Blog variopinto como su propio nombre indica, donde pienso hablar de todo incluido el sursum-corda
Sunday, July 22, 2012
El andar del borracho
El azar gobierna nuestras vidas mucho más de lo que creemos aunque a alguien como a mi amigo Antonio Jimenez le cueste creerlo. En 1905 Albert Einstein publicó una impactante explicación sobre un término matemático que describe las trayectorias aleatorias de las moléculas cuando vuelan a través del espacio golpeando y siendo golpeadas por sus hermanas moléculas. Esa clase de movimiento lo comparó con el caminar de un borracho y el término hizo historia. La comparación se convirtió desde entonces en una poderosa herramienta que nos descububrió la naturaleza de los procesos arbitrarios de la vida cotidiana y cambió para siempre la percepción que teníamos de ellos. El análisis matemático de Einstein terminó convirtiéndose en el reconociendo de las huellas del andar del borracho en todas las áreas de estudio de la ciencia; en la búsqueda de mosquitos por la jungla africana; en la química del nylon y la formación de los plásticos; en el movimiento de partículas cuánticas libres; en el movimiento del precio de los valores; incluso en la evolución de la inteligencia a lo largo de todos los tiempos.
Justamente el objetivo del libro ha sido ése, ilustrar el papel del azar en el mundo para demostrar que el éxito y el fracaso se explican por el azar más a menudo de lo que pensamos, por más expertos que haya metidos en un tema.
El libro es un viaje a través de la aleatoriedad de fácil lectura y está salpicado de anécdotas, algunas tan simpáticas como esta:
Hace algunos años, un hombre ganó la lotería nacional española con un boleto que terminaba con el número 48. Orgulloso de su «logro», reveló la teoría que le había procurado la riqueza. «Soñé con el número 7 durante siete noches seguidas», explicó, «y 7 veces 7 es 48». Toma ya.
Leonard Mlodinow es doctor en física por la Universidad de California en Berkeley ahora es guionista de Hollywood con mucho éxito. No es extraño que El andar del borracho (Crítica ed.) fuese proclamado el libro del año de divulgación científica en 2008.
El azar, lo aleatorio, está presente en la política, en los negocios, en la medicina, en los deportes, en el ocio, en toda la vida diaria. Hace décadas que el mundo académico lo sabe aunque aún no haya trascendido al público en general. Y es que el acierto o el error muchas veces no provienen de un gran conocimiento o de una gran incompetencia, sino de circunstancias fortuitas y erráticas como el andar del borracho. De hecho, nuestros padres se conocieron por casualidad, razón suficiente para que tú y yo sigamos debatiendo sobre el azar.
Tuesday, July 17, 2012
Montaña de las aguas claras
Hoy traigo al blog a una invitada de honor que escribe como los
ángeles, mi amiga Pilar Fernandez Soler.
Espero que os guste tanto como a mí este precioso relato.
MONTAÑA DE AGUAS CLARAS
Hilario, era un niño sensible, es decir, hipersensible, nacido en La Mancha en un pueblo que popularmente le denominan el pueblo de las tres mentiras, no sé bien qué quieren decir los lugareños con eso de las tres mentiras, aunque presupongo que es algo así como que la denominación del pueblo en cuestión no se corresponde con la realidad. Hilario pertenecía a una familia de siete hermanos, él era el mayor y por lo tanto el responsable de los seis pequeños a los que tenía que atender a la vuelta del colegio, pues su madre, Encarna, ya estaba bastante afanada amamantando a los dos mellizos que vinieron al mundo sin que su marido Eduardo, de profesión guarda civil y de ideas ancladas en el pasado, se lo esperase. Encarna preparaba el gazpacho manchego como ninguna, atildaba a sus tres niñas con lazos y encajes, al estilo de la época, se diría que las niñas eran muñecas recién salidas de la cajita; sin embargo a sus hijos varones, a Hilario y a Miguel, los trataba duramente, no por falta de cariño, no era el caso de Encarna; simplemente consideraba que a los varones había que educarlos “manu militari”. Los pequeñuelos no contaban, en primer lugar, porque vivían pegados a los pechos de Encarna, que con cuarenta y dos años había traído al mundo cinco hijos antes de los mellizos; en el fondo estos eran una bendición de Dios. Su marido Eduardo, se pasaba la semana en el cuartel de la Guardia Civil, llegaba a casa y a mesa puesta comía un buen plato de pisto, o si había ido a cazar el domingo con sus colegas de profesión, su mujer habría preparado perdiz escabechada, o cocinado esos conejos que él mismo había cazado hacía apenas unos días. Encarna preparaba la caza con entusiasmo, nunca estaba triste, tampoco exultante casi nunca, tenía bastante faena con los hijos, limpiar la casa y llevar bien derechito a Hilario del que, de vez en cuando, el maestro rural daba sus quejas, Miguel era otra cosa, sí más travieso, pero más avispado también y se imaginaba el matrimonio un futuro espléndido para dicho zagal, sin embargo Hilario… hacía de las suyas, no es que tuviera maldad, no, pero era rarito, a sus doce años leía demasiadas novelas, imponía su carácter a don Ismael, el maestro que le castigaba dándole con la regla de madera en las uñas cuando Hilario sacaba su carácter de niño apocado pero terco.
Iban pasando los años, Magdalena, Lourdes y María de los Llanos iban creciendo hermosas como flores, con sus largas melenas rizadas con tenacillas, grandes lazos de variopintos colores y sus senos incipientes que se alzaban hacia el cielo. Miguel ya contaba catorce años. Uno menos que Hilario, que a sus quince seguía siendo torpe, alto, flaco, introvertido y metido de lleno en sus tebeos y sus novelas por entregas. Así que el matrimonio formado por Encarna y Eduardo empezó a plantearse el futuro de sus cinco hijos. Los dos mamones, es decir, Jesús y Onofre, no les preocupaban en demasía eran todavía pequeños, mimados y con tres añitos los consideraban el regalito del cielo; ya se preocuparían y ocuparían sus tres hijas mayores, y especialmente Hilario, que como mozuelo y ya con una edad considerable habría de ser responsable de toda la purrela y debería centrarse en una profesión digna.
De esta manera se plantearon el futuro.
—Eduardo, este chico se va haciendo mayor, no se decanta por ningún oficio y en fin no parece que quiera seguir tu carrera como sargento de la Guardia Civil.
—Ya lo he pensado Encarna, esta misma mañana se ha pasado por el cuartel don Gumersindo, ya sabes el párroco, y le he hablado de Hilario, hemos tenido una larga conversación acerca de las pocas aspiraciones de nuestro hijo y me ha aconsejado creo que bien…
—Dime Eduardo, que es lo que opina don Gumersindo.
—Pues, que dado el carácter espiritual y apocado de Hilario le vendría de perlas una buena formación académica.
— ¡Académica, Eduardo! Si no llegamos a fin de mes.
—Tranquila Encarna, don Gumersindo me ha aconsejado que Hilarín ingrese en el Seminario.
— ¿En el Seminario Eduardo? si Hilarín no cree ni en el badajo de la campana.
—Mujer, esas son cosas de juventud, tú y yo somos católicos, apostólicos, y romanos en qué cabeza cabe el hecho de que nos salga un hijo ateo, anatema, Encarna, anatema, no tientes al diablo.
—No, yo no pretendo tentar a nadie pero ¿tú crees que nuestro Hilarín serviría para cura?
—Encarna, tanto como cura, pues sinceramente no sé qué decirte, de momento que ingrese como seminarista, novicio, o como coño llamen esos beatos que hablan en latín a esa profesión, y vamos, mujer, no te preocupes tanto, vayamos a la cama y mañana será otro día.
—Pero Eduardo no se puede jugar con fuego, esto de las vocaciones religiosas es una cosa seria y sinceramente yo…
—Vamos, Encarna, ponte el camisón de ventanilla y a retozar con tu esposo que a tus cuarenta y cinco no creo que te quedes preñada.
—Eduardo, siempre soñé con un marido delicado.
—Encarnita hija, uno es como es, hay que sacar adelante a mucha tropa, y tú no tendrás ni media queja de lo trabajador que es tu sargento.
—Por supuesto, trabajador donde los haya, pero sin un poquito de tacto.
—Vamos, moza, que todavía estás recia, potranca, déjate de estupideces románticas de esas que me figuro que comentareis las paisanas cuando hacéis encaje de bolillos.
—Si en el fondo llevas toda la razón, Eduardo, eso son boberías, espera, que he engordado algo y el camisón de ventanilla me tira un poquito.
— ¿Un poquito?, a disfrutar tía buena y no te hagas la santita que uno está muy cansado después de la jornada en el cuartel, quiero terminar rápido y relajarme en un profundo sueño.
—Llevas razón mi dulce Eduardo, ¡Aaaaaah! Qué bien y que pronto.
Y llegó el verano. Hilario se fue a bañar al río, y de paso, de vuelta a casa robó unos cuantos albaricoques de una finca cercana a su hogar, los fue mordisqueando y haciendo tiempo para acabar de comérselos antes de que le pillara alguien de su clan, especialmente su hermana Lourdes “la chivata”. Hilario no tenía ganas de bronca y menos de que su madre, Encarna, le diera un buen zapatillazo y empezara con la cantinela: el día que te pillen robando fruta los Señores Remartínez será la ruina de esta familia y la vergüenza de tu padre que siempre ha ido con la cabeza muy alta. Hilario traspasó la cortina de macramé confeccionada por Encarna, apartó con una mano las moscas, que revoloteaban ese día inquietas y accedió a la cocina, donde habitualmente almorzaba su familia.
— ¡Hola!— dijo.
—Se dice: Buenas tardes— le espetó su padre.
—Pues buenas tardes a todos— contestó con desgana Hilario.
— ¡Anda hijo!—dijo Encarna—, coge una silla y acércate a la mesa.
— Y tú… ¿de dónde vienes?— preguntó Eduardo.
—De darme un baño en el río— contestó Hilario.
— Pues ya está bien de hacer el holgazán— refunfuñó Eduardo.
—Tengamos la fiesta en paz— saltó Encarna rápidamente—, bendigamos la mesa.
—Sí, sí, bendigamos y bendigamos muy mucho la mesa Encarna. Y contigo— dijo el padre, amenazando con el dedo índice a su hijo mayor— hablaré después del postre.
Algún tiempo después.
—Mira hijo, no pretendo que nos enfademos, ni mucho menos, pero a tu madre y a mí nos preocupa tu futuro, ya eres un hombre—y empleó una sonrisa curil impropia de él—En resumen hemos estado hablando con don Gumersindo, el párroco, y nos ha estado orientando. Podrías ganarte bien la vida ingresando en el Seminario, insisto, ya eres un hombre y ¡enhorabuena por ello Hilario!
