio y luminoso y además, estaba al lado del colegio de monjas donde empezaría a dar clases en septiembre y muy cerca del laico en donde también trabajaría, y casi pegado al barrio gótico.
Descansó un poco, deshizo las maletas, se puso a colocar sus libros y ahí encontró un problemilla, el saloncito tenía pocas estanterías, de momento como la casa poseía dos armarios empotrados, uno lo destinaría a los libros y el otro a su ropa. Más adelante cuando consiguiera algo de dinero compraría estantes y los colocaría. Durante los meses de mayo y junio había ahorrado algo de dinero impartiendo lengua, latín, y filosofía, y al vivir en el Seminario no tuvo gasto alguno, aunque debía calcular muy bien su economía y empezar a buscar clases de verano ya, pues el sueldo de cura en sí era escaso y en los colegios le pagarían a mes vencido. El uno de julio empezaría a asistir a la Pompeu Fabra, y lo estaba deseando, no conocía a nadie en la ciudad.
Bajó del apartamento y pidió un vino y una ración de albóndigas. El calor de Barcelona era pegajoso y poco agradable; con todo, fue a dar una vuelta por el barrio gótico, regresó a casa a media tarde se duchó, llamó a sus padres encendió un rato la tele y se quedó dormido.

 En el mes y medio escaso que Hilario estuvo en Almansa después de ordenarse sacerdote, vestía con clergyman. Durante este tiempo leyó mucho sobre nuevas tendencias teológicas; de algunas de ellas estaba bastante informado gracias a las ponencias filosóficas de Madrid.
Al llegar a Barcelona se quitó el traje de cura y se puso un vaquero y una camisa de manga corta. Hilario, jamás volvería a distinguirse entre los demás mortales por su vestimenta; tampoco estaba dispuesto a celebrar misa ni a confesar. Metido de lleno en la Teología de la Liberación; de acuerdo con ella. Durante las exposiciones en Madrid habló muchas veces del tema, en su tesis también lo desarrollaba. Tenía Hilario ansias de visitar Latino-América, Estados Unidos, Europa, de viajar, de vivir, de justicia social. Era un lector compulsivo. Le gustaban todas las materias, todas las artes, leía desde Cervantes a Keats, desde Engels a Bakunin, desde Ezra Pound a Ernesto Cardenal, y por supuesto a Marx, Schopenhauer, Sheakespeare, Lorca, y podríamos seguir con una lista interminable de filósofos, poetas, pensadores, políticos, autores de teatro, pasajes bíblicos…, amaba la música, la ópera, el barroco especialmente, pero también las músicas populares, la música ligera, Elvis Presley, David Bowie, The Beatles, Los Rolling Stone. Le gustaba la naturaleza, el mar, la montaña, y podía enloquecer casi tanto como con la ópera ante un buen cuadro. En definitiva Hilario amaba la vida, las mujeres, el sexo, se obsesionaba y escribía una tesis tras otra sobre teología, quería acompañar a Cardenal en Nicaragua, de hecho se empezaron a cartear; pero Hilario tenía un problema: parte de todos estos conocimientos se los habían dado los curas, e Hilario se sentía culpable, se hubiera sentido mal de no haberse ordenado sacerdote, y ahora se sentía fatal por serlo.
Hilario no creía en Dios.

 Comenzó a asistir a las conferencias en la Pompeu Fabra, pasó el verano y empezó a impartir clase en sendos colegios. Se llevaba bien con los alumnos, nunca les decía que era cura, gastaba poco dinero, escribía y leía y así pasaron tres años. No volvió a querer saber nada de Margarita, ella le envió varias cartas a las que él nunca contestó. Ahorró dinero y viajó a Londres, Paris, Praga, Escandinavia. Cruzó el charco en el año 73 y se entrevistó con Ernesto Cardenal, le impresionó el teólogo, poeta y escritor. Llegó a ser catedrático de Filosofía de la Pompeu Fabra, aprendió inglés, francés y alemán. Ganaba más dinero del que necesitaba para vivir. A sus padres les mandaba mensualmente una transferencia bancaria; veía a su hermana Magdalena a menudo, cada vez que actuaba con la compañía “El Cabañal” en Barcelona. Visitaba a su familia un par de veces al año, y se relacionaba única y exclusivamente con compañeros de cátedra, escritores, y con su casera, con la que de vez en cuando tomaba un café cortado sin azúcar. Pasaron cinco años más. Hilario vivía en un frenesí cultural que le estaba llevando a la locura, eligió un celibato absurdo en contra de sus convicciones. Y cumplidos los treinta se soltó la melena, empezó a mantener relaciones sexuales repentinamente con personas desconocidas, practicaba a menudo el ménage á trois. Siempre con dos mujeres, era claramente heterosexual; estas relaciones le desahogaban pero no le satisfacían anímicamente, comenzó a cultivar marihuana en la terraza de su casa, fumaba yerba compulsivamente y escribía de una manera enloquecida. Viajó a Nueva York, a Cuba, a la Argentina, recorrió medio mundo y estaba cada vez más descentrado. Y a los treinta y tres años, edad de Cristo, se planteó acudir a un psicoanalista.

