Allí donde
confluyen Las Aguascebas y el Guadalquivir existe un pueblecito no muy numeroso
en habitantes que se llama Mogón (Jaén); está ubicado en una vaguada a veinte km, de
Cazorla y a ocho de Villacarrillo. Allí, entre cardocucos y jaramagos,
pasé los mejores años de mi infancia.
Nací en
Madrid pero pasé mi niñez en Mogón. Hoy, gracias a una amiga de Facebook me he
reencontrado con mi infancia. Ana de Luis, que así se llama mi amiga, ha subido un montón de fotos de un lugar, que, como tantos otros de la
geografía española, parece estar de moda como visita turística, se trata de la
sierra de Segura y las Villas. Allí pasé de los tres a los ocho años de mi vida,
esa época que tanta huella deja en todos nosotros y cuyos recuerdos solemos recobrar cuando nos
acercamos a la edad senil; cobran tanta importancia que quienes padecen de
Alzheimer suelen remitirse a ellos con frecuencia.
Mogón era
una aldea anclada el siglo XIX con la mayoría de las casas sin luz eléctrica.
Los niños jugábamos a ser José María el Tempranillo o los siete niños de Écija,
personajes épicos del bandolerismo español
y sabíamos perfectamente lo que era un badil, un candil, o unas
trébedes, y, como no, las cabrillas que producía el calor del brasero en las
mujeres y los sabañones, debido al frio, que dejaban huella en nuestras
manos. Convivíamos con el flis matamoscas,
el azulete, la sosa caustica, el matarratas, el cieno del Guadalquivir y los sabores, olores y colores de las algarrobas, alcauciles, higos,
higos chumbos , brevas, moras, granadas, caquis y sobre todo de los melocotones,
esos melocotones que nunca he vuelto a encontrar ni siquiera en mis numerosos viajes particulares por países de gran
parte del mundo y los que conocí en mis
treinta y cinco años como tripulante de cabina de Iberia; esos sabores, olores
y colores de mi infancia que jamás recuperaré
se ubican en Mogón
. El colegio
estaba a pocos km.,pero yo tenía que cruzar el Guadalquivir por un puente
desvencijado que se cimbreaba como uno de esos puentes chinos antiguos entre
montañas y cuando el río venía crecido se convertía en una aventura atravesarlo. El queso y la
leche en polvo enviados por los americanos también los conocí en ese Mogón de
mis amores. Aunque lo teníamos prohibido, los niños jugábamos entre cuevas
inaccesibles para los mayores donde no era difícil encontrar restos de armas
moriscas; era, ya lo he dicho, una España profunda seguramente no tan diferente
de la de otros muchos pueblos de la España negra de la época.
Mi familia
tenía un cortijo en un altiplano de la sierra de Bujaraiza que visitábamos con
frecuencia. La cercanía y la vista de Chorrogil, que nosotros llamábamos el
Chorro, imponía su presencia y su ruido en un paraje inolvidable.
Bujaraiza y
el charco de Mariángeles, donde según rezaba la leyenda descansaban los cuerpos
de un montón de caballos despeñados por el desfiladero eran el infierno para un
niño a la grupa de un familiar sobre una
mula o un caballo.
Con todo,
siempre me quedará el sabor de un melocotón que no he vuelto a recuperar, el
recuerdo de las buenas gentes de los pueblos humildes y el agradecimiento a mi amiga por recordarme
gracias a esas fotos de esos sitios que no veía desde hace sesenta años, que fueron
años preciosos de mi vida en el Mogón de mis amores.
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