—Un hombre he sido desde que me reconozco, no me habéis permitido tener infancia. Me he pasado desde mis más lejanos recuerdos atendiendo a las niñas, pendiente de Miguel y como colofón sacando a pasear a esos dos mamones de mellizos que tenéis—Pensó para sí Hilario.
—Te quedas muy callado, di algo al menos.
—Habéis hablado con Gumer…
— ¿Cómo te atreves a llamar al párroco de esa manera?
—Atreviéndome; al fin y a la postre solo empleo un diminutivo.
—Llevas razón hijo, diminutivo, bonita palabra, por eso queremos que estudies, que te formes con esos señores que tienen tanta cultura y con los que aprenderás hasta latín, matemáticas, el origen de la vida, ciencias, vaya todo lo que tu padre y tu madre no han tenido la oportunidad de aprender. Aunque estarás de acuerdo conmigo en que tu padre es un luchador y mira, mira hasta donde he llegado, a sargento de la Benemérita, un buen cargo ¿verdad?
— ¿Luchador?, un vago es lo que has sido durante toda tu vida—volvió a pensar para sus adentros Hilario.
—Otra vez te callas hijo.
—Perdone padre, solo pensaba.
—Dime, dime lo que piensas Hilarín.
—Latín, matemáticas y todo lo que usted plantea quizá lo aprenda con los cuervos, pero el origen de la vida… ¿me quiere explicar a qué se refiere con ello?, si quiere decirme que a estas alturas me planteo de donde vienen los niños, lo lleva usted claro. He visto embarazada a madre unas cuantas veces, y yo mismo he ido a buscar a la partera mientras usted se entretenía cazando perdices; ahora bien, si usted se refiere a cómo se fabrican los niños, por ejemplo, esos dos mamones que tienen, también lo sé.
—Serás maleducado e irreverente y ahora te hablo como guardia civil: cabrón, mariconazo, nenaza, ¡Encaaaaarnaaaa!
— ¿Pero qué pasa aquí, Eduardo?
—Que hemos traído un monstruo al mundo, que me duele el pecho, que me va matar, que me da un infarto, ¡anatema, anatema, anateeemaaaa...! Encarna llévatelo con esos monjes, frailes, curas o lo que sean y que le hagan un “exorcicio” o como coño se diga. ¡Me mata, me mata! Me pongo el tricornio y me voy al cuartel, tú hazte cargo de ese maricón de hijo que has parido, a mí ya se me ha acabado la paciencia, y al acabar el servicio me iré a la taberna y vendré cuando me salga de los cojones; ya estoy harto de tener que dar explicaciones en mi propia casa.
—Hijo, hijo, ¿te das cuenta de lo que has conseguido?: que tu padre no vuelva más por casa.
—Madre, mi padre volverá por casa como siempre con dos o tres copas de más como usted bien sabe ¿o no es consciente de que en el pueblo le llaman Eduardo el copas?
— ¡Jesús!, qué cosas dices.
—Madre, no nombre tanto a Jesús que así se llama uno de sus mellizos y más que Jesús le tendrían que haber puesto Judas, ya que también empieza por jota, y es más malo que un pecao.
— ¡Jesús! Hilario…
—Nombre a Onofre, que a ese le tendrían que haber bautizado con el nombre de Belcebú, le iría mejor.
— ¡Hilarín! No irás a tener celos de esos dos angelitos que no han cumplido todavía los cuatro años, cuando tú ya vas para los dieciséis.
— ¿Angelitos? Sí, Belcebú y Judas, por cierto creo que Belcebú alguna vez fue ángel.
—Hilario, ya eres un hombre y…
— Has de labrarte tu futuro, ya lo sé señora Encarna, me lo han repetido últimamente hasta la saciedad. Me labraré mi futuro iré al Seminario, y me haré cura.
—Que alegría hijo mío, esto ha ocurrido gracias a mis plegarias y a mis santitos a quien todas las noches les enciendo su correspondiente lamparilla, gracias a Dios, al santo niño del caño roto, al niño de la bola, al Jesús de la cañita y a…
—¡Madre! una cosa es que me vaya con los cuervos, y otra es que me nombre usted al santo niño del caño roto, etc., bastante roto tengo yo el caño y la cañita, además no quiero continuar en este pueblo de las tres mentiras: “Montaña de las Aguas Claras”, donde ni hay montaña, ni agua y menos clara; el río que tenemos arrastra unas aguas ponzoñosas, y este lugar es un secarral, así que me iré para Almansa, al Seminario.
—Se me ha aparecido la Virgen hijo.
—Eso es lo que yo espero, que se me aparezca a mí también en Almansa, sobre todo si es tan guapa como la que usted y padre tienen encima de su cama.
—Pues claro hijo, claro que se te aparecerá.
— ¿Está usted segura madre?
—Claro hijo, claro.
—Bien, entonces me iré para Almansa, confío en su fe, y en que se me aparezca la Virgen tan guapa como la que tiene usted en su alcoba, eso sí, sin ese niño rubito que es igual que Jesús y Onofre, es decir, igual que Judas y Belcebú.
— ¡Hay Hilario! no sé quien es Belcebú, pero si tú dices que fue un ángel no me parece tan mal, pero Judas, eso sí que no, no me gusta, aunque, picarón, yo sé que eres tan bromista como tu padre, así que no te hago caso, ya verás que bien lo vas a pasar. Me han dicho que los curas tienen unas instalaciones deportivas, que ya quisiéramos aquí en “las tres mentiras”, que comen bien, y que además tienen un vinillo bendecido por Cristo que espanta los malos pensamientos y alegra el espíritu.
—Que dice madre, si aquí en el pueblo no hay instalaciones deportivas. Lo del vinillo bendecido por Cristo, me parece un tanto difícil, que ese señor viaje a Almansa para bendecir, pero eso de que se me va aparecer la Virgen sí lo encuentro interesante, y si no es virgen me da lo mismo.
— ¿Qué es lo último que has dicho sobre María Santísima Hilario?
—Nada madre, nada me parece que usted se está quedando algo sorda, pero mejor.
—El Señor, ay Hilarín ¡Qué alegría! Si por fin crees en el Señor, vamos buen mozo, a hacer las maletas y a encaminarnos a casa de don Gumersindo, que nos ha prometido acompañarte al Seminario. Qué contento se va a poner mi sargento, ya tenemos a uno de los hijos encaminado y bien encaminado. Dame un beso, Hilarín.
—Madre, deme usted a mí otro, cuídese y no se preocupe.
—En cuanto cumplas con los votos iremos a verte.
—Será para la matanza, y te llevaremos unos chorizos y…
—No llore madre, seguro que estaré bien y además se me aparecerá la Virgen o la no virgen.
—Ah! Eduvigis no, la tía Eduvigis no podrá ir a verte, ya sabes, es la mayor de mis hermanas y ya está un poco…
—Adiós Madre, cuide de los mamones, esté atenta con Miguel que es un buen pájaro, y ya escribiré a las niñas. ¡Ah! dele un abrazo al “copas”.
—Si hijo sí, le daré recuerdos a los señores, estaré atenta del vergel y que no tenga ácaros, regaré las viñas y haré buenas sopas. Dios te guarde hijo.
El Seminario de Almansa era amplio, claro y limpio. Los seminaristas se levantaban a las 06:00 horas todos los días. Se duchaban con agua templada, desayunaban café, tostadas y aceite. Asistían a misa de maitines, cantaban el “Cara al sol”, y a continuación realizaban unas actividades de estudios intensivas; comenzaban con latín, hacían un espacio para entonar cánticos y oraciones; esto duraba aproximadamente media hora. Salían al patio a hacer deporte, unos días fútbol, otros, baloncesto, y a diario treinta minutos de gimnasia. A continuación almorzaban fruta y algo de embutido o queso, meditaban durante 15 minutos y volvían al estudio, dependiendo del día de la semana podría ser, matemáticas, física, química, astronomía, historia, historia del cristianismo o los Santos Evangelios. Comían a las 14:00, normalmente sopa o puré de primero y pescado al horno, carne guisada y postre, que a veces consistía en fruta de temporada y otras en flan, natillas con canela o algún dulce, siempre perfectamente cocinado por las diestras manos de los padres cocineros, todo esto acompañado por una copa de vino tinto y agua del pozo del Seminario de Almansa, un agua fresca y gorda, tan agradable, que su sabor lo recordaría Hilario a lo largo de toda su vida. A las 14:30 se retiraban a sus celdas hasta las 15:00, hora en que emprendían de nuevo el estudio de la filosofía, el arte, la lengua, y como bien decía Eduardo: las ciencias naturales, y hacia las seis leían y comentaban la biblia durante diez minutos. Después descansaban; merendaban leche y zumo con rosquillas o galletas caseras y charlaban y reían entre ellos comentando anécdotas futbolísticas, las cartas que les enviaban las familias o hablaban de boxeo. A las siete se celebraba la misa vespertina cantada y en latín, los seminaristas que quisieran podían quedarse a aprender a tocar el órgano con el padre Cecilio, fuerte, bonachón y enamorado de Johan Sebastian Bach; los que no eran muy melómanos debían ir a clase de estudio durante la hora en que los otros muchachos aprendían música. Tres días a la semana y de ocho a nueve, todos estaban obligados a hacer tareas, o a estudiar las asignaturas correspondientes que el profesor o padre asignado les dictara. Desde las nueve a las nueve y media disfrutaban de relax. A las 21:30 el hermano Benito y el padre Juan les servían la cena, que consistía en verduras rehogadas o bien hervidas con patatas, queso de la tierra, la misma copa de vino del almuerzo que provenía de la cava que tenían los curas en el Seminario, agua del pozo, pan, que también horneaban los padres y fruta o postre, generalmente les dejaban en el centro de cada mesa compartida por seis personas una jarra de manzanilla, para un mejor descanso nocturno, algunas veces la cena variaba y en lugar del queso comían tortilla española con ensalada o huevos fritos con chorizo, pero se daba en pocas ocasiones. Los domingos la comida era especial y los postres más abundantes; tampoco estudiaban ni trabajaban los chavales; los que eran de Almansa después de la Santa Misa y el almuerzo se marchaban a pasar la tarde con sus familias, pero estos eran solamente unos pocos, la mayoría pertenecían a pueblos de toda la zona manchega y alicantina y se quedaban enclaustrados leyendo la biblia, las cartas familiares o alguna que otra novela a escondidas, pues las novelas no estaban permitidas en el Seminario. Los más trabajadores estudiaban también los domingos, sobre todo por el miedo que les producía a algunos pensar en las preguntas del padre Jacinto, profesor de matemáticas y física-química o del padre Julián, profesor de latín y griego. Como no se supieran las lecciones correctamente podrían ser dos bestias feroces repartiendo cogotazos y levantándolos en el aire por las patillas, que por cierto pocas tenían pues los jóvenes llevaban el pelo prácticamente rapado.