 Durante la primera legislatura del Presidente Felipe González en España, Hilario volvió a interesarse por las cuestiones políticas. Llevaba un año psicoanalizándose y había mejorado sustancialmente.
Se compró un piso en el edificio contiguo donde había estado viviendo alquilado durante catorce años. Era un dúplex con decoración minimalista. Nunca había tenido interés por aprender a conducir, pero al final lo hizo y también adquirió un vehículo utilitario.
Seguía escribiendo y estudiando pero de una manera más calmada.
Solía acudir dos veces en Semana a la tertulia del café Els Quatre Gats, en el carrer Montsió número 3, local modernista inaugurado en Barcelona en junio de 1897. Le gustaba el sitio, casi siempre se reunía con los mismos tertulianos; Eduardo Mendoza, Pi de la Serra, un compañero de cátedra, Maruja Torres y una joven poeta todavía desconocida por aquel entonces. Hablaban de política, de arte, de literatura. Hilario como siempre pedía un cortado sin azúcar, más que por la tertulia en sí, que a Hilario generalmente le importaba un pimiento, a Els Quatre Gats, iba por reírse y distraerse un rato. Estas reuniones se producían los martes y jueves de cada semana, empezaban sobre las seis de la tarde y terminaban hacia las ocho de la noche. A veces, cuando sus amigos se marchaban, él se quedaba cenando allí y gustaba de escuchar la música de violín o de piano que la mayoría de los jueves  el café ofrecía en directo…
Los viernes por la tarde y al acabar de impartir sus clases en la facultad solía ir a ver cualquier película de estreno. Durante el fin de semana y en época de vacaciones cogía el coche y se iba a la playa, aunque fuera Semana Santa, o incluso en Navidad si el frío no arreciaba en demasía se bañaba.
Un lunes se acercó a Els Quatre Gats, cosa que nunca ocurría, pues los lunes por la mañana Hilario libraba y solía quedarse en casa preparando sus clases, pero esa mañana, se levantó tarde, no le apetecía hacer nada, se sentía perezoso, cosa impropia de él y deprimido, algo muy común en Hilario en los últimos años. Respiró hondo, se vistió sin ducharse y sobre la una se acercó al café y pidió una cerveza con olivas y entonces fue cuando…
 — ¿Hilario?
— ¡Julio, cuánto tiempo! ¡Qué alegría!
—Llevamos sin vernos y sin saber nada el uno del otro catorce años exactamente, desde que nos ordenamos en el Seminario. Hilario te presento a mi esposa Melanie, es inglesa, pero vivimos en Paris, y tenemos una hija que se ha quedado con los padres de mi mujer. Estamos de vacaciones y como Melanie no conocía España y la niña tiene ya diez años, pues ya ves chico, he querido traerla para que conociera nuestro país, y a ti ¿cómo te va?
—Bien Julio, bien, nice to meet you, Melanie.
—Habla en español, Melanie estudió filología española en la Sorbona. Y allí nos conocimos. Colgué los hábitos hace diez años cuando Melanie quedó embarazada, abandoné el sacerdocio, estoy excomulgado por el Papa de Roma, pero sigo creyendo en Cristo nuestro Señor, de hecho a Marie, la nena, la educamos religiosamente, Melanie también es creyente. Yo doy clases de matemáticas en un colegio y Melanie es ama de casa, vivimos en una buhardilla en el Quartier Latin, y somos muy felices, menos mal que me olvidé de los curas; por cierto, al año de ordenarme sacerdote me fui a París, con la intención de aprender francés y hacerme Dr. en Matemáticas, cosa que nunca se cumplió y como seis meses después me encontré a Margarita paseando por la place Vêndome.
A Hilario se le puso la piel de gallina y le empezó a temblar el pulso, para disimular y cambiar de tema se dirigió a la pareja y dijo:
—Pues a celebrar vuestra unión, nuestro encuentro y felicidades por esa niña: tres cervezas y una de pulpo, por favor.
—Cuando quieras, Hilario, estás invitado a nuestra humilde buhardilla en París, ven, me haría mucha ilusión y así conocerías a Marie ¿Has estado en la ciudad de la Luz?
—Sí, conozco París.
—Hilario ¿y tú?, ¿qué haces por Barcelona?,  ¿estás de paso?
—No, yo vivo aquí.
—Y ¿a qué te dedicas, colega?
—Tú y yo ya no somos colegas, yo sigo siendo cura.
—Perdona si te he ofendido, no era mi intención.
— Dame tu teléfono Hilario y apunta el mío y nuestra dirección en París.
—Ya he apuntado vuestros datos, tomad los míos.
—Hilario, si no estás muy ocupado, vamos a quedarnos unos días por Barcelona, nos podríamos ver. Y quedar para cenar.
—Por supuesto, y si queréis, abandonad el hotel y quedaros en mi casa, es espaciosa tiene doscientos metros y hay sitio para todos.
— Cojonudo tío, ¿Qué dices a eso Melanie?
—Lo que tú quieras mi amor.
—Pues sí, recordaremos viejos tiempos y nos reiremos.
—Por cierto, Hilario, aparte de continuar en el muy noble oficio del sacerdocio, doy por hecho que no piensas en el matrimonio ni en colgar los hábitos ¿Cómo nos cambia la vida macho? y bien no me has contado, ya veo que confías en la Iglesia y crees en Dios, pero insisto con toda la confianza del mundo, hemos sido como hermanos aunque la vida nos haya separado ¿A qué te dedicas?
—Pues a practicar el ménage á trois, a veces me lo hago no con dos, sino con tres tías a la vez, las pongo a cuatro patas, una encima de otra y al asunto, eso sí, nada de tíos los machos no me molan; por cierto por eso os he invitado a mi casa para poderme tirar a tu mujer. Estás mazo buena Melanie, y pasarte a mis amiguitas, aparte de eso soy cura.
¡Mon Dieu!, —exclamó Melanie— esto es una broma de mal gusto.
—Te voy a dar una hostia, te mato hijo de puta.
Y con el puño cerrado Julio le dio un directo a Hilario en plena nariz, Hilario sangraba, los clientes del bar alarmados ¡llamen a la policía! Y Julio, cogiendo a su mujer del brazo dijo:
—Siempre has sido un depravado, recuerdo cuando abusaste de la pobre Marga en la Pedriza, cuando me la encontré en París, estaba hundida en una fuerte depresión; me preguntó por ti cabrón, me contó que no contestabas a sus cartas.
—Ahora entiendo, Julio, tú sí que eres un cerdo, ¿nos estabas mirando? ¡Eh! Siempre sospeché que te hubiera gustado estar en mi lugar y acostarte con Marga, siempre me tuviste envidia, y yo nunca abuse de Margarita, ella era una guarra.
—Hilario estás loco.
 Y Julio agarrando fuertemente a su mujer salió como un huracán del bar.

