CUENTO PATAFÍSICO
No pienso volver a echar la siesta en el cuarto de invitados. En cuanto me
duermo comienza el ritual: entran mis dos tías, me levantan, me desnudan, me
colocan como el dibujo de Leonardo da Vinci y se ponen a despellejarme, vamos
que me quitan la piel a tiras o a jirones como se quiera, pero literalmente.
Tienen tal arte
que parece que lo llevan haciendo toda la vida. Mientras mi tía Matilde me mete
los dedos índice y pulgar debajo de la barbilla en plan garfio para
desenmascararme, mi tía Rufina me arranca la cabellera al más puro estilo
Arapahoe. Cuando me han dejado el kiosco como ese muñeco tan horrible que se
les regala a los niños para que aprendan anatomía, se dedican a jugar con mis
tendones como el mudo de los hermanos Marx con el arpa. Se lo pasan bomba hasta
que empiezan a descoyuntarme los huesos, ahí siempre discuten:
- Rufina ese
brazo no va a rosca, va a presión
- a mi me lo
vas a decir, que he criado al niño...
- la rótula,
que siempre la pierdes...
Eso si, son muy
ordenadas, las venas, nervios y tendones, los envuelven como ovillos y los
ponen en cajitas con bolas de alcanfor como si fuera ropa de invierno. Las vísceras en
papel albal con especial cuidado para mi hígado que suelen colocarlo en una
cajita forrada de terciopelo en capitoné rojo de lo más propio, el corazón lo
guardan siempre en la misma caja de bombones en forma de ídem y acompañado de
una aspirina para que no se infarte y el cerebro lo ponen en un frasco de
cristal como los que suele haber en la cocina para guardar las alubias nadando
en formol para poder enseñarlo a las visitas.
Todo lo
envuelven en papel regalo meticulosamente y sobre todo con mucha higiene antes
de guardarlo en el frigorífico industrial que tenemos en el sótano para los
congelados. El paquete lleva mi nombre en letras bien grandes para que nadie lo
confunda con un solomillo de Argentina.
Ahí me tienen
todo el invierno hasta que llega la primavera. Eso si, todas las tardes bajan a
rezarme el rosario.