Había pasado un año desde la partida de Hilario de Montaña de las Aguas Claras. Miguel ya había cumplido los dieciséis y cortejaba a una moza, Mari Loli, la de “los churretas”, así la llamaban en el pueblo; pues parece ser que su familia extraperlaba con el aceite en la postguerra y un buen día en el camión que transportaban el mismo, se les rompió un bidón y quedaron empapados en aceite y enchurretados. Miguel, ayudaba a su madre en el pequeño huerto que había en la parte trasera de la vivienda, recogía con ella los pimientos, los tomates, los calabacines y poco más. Por las tardes se empingorotaba, se rociaba de colonia a granel de arriba abajo y se encaminaba hacia la casa de “los churretas” a buscar a Mari Loli quien a sus quince años era una chica agraciada de cara redonda, hoyuelos cuando sonreía y ojos maliciosos. Había terminado la primaria y ayudaba a su familia en la pequeña tienda de ultramarinos que tenían en el pueblo, era graciosa y pregonando sus mercancías hacía que los parroquianos se rieran, y acabaran comprando cuánto Mari Loli pretendía. Magdalena, la primera hija de Encarna y Eduardo, teniendo la misma edad que Mari Loli, era la otra cara de la moneda: alta, flaca, lánguida, muy parecida físicamente a su hermano mayor Hilario. Pero así como a Hilario esa belleza estilizada y melancólica le daba un aire especial y único, en Magdalena no resultaba nada atractivo, no era coqueta, se aseaba y cepillaba su lacio y largo pelo a diario, se vestía con lo primero que sacaba del armario: un hueco hecho de obra por su padre y tapado por una especie de jarapa de colores confeccionada por su madre. Callada e introvertida como su hermano gustaba de leer al lado de la chimenea, y como Encarna no leía con mucha fluidez, Magdalena, antes de que el sargento llegara del trabajo le solía recitar alguna poesía de Bécquer a su madre. Lourdes “la chivata” que iba a cumplir los catorce convenció a sus padres para que la dejaran ir a estudiar el bachillerato a Albacete, era alta como Magdalena, pero pícara como Miguel e intrigante donde las hubiera. Y por último la pequeña de las niñas Mª de los Llanos o Llanitos, como la llamaban familiarmente, era la más hermosa de todas, con los ojos achinados y color miel, el pelo ondulado, abundante y de un rubio obscuro que en el verano se le veteaba con diferentes tonalidades, y un carácter afable y paciente; sólo contaba diez años de edad por entonces, pero prometía ser una belleza. Le gustaba cantar y oír la radio y tenía muchas amigas en el colegio del pueblo, y los pequeños Judas y Belcebú, es decir, Jesús y Onofre ya habían cumplido cinco años y eran el terror del lugar, más malos que un dolor de muelas y pícaros y malcriados a raudales. Y así llegó un nuevo verano. El copas a sus cincuenta años seguía en su línea: de la casa al cuartel, del cuartel a la taberna y echando un tiento si podía a cuanta moza recia se le cruzaba en el camino. Un buen día a finales del mes de julio, llegó una carta de Hilario. Magdalena la leyó en alto para que todos la escucharan con claridad y…
Queridos padres y hermanos:
¿Cómo va todo por Montaña de las Aguas Claras? Aquí en Almansa hace mucho calor, bueno, ya sabéis todos como es Castilla. Aunque en el Seminario estoy bien fresco. Al ser un antiguo monasterio del siglo XV, durante el verano se está de maravilla con sus muros gruesos, su amplio patio central, sus jardines aledaños, sus fuentes, en fin, esto se lo cuento a mis hermanos, pues ustedes, padres, lo conocen bien, se molestaron en viajar hasta aquí, para traerme chorizos y un poco de jamón, después de la matanza, viandas que compartí con algunos de mis compañeros, y no se pueden imaginar ustedes, queridos padres, lo agradecidos que quedaron con la familia Pedraza.
Quiero darles una buena noticia: voy a conocer el mar, ¡Sí, el mar! como toda nuestra familia, lo he visto en películas, pero al natural el mar… debe ser grandioso. Intento imaginarme para no parecer cobarde que es algo así como nuestro riachuelo, pero más grande y azul, porque como lo piense mucho no me baño. Así es que los curas nos llevan de vacaciones a Alicante, iremos a una playa llamada el Postiguet, y nos albergaremos en la casa de los Salesianos, veremos también El Campello, Altea, Denia, y creo que si da tiempo, nos pasaremos por Benidorm. También los padres nos enseñarán la ciudad de Valencia. Como verán estoy emocionado y nervioso, esto durará ocho días, a continuación nos dejarán tres días libres para que vayamos a visitar a las familias, así es que gustosamente y con el permiso de ustedes, señores padres, me acercaré a visitarles, me llevará un paisano en su camioneta, un alma caritativa que después continuará su viaje a Madrid, y no le importa desviarse un poquito y dejarme en nuestro bendito hogar junto a todos ustedes. Como ven estoy contento, no me esperaba todos estos acontecimientos, y el hecho de imaginarnos juntos después de un año sin regresar al pueblo me produce regocijo y alegría.
Hasta pronto.
Hilario.
—Eduardo—dijo Encarna exultante—ha dicho ¡el mar, el mar y el mar de Alicante!
Con las ganas que tengo yo de conocer el mar. ¡Qué alegría Eduardo! ¡Qué alegría! Nuestro Hilarín en el mar…
—Tenía usted razón padre—dijo el coro de hermanos—, este va a vivir como lo que ya casi es: como un cura…
Llegaron a Alicante. Habían cogido el tren en Almansa de madrugada, con las maletas atadas con cuerdas y viajando en tercera, desayunando chorizo y bebiendo vino en bota. Los compartimentos de los vagones eran de madera, destartalados, pero ellos se hallaban emocionados y tensos. Casi ninguno, conocía el mar, exceptuando a los seminaristas que pertenecían a los pueblos de la provincia de Alicante cercanos a la capital. Se alojaron en el Colegio de los Salesianos, donde fueron bien recibidos por el padre Tximo, que cariñoso acariciaba las tonsuradas y cabizbajas cabecitas de los futuros sacerdotes.
—Eh!, Chicons, dexeu els maletetes y anemone a la platga. ¿Qué te pareix frai Jacintu?
—Por favor, Tximo, hábleme correctamente en castellano, que en valenciano no le entendemos ni yo, ni los chicos, y no soy fraile soy sacerdote, y puedo dar misa
—Ché, quina poca graçia me fas Xintu, ¡collons! anem a la platga amb els chiquets y res mes don Xintu.
—Por favor Joaquín, nos conocemos hace años, empezamos juntos en el Seminario, te aprecio y tú lo sabes, pero para un poco con tu gracia valenciana, porque si no los chavales nos van a tomar por el pito del sereno y después no va a haber quien los meta en cintura. Y por el amor de Dios, Joaquín, delante de los seminaristas hablémonos de usted.
—Ché, collons, quina raó que tens. Et parlaré en castellá cuan yo vulga, y davant dels chiquets també, cuan a mí se m’en done la gana, no, si encara en la meua casa han de vindre, y donarme consells.
—Ché, Ché, Tximo si tu u saps, yo també. Soc d’Alacant.
—Per aixo mateix.
—Por favor Joaquín, no es lo mismo tú te dedicas a la enseñanza en un colegio de señoritos de Benalúa, y yo a desasnar manchegos y a pretender que lleguen al sacerdocio…
—En aixo tens tota la raó els manchegos ¡qué burrots!
— ¡Au s’acabat! mon anem al postiguet Tximo.
— Una miquiua no mes Xintu ¿Qué va pasar amb Marieta la dolça?
—S’en va anar amb un chic fadrí, q’anaba a fer la pobreta en un cura.
—y ¿Com va el piu?
— ¿Qué creus? Tinc sisata cinc anys.
—Y yo sisanta set y tinc a la Palmira, a la Esther, a la Remediets…
— ¿A la Remediets també?!fotre!
—Si aixo , tu no tes res t’as tornat un manchego de mala llet, per aixo, fotem…!fotre!.
Y el padre Joaquín hizo un gesto cerrando el puño de su mano derecha y moviéndolo rítmicamente hacia delante y hacia atrás. Ya estaban llegando a la playa y algunos seminaristas rezagados se percataron del obsceno ademán del cura, aunque ni oyeron ni entendieron sus palabras. El padre Jacinto suspiró profundamente y cabeceó pensando: “no tienes arreglo, Tximo, pero qué verdades dices, estoy viejo y amargado y lo pago con los chavales”.
Una vez en la playa, los mozos dejaron sus bolsas de deporte, se quitaron la ropa a toda prisa y quemándose los pies con la rubia y fina arena corrían presurosos hacia las aguas cálidas, azules y acogedoras del Mediterráneo.
—Xintu, els manchegos pareixen llauraors a la platga.
—Deixa en pau als joves
—Xintu ¿Qui es ese pare cura gross d’aquet racó? Pareix molt bó.
—Sí, fiat des bufes, li quirden el pare Cecilio y es mestre de música al Seminari.
—Xintu ¿T’apeteix qui mos prengem una palometa?
—Y ¿Qué fem en els chavals?
—Res, están amb el pare Cecilio.
—Anem Tximo pero yo no m’enrecordo de ningú lloc…
— ¿Ca’l Peret?
—Ché el Peret cuant de anys.
— ¡Che que bo, Tximo. Ché que be Tximo, cuant de temps!
—Veus, si tu mai has segut faba.