Encarna había cumplido sesenta y seis años, Eduardo setenta, seguían juntos, mantenían una convivencia aburrida, una relación fraternal. Ella ya no se enfadaba con Eduardo, él tampoco con ella. Con las ayudas económicas que los hijos mensualmente les proporcionaban, arreglaron toda la casa, y les quedó rústica y agradable. Engracia seguía bordando, ejerciendo de modista, y su novio don Pablo iba a visitarla al pueblo muy a menudo y todos le apreciaban. Lourdes y Lawrence pasaban siempre las Navidades con ellos y eran padres de tres varones, David, Dan y Albert, de trece, once y seis años de edad. Se podría considerar que eran una familia bien avenida, se casaron cuando David nació, disfrutaban de una economía desahogada, y Lourdes nunca llegó a trabajar en la empresa de Lawrence, era ama de casa. Miguelón y Mari Loli la de “los churretas” vivían en Albacete y tenían una niña exacta a ella, que se llamaba Micaela. Llanitos era ingeniera de montes y convivía con Pere, también ingeniero de la misma especialidad, y moraban en Valencia, de momento no querían niños y casi nunca iban por el pueblo; en cuanto disponían de tiempo libre, viajaban en plan mochilero por Sudamérica o África. Magdalena seguía con la compañía “El Cabañal” y se había separado de su novio, ahora vivía sola en Valencia y era la que más relación tenía con Hilario, llamaba a sus padres pero no se acercaba prácticamente nunca por el pueblo, no pudo perdonar los desprecios de Eduardo, en definitiva no podía ver a su padre. Y los “mamones” de Judas y Belcebú eran unos pintas y a sus veintiún años hacían como que estudiaban arquitectura en Madrid.