Desde el kiosco de Peret los dos curas observaban a los chicos, cómo reían, cómo se asombraban los que nunca habían visto el mar, cómo reculaban nerviosamente ante las suaves olas de un calmado día, sin viento. El azul era un plato, una balsa de aceite, pero para los que no lo habían contemplado nunca suponía un mundo, un mundo misterioso, sin horizonte, sin fin. Cómo brillaba el agua, como se rizaba la blanca espuma, cómo, si se metían hasta la pantorrilla en las aguas transparentes, veían pececillos plateados salir corriendo, y en su imaginación, alterada por las sensaciones, todas nuevas, pensaban: y si de repente aparece la ballena de Jonás. Reían de miedo, de placer, de emoción, de sensación de libertad, entre ellos casi ni se escuchaban, y aunque el griterío que tenían armado era considerable ni lo notaban. El padre Cecilio les llamaba la atención con un silbato por si alguno se adentraba más de lo que él consideraba prudente, teniendo en cuenta que la mayoría no sabía nadar, y como mucho alguno como Hilario había dado cuatro brazadas en el río, pero sin meter jamás la cabeza dentro del agua. El padre Cecilio andaba temeroso, se sentía solo ante tanto zagal y en un medio desconocido. Él tampoco sabía nadar, miraba de vez en cuando de soslayo hacía el kiosco y con cara de fastidio pensaba: “a ver si dejan de emborracharse estos alicantinos; son unos caraduras, ellos son hombres de mar, saben nadar, hablan en valenciano, yo no me entero de nada y como se me ahogue un chaval, los mato”. Mientras Cecilio estaba temblando de miedo y enfrascado en sus pensamientos negativos, Joaquín y Jacinto iban ya por la tercera palomita, hablaban sin pudor y a voz en cuello en valenciano y reían hasta partirse el pecho. Los chavales, aunque algunos estaban un poco recelosos de las aguas por las que se supone que anduvo Cristo, lo estaban pasando como nunca en su vida a lo largo de sus diecisiete o dieciocho años con los que contaba la mayoría, todos menos uno a quien le ocurrió lo que su madre le venía anunciando antes de ingresar en el Seminario, lo que él tanto esperaba, la señal definitiva que le marcaría el resto de sus días: a Hilario “se le apareció la Virgen”. Sí, en aquella playa del Postiguet vio a la Santísima Virgen.
Se acabaron, las vacaciones. Pasó Hilario tres días en Montaña de las Aguas Claras junto a los suyos, rieron e intercambiaron anécdotas, unas del pueblo: que si los “churretas”, que si sabías lo de la Engracia, la amiga de madre, ¡Ja, ja, jaiiii!, reían todos.
De nuevo en el seminario Hilario volvió a sus estudios, sus oraciones, y su rutina. El padre Jacinto, a impartir clases con su mal genio habitual. El padre Cecilio, a enseñar música. En las clases musicales del bueno de Cecilio sí que disfrutaba Hilario, ¡qué belleza la música barroca! A Hilario la música de cualquier tiempo le transportaba a otros lugares, a situaciones imaginarias, a idílicos paisajes. El padre Cecilio, en efecto, como comentara Jacinto a su amigo Joaquín en la conversación mantenida en Alicante, era de otra pasta. A Cecilio le interesaba además de la música, el cine, la literatura, y el teatro.
Con algunos diáconos que tenía más confianza y que los sabía discretos hablaba de este tipo de aficiones, y bajo cuerda les prestaba revistas de cine como Cahiers du Cinemá, o les incitaba a leer libros que había en la biblioteca del Seminario, no ocultos pues estaban alcance de todos, pero jamás en clase de literatura se nombraban. Grandes obras como el Decamerón, por ejemplo, y esto aunque no se comentaba, se sabía; así pues, el padre Jacinto y el cura que impartía latín y griego, entre otros muchos más enseñantes le tenían declarada la guerra, y le hacían el vacío. Había cosas más importantes que enseñar, y ese tipo de distracciones mundanas sólo podrían provocar en los futuros sacerdotes malas costumbres; aun así, nadie decía esta boca es mía, pero se sabía. Como también era vox pópuli que los muchachos que hacían buenas migas con Cecilio; como Hilario y su amigo Julio, José el cordobés y Enrique y, de vez en cuando, a esas sesiones clandestinas también acudía el hipocritilla de Fabián, aunque no muy a menudo.
Y transcurrió un nuevo año, Hilario a sus diecinueve, se había acostumbrado a la vida monacal, le gustaba el estudio; especialmente la Filosofía. Contemplar las obras de arte que poseían los padres .Una de sus preferidas era “La batalla de Almansa”. ¡Cómo podían pintar así Philippo Pallota y Buenaventura de Lillis! Grandes genios, pensaba Hilario.
En breve, se ordenaría sacerdote, probablemente el sagrado sacramento “el orden sagrado”, aconteciera en la primavera próxima. Se imaginaba Hilario el espectáculo…
Hilario, recibió un sobre color malva perfumado. Cuando se lo entregó el padre portero, se lo acercó a la cara aspiró su aroma y pensó: Es una carta de la Virgen, dio la vuelta al sobre y en el remitente leyó: Magdalena Pedraza, era una misiva de su hermana. Con manos nerviosas y torpes lo abrió y comenzó a leer.
—Hilario, te escribo desde Valencia, estoy trabajando en la cafetería Barachina. Durante el día me he apuntado a unas clases de teatro, que me encantan y me las puedo proporcionar, gracias a mi trabajo como camarera. Te puedes imaginar la reacción de padre, no sabe nada de lo del teatro, pero sí de mi oficio de camarera. Pronto representaremos una obra de Lope de Vega. Mi profesor dice que valgo para las artes, y me han aconsejado que me corte el pelo y lo he hecho, dicen que me parezco a una tal Annie Girardot. Imagino querido Hilario, que no sabrás quién es. Pobre de ti, enclaustrado, no tendrás conciencia del cine, del mundo exterior, ni de lo que significa la “nouvelle vague”. Yo, estoy contenta en Valencia, es otra vida, en el teatro consideran que tengo una belleza rara muy a “la pàge” y espero triunfar, mi timidez natural se me va pasando y ya nadie me critica por mis raras manías, ni me consideran extraña, como tú bien sabes que ocurría en el pueblo. Contéstame cuando puedas. Muchos besos de tu querida hermana Magdalena.
A Hilario se le llenaron los ojos de agua, se decepcionó, no era la carta de la Virgen que durante años esperaba. Pero le escribía su muy querida hermana Magdalena, como siempre tan inocente como un gorrión. Se alegró de que se dedicara al teatro, de que por fin saliera del pueblo. ¿Qué le iba a contestar a Magdalena? obviamente, sabía quién era Annie Girardot, conocía el movimiento de la “nouvelle vague” y leía semanalmente Cahiers du Cinemá, gracias al padre Cecilio, pero, esto no se lo podía contar a Magdalena. En el claustro, el padre Prior repasaba toda la correspondencia, así es que Hilario, debía hacerse el tonto, sorprenderse de las cosas que le contaba su hermana y responderle aparentando una ignorancia e inocencia que hacía tiempo que Hilario había perdido.
En Montaña de las Aguas Claras, todo seguía su curso. Miguel continuaba festejando con Mari Loli. Entraba en casa de “los churretas” como novio formal de la hija mayor, ayudaba por la mañana temprano en la tienda de ultramarinos que poseían los progenitores de su prometida. Regresaba a comer a casa de sus padres, se echaba una pequeña siesta, y hacía como que ayudaba a su madre Encarna en el huerto; era más vago que la chaqueta de un guardia. Encarna y Eduardo estaban disgustados por la partida de Magdalena, no comprendían el motivo de su marcha a Valencia, cuando en el pueblo podía haber vivido de maravilla, cuidando al hijo pequeño de los señores Remartínez, y leyendo poesía al calor del hogar, cosa que desde niña le había agradado. Lourdes “la chivata”, terminó el bachillerato en Albacete y se fue de au-paire a Londres. Llanitos, el ojito derecho de Eduardo, continuaba estudiando con las monjas en el mismo colegio de Albacete en donde estudió “la chivata”. Y los diablos Jesús y Onofre (Judas y Belcebú), habían crecido mucho y eran la pesadilla de la joven maestra rural, pues don Ismael ya se había jubilado.
En Almansa en febrero, el tiempo era frío, soplaba el viento, la nieve caía sin cuajar cada dos por tres, y en el antiguo monasterio del siglo XV, remodelado como actual seminario, a los habitantes de dicho lugar se les hacía duro el invierno. Especialmente la misa de maitines y el “Cara al sol” con el brazo alzado en el patio central del edificio. Todo esto, y en la alborada dejaba los huesos al descubierto por mucho que intentaran abrigarse, enseñantes y alumnos.
El 28 de febrero llegaron unas cuantas cartas al monasterio, provenían de la Universidad de Valencia, la primera se la entregaron a Hilario, la segunda a Julio, y los dos por separado leyeron las misivas, les informaban de que ya eran licenciados con la calificación “cum laude”.
Hilario en filosofía pura, carrera que terminó en dos años y medio, cuando la duración de dichos estudios se mantenía a lo largo de cinco cursos. Julio, en ciencias exactas y habiendo empleado el mismo tiempo que su amigo Hilario. Ante este hecho, las distintas facultades les ofrecían sendas becas por el periodo de un mes en Madrid, es decir, estancia pagada en un colegio mayor, clases magistrales impartidas por los intelectuales y científicos de la época y un dinero de bolsillo que correría a cargo de la Universidad valenciana.
Los curas les felicitaron, se reunieron, y al final concretaron: chicos para Madrid. ¡Enhorabuena! Aprovechad lo que el buen Dios os ofrece y en cuanto concluya la Pascua Florida, coged el autobús de línea y a la capital.
A Hilario le destinaron al Colegio mayor San Juan Evangelista.
A Julio al Colegio mayor San Pablo.
Y a finales de marzo tomaron el autobús de línea Hilario y Julio y con palmadas en la espalda y palabras de ánimo por parte de los curas partieron hacia la capital. A mediados de mayo, Hilario, Julio, José el cordobés, Emilio y Fabián “el hipócrita” entre otros serían ordenados sacerdotes.
ángeles, mi amiga Pilar Fernandez Soler.
Espero que os guste tanto como a mí este precioso relato.
MONTAÑA DE AGUAS CLARAS
Hilario, era un niño sensible, es decir, hipersensible, nacido en La Mancha en un pueblo que popularmente le denominan el pueblo de las tres mentiras, no sé bien qué quieren decir los lugareños con eso de las tres mentiras, aunque presupongo que es algo así como que la denominación del pueblo en cuestión no se corresponde con la realidad. Hilario pertenecía a una familia de siete hermanos, él era el mayor y por lo tanto el responsable de los seis pequeños a los que tenía que atender a la vuelta del colegio, pues su madre, Encarna, ya estaba bastante afanada amamantando a los dos mellizos que vinieron al mundo sin que su marido Eduardo, de profesión guarda civil y de ideas ancladas en el pasado, se lo esperase. Encarna preparaba el gazpacho manchego como ninguna, atildaba a sus tres niñas con lazos y encajes, al estilo de la época, se diría que las niñas eran muñecas recién salidas de la cajita; sin embargo a sus hijos varones, a Hilario y a Miguel, los trataba duramente, no por falta de cariño, no era el caso de Encarna; simplemente consideraba que a los varones había que educarlos “manu militari”. Los pequeñuelos no contaban, en primer lugar, porque vivían pegados a los pechos de Encarna, que con cuarenta y dos años había traído al mundo cinco hijos antes de los mellizos; en el fondo estos eran una bendición de Dios. Su marido Eduardo, se pasaba la semana en el cuartel de la Guardia Civil, llegaba a casa y a mesa puesta comía un buen plato de pisto, o si había ido a cazar el domingo con sus colegas de profesión, su mujer habría preparado perdiz escabechada, o cocinado esos conejos que él mismo había cazado hacía apenas unos días. Encarna preparaba la caza con entusiasmo, nunca estaba triste, tampoco exultante casi nunca, tenía bastante faena con los hijos, limpiar la casa y llevar bien derechito a Hilario del que, de vez en cuando, el maestro rural daba sus quejas, Miguel era otra cosa, sí más travieso, pero más avispado también y se imaginaba el matrimonio un futuro espléndido para dicho zagal, sin embargo Hilario… hacía de las suyas, no es que tuviera maldad, no, pero era rarito, a sus doce años leía demasiadas novelas, imponía su carácter a don Ismael, el maestro que le castigaba dándole con la regla de madera en las uñas cuando Hilario sacaba su carácter de niño apocado pero terco.
Iban pasando los años, Magdalena, Lourdes y María de los Llanos iban creciendo hermosas como flores, con sus largas melenas rizadas con tenacillas, grandes lazos de variopintos colores y sus senos incipientes que se alzaban hacia el cielo. Miguel ya contaba catorce años. Uno menos que Hilario, que a sus quince seguía siendo torpe, alto, flaco, introvertido y metido de lleno en sus tebeos y sus novelas por entregas. Así que el matrimonio formado por Encarna y Eduardo empezó a plantearse el futuro de sus cinco hijos. Los dos mamones, es decir, Jesús y Onofre, no les preocupaban en demasía eran todavía pequeños, mimados y con tres añitos los consideraban el regalito del cielo; ya se preocuparían y ocuparían sus tres hijas mayores, y especialmente Hilario, que como mozuelo y ya con una edad considerable habría de ser responsable de toda la purrela y debería centrarse en una profesión digna.
De esta manera se plantearon el futuro.
—Eduardo, este chico se va haciendo mayor, no se decanta por ningún oficio y en fin no parece que quiera seguir tu carrera como sargento de la Guardia Civil.
—Ya lo he pensado Encarna, esta misma mañana se ha pasado por el cuartel don Gumersindo, ya sabes el párroco, y le he hablado de Hilario, hemos tenido una larga conversación acerca de las pocas aspiraciones de nuestro hijo y me ha aconsejado creo que bien…
—Dime Eduardo, que es lo que opina don Gumersindo.
—Pues, que dado el carácter espiritual y apocado de Hilario le vendría de perlas una buena formación académica.
— ¡Académica, Eduardo! Si no llegamos a fin de mes.
—Tranquila Encarna, don Gumersindo me ha aconsejado que Hilarín ingrese en el Seminario.
— ¿En el Seminario Eduardo? si Hilarín no cree ni en el badajo de la campana.
—Mujer, esas son cosas de juventud, tú y yo somos católicos, apostólicos, y romanos en qué cabeza cabe el hecho de que nos salga un hijo ateo, anatema, Encarna, anatema, no tientes al diablo.
—No, yo no pretendo tentar a nadie pero ¿tú crees que nuestro Hilarín serviría para cura?
—Encarna, tanto como cura, pues sinceramente no sé qué decirte, de momento que ingrese como seminarista, novicio, o como coño llamen esos beatos que hablan en latín a esa profesión, y vamos, mujer, no te preocupes tanto, vayamos a la cama y mañana será otro día.
—Pero Eduardo no se puede jugar con fuego, esto de las vocaciones religiosas es una cosa seria y sinceramente yo…
—Vamos, Encarna, ponte el camisón de ventanilla y a retozar con tu esposo que a tus cuarenta y cinco no creo que te quedes preñada.
—Eduardo, siempre soñé con un marido delicado.
—Encarnita hija, uno es como es, hay que sacar adelante a mucha tropa, y tú no tendrás ni media queja de lo trabajador que es tu sargento.
—Por supuesto, trabajador donde los haya, pero sin un poquito de tacto.
—Vamos, moza, que todavía estás recia, potranca, déjate de estupideces románticas de esas que me figuro que comentareis las paisanas cuando hacéis encaje de bolillos.
—Si en el fondo llevas toda la razón, Eduardo, eso son boberías, espera, que he engordado algo y el camisón de ventanilla me tira un poquito.
— ¿Un poquito?, a disfrutar tía buena y no te hagas la santita que uno está muy cansado después de la jornada en el cuartel, quiero terminar rápido y relajarme en un profundo sueño.
—Llevas razón mi dulce Eduardo, ¡Aaaaaah! Qué bien y que pronto.
Y llegó el verano. Hilario se fue a bañar al río, y de paso, de vuelta a casa robó unos cuantos albaricoques de una finca cercana a su hogar, los fue mordisqueando y haciendo tiempo para acabar de comérselos antes de que le pillara alguien de su clan, especialmente su hermana Lourdes “la chivata”. Hilario no tenía ganas de bronca y menos de que su madre, Encarna, le diera un buen zapatillazo y empezara con la cantinela: el día que te pillen robando fruta los Señores Remartínez será la ruina de esta familia y la vergüenza de tu padre que siempre ha ido con la cabeza muy alta. Hilario traspasó la cortina de macramé confeccionada por Encarna, apartó con una mano las moscas, que revoloteaban ese día inquietas y accedió a la cocina, donde habitualmente almorzaba su familia.
— ¡Hola!— dijo.
—Se dice: Buenas tardes— le espetó su padre.
—Pues buenas tardes a todos— contestó con desgana Hilario.
— ¡Anda hijo!—dijo Encarna—, coge una silla y acércate a la mesa.
— Y tú… ¿de dónde vienes?— preguntó Eduardo.
—De darme un baño en el río— contestó Hilario.
— Pues ya está bien de hacer el holgazán— refunfuñó Eduardo.
—Tengamos la fiesta en paz— saltó Encarna rápidamente—, bendigamos la mesa.
—Sí, sí, bendigamos y bendigamos muy mucho la mesa Encarna. Y contigo— dijo el padre, amenazando con el dedo índice a su hijo mayor— hablaré después del postre.
Algún tiempo después.
—Mira hijo, no pretendo que nos enfademos, ni mucho menos, pero a tu madre y a mí nos preocupa tu futuro, ya eres un hombre—y empleó una sonrisa curil impropia de él—En resumen hemos estado hablando con don Gumersindo, el párroco, y nos ha estado orientando. Podrías ganarte bien la vida ingresando en el Seminario, insisto, ya eres un hombre y ¡enhorabuena por ello Hilario!
—Un hombre he sido desde que me reconozco, no me habéis permitido tener infancia. Me he pasado desde mis más lejanos recuerdos atendiendo a las niñas, pendiente de Miguel y como colofón sacando a pasear a esos dos mamones de mellizos que tenéis—Pensó para sí Hilario.
—Te quedas muy callado, di algo al menos.
—Habéis hablado con Gumer…
— ¿Cómo te atreves a llamar al párroco de esa manera?
—Atreviéndome; al fin y a la postre solo empleo un diminutivo.
—Llevas razón hijo, diminutivo, bonita palabra, por eso queremos que estudies, que te formes con esos señores que tienen tanta cultura y con los que aprenderás hasta latín, matemáticas, el origen de la vida, ciencias, vaya todo lo que tu padre y tu madre no han tenido la oportunidad de aprender. Aunque estarás de acuerdo conmigo en que tu padre es un luchador y mira, mira hasta donde he llegado, a sargento de la Benemérita, un buen cargo ¿verdad?
— ¿Luchador?, un vago es lo que has sido durante toda tu vida—volvió a pensar para sus adentros Hilario.
—Otra vez te callas hijo.
—Perdone padre, solo pensaba.
—Dime, dime lo que piensas Hilarín.
—Latín, matemáticas y todo lo que usted plantea quizá lo aprenda con los cuervos, pero el origen de la vida… ¿me quiere explicar a qué se refiere con ello?, si quiere decirme que a estas alturas me planteo de donde vienen los niños, lo lleva usted claro. He visto embarazada a madre unas cuantas veces, y yo mismo he ido a buscar a la partera mientras usted se entretenía cazando perdices; ahora bien, si usted se refiere a cómo se fabrican los niños, por ejemplo, esos dos mamones que tienen, también lo sé.
—Serás maleducado e irreverente y ahora te hablo como guardia civil: cabrón, mariconazo, nenaza, ¡Encaaaaarnaaaa!
— ¿Pero qué pasa aquí, Eduardo?
—Que hemos traído un monstruo al mundo, que me duele el pecho, que me va matar, que me da un infarto, ¡anatema, anatema, anateeemaaaa...! Encarna llévatelo con esos monjes, frailes, curas o lo que sean y que le hagan un “exorcicio” o como coño se diga. ¡Me mata, me mata! Me pongo el tricornio y me voy al cuartel, tú hazte cargo de ese maricón de hijo que has parido, a mí ya se me ha acabado la paciencia, y al acabar el servicio me iré a la taberna y vendré cuando me salga de los cojones; ya estoy harto de tener que dar explicaciones en mi propia casa.
—Hijo, hijo, ¿te das cuenta de lo que has conseguido?: que tu padre no vuelva más por casa.
—Madre, mi padre volverá por casa como siempre con dos o tres copas de más como usted bien sabe ¿o no es consciente de que en el pueblo le llaman Eduardo el copas?
— ¡Jesús!, qué cosas dices.
—Madre, no nombre tanto a Jesús que así se llama uno de sus mellizos y más que Jesús le tendrían que haber puesto Judas, ya que también empieza por jota, y es más malo que un pecao.
— ¡Jesús! Hilario…
—Nombre a Onofre, que a ese le tendrían que haber bautizado con el nombre de Belcebú, le iría mejor.
— ¡Hilarín! No irás a tener celos de esos dos angelitos que no han cumplido todavía los cuatro años, cuando tú ya vas para los dieciséis.
— ¿Angelitos? Sí, Belcebú y Judas, por cierto creo que Belcebú alguna vez fue ángel.
—Hilario, ya eres un hombre y…
— Has de labrarte tu futuro, ya lo sé señora Encarna, me lo han repetido últimamente hasta la saciedad. Me labraré mi futuro iré al Seminario, y me haré cura.