 Hilario continuaba en la Universidad le nombraron Decano de la facultad de Filosofía. Siguió acudiendo a sus sesiones de psicoterapia, cuando le aconteció el episodio con Julio se lo comentó a su psiquiatra, le recetó unas pastillas, le aconsejó que descansara más e hiciera deporte y le echó una bronca tremenda.
 Comenzó a salir con una muchacha catalana, alumna suya y diez años menor, se enamoriscaron y medio vivían juntos. Viajó al pueblo, se tomó unas vacaciones y se encaminó a Cabo de Gata, disfrutó de la luz y el sol de Almería y de regreso a Barcelona llamó a su novia fueron al teatro, a cenar y durmieron juntos, le iba bien con Luisa, se sentía centrado, se encontraba tranquilo y un día Luisa le propuso que vivieran juntos
—Podemos intentarlo pero te llevo casi once años, tienes que vivir tu vida, yo he vivido la mía a tope. Termina tu carrera, sitúate, démonos un poco de tiempo. Yo ahora ando metido en política; aparte de Decano, soy diputado de un partido de izquierdas, sabes que soy cura y no voy a dejar de serlo a mí esos tipos me la traen al pairo y Juan Pablo II la llamada “polaca” o como prefieras, más, pero no tengo ganas de excomuniones ni malos rollos, soy ateo y lo he sido siempre, y nunca me casaré por ningún rito religioso, lo he pasado mal estos años por mi culpabilidad sobre la dichosa religión y mi confundido agradecimiento a los curas, y no quiero amargarte la vida Luisa.
—Lo pensaré Hilario.
La madre de Hilario estaba gravemente enferma, a él le dolía el alma y se sentía vacio. Pocos días después se acercó a ver una exposición de pintura y se dio de bruces con Margarita.
—Al unísono ¡no es posible! ¿Cómo estás?
Marcharon al bar más cercano, pidieron dos cañas y se contaron sus vidas con pelos y señales. Marga se casó sin haber acabado neurología con un notario sevillano llamado Isidoro. Perteneciente a la poderosa familia Cuétara, tenía dos hijos, un chico de trece años y una niña de once. Una vez nacidos los niños terminó neurología en la Universidad de Sevilla, y llevaba tres años separada, no tenía mala relación con su ex, los niños vivían con ella en Madrid. Marga trabajaba como Jefa de Neurología en el Ruber Internacional e Isidoro vivía en Sevilla. Los muchachos pasaban la mitad del verano en Cádiz, en una mansión que los Cuétara poseían. Marga no pensaba divorciarse de Isidoro ni volverse a casar. Don Ricardo Pio había fallecido hacía cinco años y la Banca la dirigía su hija Alicia.
Hilario le contó que era Decano de la Facultad de Filosofía, le explicó todas sus cuitas, sus viajes y sus orgías sexuales, le comentó que tenía una novieta joven que estaba bien con ella, pero pensaba que Luisa tendría que seguir su propio camino, la consideraba un tanto inocente como para comprender la vida de crápula de él. Le dijo que asistía a sesiones de psicoterapia, y…
—Escucha, Marga…
—Dime Hilario.
— ¿Duermes conmigo?
—Dormiremos juntos, Hilario

Y cada uno en una ciudad, él en Barcelona y ella en Madrid, puente aéreo para arriba y puente aéreo para abajo, se veían los fines de semana, las vacaciones, viajaban fuera de España, a veces Marga le acompañaba a conferencias en la Argentina, otras Hilario iba con ella a congresos de neurología a Londres, París… Hilario se llevaba bien con los hijos de Margarita aunque no ejercía de padre, los niños ya tenían uno y le querían. Marga y él no tuvieron críos; cuando se reencontraron Hilario tenia treinta y cinco años y Marga cuarenta y uno, y se entendían estupendamente.
Fin.
Pilar Fdez-Soler.

No comments:

Post a Comment