—Que alegría hijo mío, esto ha ocurrido gracias a mis plegarias y a mis santitos a quien todas las noches les enciendo su correspondiente lamparilla, gracias a Dios, al santo niño del caño roto, al niño de la bola, al Jesús de la cañita y a…
—¡Madre! una cosa es que me vaya con los cuervos, y otra es que me nombre usted al santo niño del caño roto, etc., bastante roto tengo yo el caño y la cañita, además no quiero continuar en este pueblo de las tres mentiras: “Montaña de las Aguas Claras”, donde ni hay montaña, ni agua y menos clara; el río que tenemos arrastra unas aguas ponzoñosas, y este lugar es un secarral, así que me iré para Almansa, al Seminario.
—Se me ha aparecido la Virgen hijo.
—Eso es lo que yo espero, que se me aparezca a mí también en Almansa, sobre todo si es tan guapa como la que usted y padre tienen encima de su cama.
—Pues claro hijo, claro que se te aparecerá.
— ¿Está usted segura madre?
—Claro hijo, claro.
—Bien, entonces me iré para Almansa, confío en su fe, y en que se me aparezca la Virgen tan guapa como la que tiene usted en su alcoba, eso sí, sin ese niño rubito que es igual que Jesús y Onofre, es decir, igual que Judas y Belcebú.
— ¡Hay Hilario! no sé quien es Belcebú, pero si tú dices que fue un ángel no me parece tan mal, pero Judas, eso sí que no, no me gusta, aunque, picarón, yo sé que eres tan bromista como tu padre, así que no te hago caso, ya verás que bien lo vas a pasar. Me han dicho que los curas tienen unas instalaciones deportivas, que ya quisiéramos aquí en “las tres mentiras”, que comen bien, y que además tienen un vinillo bendecido por Cristo que espanta los malos pensamientos y alegra el espíritu.
—Que dice madre, si aquí en el pueblo no hay instalaciones deportivas. Lo del vinillo bendecido por Cristo, me parece un tanto difícil, que ese señor viaje a Almansa para bendecir, pero eso de que se me va aparecer la Virgen sí lo encuentro interesante, y si no es virgen me da lo mismo.
— ¿Qué es lo último que has dicho sobre María Santísima Hilario?
—Nada madre, nada me parece que usted se está quedando algo sorda, pero mejor.
—El Señor, ay Hilarín ¡Qué alegría! Si por fin crees en el Señor, vamos buen mozo, a hacer las maletas y a encaminarnos a casa de don Gumersindo, que nos ha prometido acompañarte al Seminario. Qué contento se va a poner mi sargento, ya tenemos a uno de los hijos encaminado y bien encaminado. Dame un beso, Hilarín.
—Madre, deme usted a mí otro, cuídese y no se preocupe.
—En cuanto cumplas con los votos iremos a verte.
—Será para la matanza, y te llevaremos unos chorizos y…
—No llore madre, seguro que estaré bien y además se me aparecerá la Virgen o la no virgen.
—Ah! Eduvigis no, la tía Eduvigis no podrá ir a verte, ya sabes, es la mayor de mis hermanas y ya está un poco…
—Adiós Madre, cuide de los mamones, esté atenta con Miguel que es un buen pájaro, y ya escribiré a las niñas. ¡Ah! dele un abrazo al “copas”.
—Si hijo sí, le daré recuerdos a los señores, estaré atenta del vergel y que no tenga ácaros, regaré las viñas y haré buenas sopas. Dios te guarde hijo.
El Seminario de Almansa era amplio, claro y limpio. Los seminaristas se levantaban a las 06:00 horas todos los días. Se duchaban con agua templada, desayunaban café, tostadas y aceite. Asistían a misa de maitines, cantaban el “Cara al sol”, y a continuación realizaban unas actividades de estudios intensivas; comenzaban con latín, hacían un espacio para entonar cánticos y oraciones; esto duraba aproximadamente media hora. Salían al patio a hacer deporte, unos días fútbol, otros, baloncesto, y a diario treinta minutos de gimnasia. A continuación almorzaban fruta y algo de embutido o queso, meditaban durante 15 minutos y volvían al estudio, dependiendo del día de la semana podría ser, matemáticas, física, química, astronomía, historia, historia del cristianismo o los Santos Evangelios. Comían a las 14:00, normalmente sopa o puré de primero y pescado al horno, carne guisada y postre, que a veces consistía en fruta de temporada y otras en flan, natillas con canela o algún dulce, siempre perfectamente cocinado por las diestras manos de los padres cocineros, todo esto acompañado por una copa de vino tinto y agua del pozo del Seminario de Almansa, un agua fresca y gorda, tan agradable, que su sabor lo recordaría Hilario a lo largo de toda su vida. A las 14:30 se retiraban a sus celdas hasta las 15:00, hora en que emprendían de nuevo el estudio de la filosofía, el arte, la lengua, y como bien decía Eduardo: las ciencias naturales, y hacia las seis leían y comentaban la biblia durante diez minutos. Después descansaban; merendaban leche y zumo con rosquillas o galletas caseras y charlaban y reían entre ellos comentando anécdotas futbolísticas, las cartas que les enviaban las familias o hablaban de boxeo. A las siete se celebraba la misa vespertina cantada y en latín, los seminaristas que quisieran podían quedarse a aprender a tocar el órgano con el padre Cecilio, fuerte, bonachón y enamorado de Johan Sebastian Bach; los que no eran muy melómanos debían ir a clase de estudio durante la hora en que los otros muchachos aprendían música. Tres días a la semana y de ocho a nueve, todos estaban obligados a hacer tareas, o a estudiar las asignaturas correspondientes que el profesor o padre asignado les dictara. Desde las nueve a las nueve y media disfrutaban de relax. A las 21:30 el hermano Benito y el padre Juan les servían la cena, que consistía en verduras rehogadas o bien hervidas con patatas, queso de la tierra, la misma copa de vino del almuerzo que provenía de la cava que tenían los curas en el Seminario, agua del pozo, pan, que también horneaban los padres y fruta o postre, generalmente les dejaban en el centro de cada mesa compartida por seis personas una jarra de manzanilla, para un mejor descanso nocturno, algunas veces la cena variaba y en lugar del queso comían tortilla española con ensalada o huevos fritos con chorizo, pero se daba en pocas ocasiones. Los domingos la comida era especial y los postres más abundantes; tampoco estudiaban ni trabajaban los chavales; los que eran de Almansa después de la Santa Misa y el almuerzo se marchaban a pasar la tarde con sus familias, pero estos eran solamente unos pocos, la mayoría pertenecían a pueblos de toda la zona manchega y alicantina y se quedaban enclaustrados leyendo la biblia, las cartas familiares o alguna que otra novela a escondidas, pues las novelas no estaban permitidas en el Seminario. Los más trabajadores estudiaban también los domingos, sobre todo por el miedo que les producía a algunos pensar en las preguntas del padre Jacinto, profesor de matemáticas y física-química o del padre Julián, profesor de latín y griego. Como no se supieran las lecciones correctamente podrían ser dos bestias feroces repartiendo cogotazos y levantándolos en el aire por las patillas, que por cierto pocas tenían pues los jóvenes llevaban el pelo prácticamente rapado.
Había pasado un año desde la partida de Hilario de Montaña de las Aguas Claras. Miguel ya había cumplido los dieciséis y cortejaba a una moza, Mari Loli, la de “los churretas”, así la llamaban en el pueblo; pues parece ser que su familia extraperlaba con el aceite en la postguerra y un buen día en el camión que transportaban el mismo, se les rompió un bidón y quedaron empapados en aceite y enchurretados. Miguel, ayudaba a su madre en el pequeño huerto que había en la parte trasera de la vivienda, recogía con ella los pimientos, los tomates, los calabacines y poco más. Por las tardes se empingorotaba, se rociaba de colonia a granel de arriba abajo y se encaminaba hacia la casa de “los churretas” a buscar a Mari Loli quien a sus quince años era una chica agraciada de cara redonda, hoyuelos cuando sonreía y ojos maliciosos. Había terminado la primaria y ayudaba a su familia en la pequeña tienda de ultramarinos que tenían en el pueblo, era graciosa y pregonando sus mercancías hacía que los parroquianos se rieran, y acabaran comprando cuánto Mari Loli pretendía. Magdalena, la primera hija de Encarna y Eduardo, teniendo la misma edad que Mari Loli, era la otra cara de la moneda: alta, flaca, lánguida, muy parecida físicamente a su hermano mayor Hilario. Pero así como a Hilario esa belleza estilizada y melancólica le daba un aire especial y único, en Magdalena no resultaba nada atractivo, no era coqueta, se aseaba y cepillaba su lacio y largo pelo a diario, se vestía con lo primero que sacaba del armario: un hueco hecho de obra por su padre y tapado por una especie de jarapa de colores confeccionada por su madre. Callada e introvertida como su hermano gustaba de leer al lado de la chimenea, y como Encarna no leía con mucha fluidez, Magdalena, antes de que el sargento llegara del trabajo le solía recitar alguna poesía de Bécquer a su madre. Lourdes “la chivata” que iba a cumplir los catorce convenció a sus padres para que la dejaran ir a estudiar el bachillerato a Albacete, era alta como Magdalena, pero pícara como Miguel e intrigante donde las hubiera. Y por último la pequeña de las niñas Mª de los Llanos o Llanitos, como la llamaban familiarmente, era la más hermosa de todas, con los ojos achinados y color miel, el pelo ondulado, abundante y de un rubio obscuro que en el verano se le veteaba con diferentes tonalidades, y un carácter afable y paciente; sólo contaba diez años de edad por entonces, pero prometía ser una belleza. Le gustaba cantar y oír la radio y tenía muchas amigas en el colegio del pueblo, y los pequeños Judas y Belcebú, es decir, Jesús y Onofre ya habían cumplido cinco años y eran el terror del lugar, más malos que un dolor de muelas y pícaros y malcriados a raudales. Y así llegó un nuevo verano. El copas a sus cincuenta años seguía en su línea: de la casa al cuartel, del cuartel a la taberna y echando un tiento si podía a cuanta moza recia se le cruzaba en el camino. Un buen día a finales del mes de julio, llegó una carta de Hilario. Magdalena la leyó en alto para que todos la escucharan con claridad y…
Queridos padres y hermanos:
¿Cómo va todo por Montaña de las Aguas Claras? Aquí en Almansa hace mucho calor, bueno, ya sabéis todos como es Castilla. Aunque en el Seminario estoy bien fresco. Al ser un antiguo monasterio del siglo XV, durante el verano se está de maravilla con sus muros gruesos, su amplio patio central, sus jardines aledaños, sus fuentes, en fin, esto se lo cuento a mis hermanos, pues ustedes, padres, lo conocen bien, se molestaron en viajar hasta aquí, para traerme chorizos y un poco de jamón, después de la matanza, viandas que compartí con algunos de mis compañeros, y no se pueden imaginar ustedes, queridos padres, lo agradecidos que quedaron con la familia Pedraza.
Quiero darles una buena noticia: voy a conocer el mar, ¡Sí, el mar! como toda nuestra familia, lo he visto en películas, pero al natural el mar… debe ser grandioso. Intento imaginarme para no parecer cobarde que es algo así como nuestro riachuelo, pero más grande y azul, porque como lo piense mucho no me baño. Así es que los curas nos llevan de vacaciones a Alicante, iremos a una playa llamada el Postiguet, y nos albergaremos en la casa de los Salesianos, veremos también El Campello, Altea, Denia, y creo que si da tiempo, nos pasaremos por Benidorm. También los padres nos enseñarán la ciudad de Valencia. Como verán estoy emocionado y nervioso, esto durará ocho días, a continuación nos dejarán tres días libres para que vayamos a visitar a las familias, así es que gustosamente y con el permiso de ustedes, señores padres, me acercaré a visitarles, me llevará un paisano en su camioneta, un alma caritativa que después continuará su viaje a Madrid, y no le importa desviarse un poquito y dejarme en nuestro bendito hogar junto a todos ustedes. Como ven estoy contento, no me esperaba todos estos acontecimientos, y el hecho de imaginarnos juntos después de un año sin regresar al pueblo me produce regocijo y alegría.
Hasta pronto.
Hilario.
—Eduardo—dijo Encarna exultante—ha dicho ¡el mar, el mar y el mar de Alicante!
Con las ganas que tengo yo de conocer el mar. ¡Qué alegría Eduardo! ¡Qué alegría! Nuestro Hilarín en el mar…
—Tenía usted razón padre—dijo el coro de hermanos—, este va a vivir como lo que ya casi es: como un cura…
Llegaron a Alicante. Habían cogido el tren en Almansa de madrugada, con las maletas atadas con cuerdas y viajando en tercera, desayunando chorizo y bebiendo vino en bota. Los compartimentos de los vagones eran de madera, destartalados, pero ellos se hallaban emocionados y tensos. Casi ninguno, conocía el mar, exceptuando a los seminaristas que pertenecían a los pueblos de la provincia de Alicante cercanos a la capital. Se alojaron en el Colegio de los Salesianos, donde fueron bien recibidos por el padre Tximo, que cariñoso acariciaba las tonsuradas y cabizbajas cabecitas de los futuros sacerdotes.
—Eh!, Chicons, dexeu els maletetes y anemone a la platga. ¿Qué te pareix frai Jacintu?
—Por favor, Tximo, hábleme correctamente en castellano, que en valenciano no le entendemos ni yo, ni los chicos, y no soy fraile soy sacerdote, y puedo dar misa
—Ché, quina poca graçia me fas Xintu, ¡collons! anem a la platga amb els chiquets y res mes don Xintu.
—Por favor Joaquín, nos conocemos hace años, empezamos juntos en el Seminario, te aprecio y tú lo sabes, pero para un poco con tu gracia valenciana, porque si no los chavales nos van a tomar por el pito del sereno y después no va a haber quien los meta en cintura. Y por el amor de Dios, Joaquín, delante de los seminaristas hablémonos de usted.
—Ché, collons, quina raó que tens. Et parlaré en castellá cuan yo vulga, y davant dels chiquets també, cuan a mí se m’en done la gana, no, si encara en la meua casa han de vindre, y donarme consells.
—Ché, Ché, Tximo si tu u saps, yo també. Soc d’Alacant.
—Per aixo mateix.
—Por favor Joaquín, no es lo mismo tú te dedicas a la enseñanza en un colegio de señoritos de Benalúa, y yo a desasnar manchegos y a pretender que lleguen al sacerdocio…
—En aixo tens tota la raó els manchegos ¡qué burrots!
— ¡Au s’acabat! mon anem al postiguet Tximo.
— Una miquiua no mes Xintu ¿Qué va pasar amb Marieta la dolça?
—S’en va anar amb un chic fadrí, q’anaba a fer la pobreta en un cura.
—y ¿Com va el piu?
— ¿Qué creus? Tinc sisata cinc anys.
—Y yo sisanta set y tinc a la Palmira, a la Esther, a la Remediets…
— ¿A la Remediets també?!fotre!
—Si aixo , tu no tes res t’as tornat un manchego de mala llet, per aixo, fotem…!fotre!.
Y el padre Joaquín hizo un gesto cerrando el puño de su mano derecha y moviéndolo rítmicamente hacia delante y hacia atrás. Ya estaban llegando a la playa y algunos seminaristas rezagados se percataron del obsceno ademán del cura, aunque ni oyeron ni entendieron sus palabras. El padre Jacinto suspiró profundamente y cabeceó pensando: “no tienes arreglo, Tximo, pero qué verdades dices, estoy viejo y amargado y lo pago con los chavales”.
Una vez en la playa, los mozos dejaron sus bolsas de deporte, se quitaron la ropa a toda prisa y quemándose los pies con la rubia y fina arena corrían presurosos hacia las aguas cálidas, azules y acogedoras del Mediterráneo.
—Xintu, els manchegos pareixen llauraors a la platga.
—Deixa en pau als joves
—Xintu ¿Qui es ese pare cura gross d’aquet racó? Pareix molt bó.
—Sí, fiat des bufes, li quirden el pare Cecilio y es mestre de música al Seminari.
—Xintu ¿T’apeteix qui mos prengem una palometa?
—Y ¿Qué fem en els chavals?
—Res, están amb el pare Cecilio.
—Anem Tximo pero yo no m’enrecordo de ningú lloc…
— ¿Ca’l Peret?
—Ché el Peret cuant de anys.
— ¡Che que bo, Tximo. Ché que be Tximo, cuant de temps!
—Veus, si tu mai has segut faba.
Desde el kiosco de Peret los dos curas observaban a los chicos, cómo reían, cómo se asombraban los que nunca habían visto el mar, cómo reculaban nerviosamente ante las suaves olas de un calmado día, sin viento. El azul era un plato, una balsa de aceite, pero para los que no lo habían contemplado nunca suponía un mundo, un mundo misterioso, sin horizonte, sin fin. Cómo brillaba el agua, como se rizaba la blanca espuma, cómo, si se metían hasta la pantorrilla en las aguas transparentes, veían pececillos plateados salir corriendo, y en su imaginación, alterada por las sensaciones, todas nuevas, pensaban: y si de repente aparece la ballena de Jonás. Reían de miedo, de placer, de emoción, de sensación de libertad, entre ellos casi ni se escuchaban, y aunque el griterío que tenían armado era considerable ni lo notaban. El padre Cecilio les llamaba la atención con un silbato por si alguno se adentraba más de lo que él consideraba prudente, teniendo en cuenta que la mayoría no sabía nadar, y como mucho alguno como Hilario había dado cuatro brazadas en el río, pero sin meter jamás la cabeza dentro del agua. El padre Cecilio andaba temeroso, se sentía solo ante tanto zagal y en un medio desconocido. Él tampoco sabía nadar, miraba de vez en cuando de soslayo hacía el kiosco y con cara de fastidio pensaba: “a ver si dejan de emborracharse estos alicantinos; son unos caraduras, ellos son hombres de mar, saben nadar, hablan en valenciano, yo no me entero de nada y como se me ahogue un chaval, los mato”. Mientras Cecilio estaba temblando de miedo y enfrascado en sus pensamientos negativos, Joaquín y Jacinto iban ya por la tercera palomita, hablaban sin pudor y a voz en cuello en valenciano y reían hasta partirse el pecho. Los chavales, aunque algunos estaban un poco recelosos de las aguas por las que se supone que anduvo Cristo, lo estaban pasando como nunca en su vida a lo largo de sus diecisiete o dieciocho años con los que contaba la mayoría, todos menos uno a quien le ocurrió lo que su madre le venía anunciando antes de ingresar en el Seminario, lo que él tanto esperaba, la señal definitiva que le marcaría el resto de sus días: a Hilario “se le apareció la Virgen”. Sí, en aquella playa del Postiguet vio a la Santísima Virgen.
Se acabaron, las vacaciones. Pasó Hilario tres días en Montaña de las Aguas Claras junto a los suyos, rieron e intercambiaron anécdotas, unas del pueblo: que si los “churretas”, que si sabías lo de la Engracia, la amiga de madre, ¡Ja, ja, jaiiii!, reían todos.
De nuevo en el seminario Hilario volvió a sus estudios, sus oraciones, y su rutina. El padre Jacinto, a impartir clases con su mal genio habitual. El padre Cecilio, a enseñar música. En las clases musicales del bueno de Cecilio sí que disfrutaba Hilario, ¡qué belleza la música barroca! A Hilario la música de cualquier tiempo le transportaba a otros lugares, a situaciones imaginarias, a idílicos paisajes. El padre Cecilio, en efecto, como comentara Jacinto a su amigo Joaquín en la conversación mantenida en Alicante, era de otra pasta. A Cecilio le interesaba además de la música, el cine, la literatura, y el teatro.
Con algunos diáconos que tenía más confianza y que los sabía discretos hablaba de este tipo de aficiones, y bajo cuerda les prestaba revistas de cine como Cahiers du Cinemá, o les incitaba a leer libros que había en la biblioteca del Seminario, no ocultos pues estaban alcance de todos, pero jamás en clase de literatura se nombraban. Grandes obras como el Decamerón, por ejemplo, y esto aunque no se comentaba, se sabía; así pues, el padre Jacinto y el cura que impartía latín y griego, entre otros muchos más enseñantes le tenían declarada la guerra, y le hacían el vacío. Había cosas más importantes que enseñar, y ese tipo de distracciones mundanas sólo podrían provocar en los futuros sacerdotes malas costumbres; aun así, nadie decía esta boca es mía, pero se sabía. Como también era vox pópuli que los muchachos que hacían buenas migas con Cecilio; como Hilario y su amigo Julio, José el cordobés y Enrique y, de vez en cuando, a esas sesiones clandestinas también acudía el hipocritilla de Fabián, aunque no muy a menudo.
Y transcurrió un nuevo año, Hilario a sus diecinueve, se había acostumbrado a la vida monacal, le gustaba el estudio; especialmente la Filosofía. Contemplar las obras de arte que poseían los padres .Una de sus preferidas era “La batalla de Almansa”. ¡Cómo podían pintar así Philippo Pallota y Buenaventura de Lillis! Grandes genios, pensaba Hilario.
En breve, se ordenaría sacerdote, probablemente el sagrado sacramento “el orden sagrado”, aconteciera en la primavera próxima. Se imaginaba Hilario el espectáculo…
Hilario, recibió un sobre color malva perfumado. Cuando se lo entregó el padre portero, se lo acercó a la cara aspiró su aroma y pensó: Es una carta de la Virgen, dio la vuelta al sobre y en el remitente leyó: Magdalena Pedraza, era una misiva de su hermana. Con manos nerviosas y torpes lo abrió y comenzó a leer.
—Hilario, te escribo desde Valencia, estoy trabajando en la cafetería Barachina. Durante el día me he apuntado a unas clases de teatro, que me encantan y me las puedo proporcionar, gracias a mi trabajo como camarera. Te puedes imaginar la reacción de padre, no sabe nada de lo del teatro, pero sí de mi oficio de camarera. Pronto representaremos una obra de Lope de Vega. Mi profesor dice que valgo para las artes, y me han aconsejado que me corte el pelo y lo he hecho, dicen que me parezco a una tal Annie Girardot. Imagino querido Hilario, que no sabrás quién es. Pobre de ti, enclaustrado, no tendrás conciencia del cine, del mundo exterior, ni de lo que significa la “nouvelle vague”. Yo, estoy contenta en Valencia, es otra vida, en el teatro consideran que tengo una belleza rara muy a “la pàge” y espero triunfar, mi timidez natural se me va pasando y ya nadie me critica por mis raras manías, ni me consideran extraña, como tú bien sabes que ocurría en el pueblo. Contéstame cuando puedas. Muchos besos de tu querida hermana Magdalena.
A Hilario se le llenaron los ojos de agua, se decepcionó, no era la carta de la Virgen que durante años esperaba. Pero le escribía su muy querida hermana Magdalena, como siempre tan inocente como un gorrión. Se alegró de que se dedicara al teatro, de que por fin saliera del pueblo. ¿Qué le iba a contestar a Magdalena? obviamente, sabía quién era Annie Girardot, conocía el movimiento de la “nouvelle vague” y leía semanalmente Cahiers du Cinemá, gracias al padre Cecilio, pero, esto no se lo podía contar a Magdalena. En el claustro, el padre Prior repasaba toda la correspondencia, así es que Hilario, debía hacerse el tonto, sorprenderse de las cosas que le contaba su hermana y responderle aparentando una ignorancia e inocencia que hacía tiempo que Hilario había perdido.
En Montaña de las Aguas Claras, todo seguía su curso. Miguel continuaba festejando con Mari Loli. Entraba en casa de “los churretas” como novio formal de la hija mayor, ayudaba por la mañana temprano en la tienda de ultramarinos que poseían los progenitores de su prometida. Regresaba a comer a casa de sus padres, se echaba una pequeña siesta, y hacía como que ayudaba a su madre Encarna en el huerto; era más vago que la chaqueta de un guardia. Encarna y Eduardo estaban disgustados por la partida de Magdalena, no comprendían el motivo de su marcha a Valencia, cuando en el pueblo podía haber vivido de maravilla, cuidando al hijo pequeño de los señores Remartínez, y leyendo poesía al calor del hogar, cosa que desde niña le había agradado. Lourdes “la chivata”, terminó el bachillerato en Albacete y se fue de au-paire a Londres. Llanitos, el ojito derecho de Eduardo, continuaba estudiando con las monjas en el mismo colegio de Albacete en donde estudió “la chivata”. Y los diablos Jesús y Onofre (Judas y Belcebú), habían crecido mucho y eran la pesadilla de la joven maestra rural, pues don Ismael ya se había jubilado.
En Almansa en febrero, el tiempo era frío, soplaba el viento, la nieve caía sin cuajar cada dos por tres, y en el antiguo monasterio del siglo XV, remodelado como actual seminario, a los habitantes de dicho lugar se les hacía duro el invierno. Especialmente la misa de maitines y el “Cara al sol” con el brazo alzado en el patio central del edificio. Todo esto, y en la alborada dejaba los huesos al descubierto por mucho que intentaran abrigarse, enseñantes y alumnos.
El 28 de febrero llegaron unas cuantas cartas al monasterio, provenían de la Universidad de Valencia, la primera se la entregaron a Hilario, la segunda a Julio, y los dos por separado leyeron las misivas, les informaban de que ya eran licenciados con la calificación “cum laude”.
Hilario en filosofía pura, carrera que terminó en dos años y medio, cuando la duración de dichos estudios se mantenía a lo largo de cinco cursos. Julio, en ciencias exactas y habiendo empleado el mismo tiempo que su amigo Hilario. Ante este hecho, las distintas facultades les ofrecían sendas becas por el periodo de un mes en Madrid, es decir, estancia pagada en un colegio mayor, clases magistrales impartidas por los intelectuales y científicos de la época y un dinero de bolsillo que correría a cargo de la Universidad valenciana.
Los curas les felicitaron, se reunieron, y al final concretaron: chicos para Madrid. ¡Enhorabuena! Aprovechad lo que el buen Dios os ofrece y en cuanto concluya la Pascua Florida, coged el autobús de línea y a la capital.
A Hilario le destinaron al Colegio mayor San Juan Evangelista.
A Julio al Colegio mayor San Pablo.
Y a finales de marzo tomaron el autobús de línea Hilario y Julio y con palmadas en la espalda y palabras de ánimo por parte de los curas partieron hacia la capital. A mediados de mayo, Hilario, Julio, José el cordobés, Emilio y Fabián “el hipócrita” entre otros serían ordenados sacerdotes.
El
treinta de marzo, Hilario y Julio
llegaron a Madrid, era un día frío y claro de primavera. Se apearon en la
estación de autobuses. Comprobaron las direcciones que tenían anotadas en sus
libretas, se despidieron y cada uno se dirigió al colegio mayor recomendado por
la universidad de Valencia. Hilario y Julio nunca habían cogido el metro, se
fijaron en las indicaciones y se percataron de que ambos deberían tomar la
misma línea, pues los colegios mayores de los dos se hallaban situados en el
mismo barrio. En la ciudad universitaria madrileña. El colegio S. Pablo estaba
situado cerca de la Moncloa, y el S. Juan Evangelista, más adentrado en la
Universidad. Al llegar a la estación de Moncloa, se despidieron con un fuerte
abrazo.
—Hilario,
tengo el teléfono de tu residencia, son las siete, y estoy cansado. Hasta el
primer día de abril no empezaremos con las conferencias, estamos a dos pasos,
así es que mañana te llamo, y si te parece podríamos visitar el Museo del
Prado.
—De
acuerdo Julio, llámame mañana temprano e iremos a deleitarnos con los grandes
maestros de la pintura. Mañana día de relax y disfrute. Tenemos un mes por
delante de duro estudio y de conferencias, que a saber si, al menos en mi caso
podré entenderlas.
—Tranquilo
Hilario, esta ciudad a mí también se me hace enorme. Ya verás cómo nos
acostumbramos rápidamente.
—Hasta
mañana.
—Hasta
mañana Julio.
Julio
apareció en el colegio mayor San Pablo, pidió la llave en recepción, tomó una
larga ducha, se cambió de ropa, y se dio una vuelta por las instalaciones del
centro. Se dirigió a la cafetería, y se encontró con unos cuantos jóvenes de su
edad que a su parecer vestían de uniforme. Casi todos lucían un suéter con un
extraño cocodrilo, y un jersey sobre los hombros, eso sí, cada uno de ellos lo
llevaba de un color distinto. Pidió un montado de lomo con pimientos y una
caña, se lo zampó con avidez, mientras, de soslayo, miraba a los del cocodrilo
y pensaba: se vestirá así en este colegio, o el cocodrilo de marras será una
moda de la capital. Se fue a dormir.
Hilario
llegó al San Juan Evangelista. Al primer golpe de vista, el lugar le pareció
destartalado. Pidió la llave de su habitación, dejó los bártulos, y sin
ducharse se encaminó a la cafetería. Eran la 20:30 horas. Hilario estaba hambriento y dijo “un
pincho de tortilla y una copa de vino, por favor”. Mientras comía, observaba.
Hilario siempre comía despacio, nunca devoraba; el pecado de la gula, no le
provocaba, es más, se llevó más de un zapatillazo por parte de doña Encarna por
el hecho de ser inapetente, así le lucía el pelo. Medía un metro con ochenta y
dos centímetros y pesaba aproximadamente setenta kilos. Pero era fibroso y
enjuto, con lo cual su figura destacaba como caballero noble entre las
multitudes. Observaba y tenía el vicio del voyeur, es decir, Hilario era un
mirón. Se fijó en un grupo de jóvenes cercanos a él. Le chocó que el grupito
estuviera compuesto por una chica y tres hombres, los muchachos reían, tomaban
chatos de vino y la muchacha…
—Ahora,
caigo, otra vez. ¡Virgen Santa! Es ella, la virgen transformada en Jean Seberg.
Los ojos de Hilario centelleaban, miraba más y más, le resultaba imposible
comerse el pincho, abandonó el tenedor y se quedó boquiabierto fijando sus
pupilas en Jean Seberg; era ella, vestía como ella. ¡Cuántas veces no la habría
contemplado en la película “Al final de la escapada”! Su madre tenía razón se
te aparecerá la virgen, Hilarín. La primera vez en la playa del Postiguet,
tantas noches soñando con la virgencita de escayola que todavía, y ya
mugrienta, permanecía en la cabecera de la cama de sus padres. En repetidas
ocasiones pensó al confesarse que la virgen del Postiguet con sus rotundas
formas, su dos piezas y su melena al viento cual Kim Novak se acostaba con él.
En sus sueños, mezclaba a la francesa de la
playa con la virgencita de la alcoba de sus padres que mantenía en
brazos a uno de los mamones de los mellizos y ahora de repente otra nueva, la
virgen Seberg personificada, y con la suerte de que Belmondo no estaba por
allí. Hilario estaba pasmado, no podía cerrar la boca, tampoco comer, no oía ni
sentía cuando, de repente le dieron un codazo.
—Hey,
¿eres nuevo? Hace un rato que te estoy pidiendo fuego y no te enteras, macho…
—Perdona,
Jean, ven, te enciendo el cigarrillo yo mismo…
—
¿Cómo me has llamado tío? ¡Jean! Tú estás pa’allá o me confundes con alguien.
Me llamo Margarita, anda ven que te presento a mis amigos. ¿Cómo te llamas?
—Hilario.
—Bien
Hilario, acércate hombre, estos son: Fuster, futuro internista; Cacho,
psiquiatra; Alverola estomatólogo, y la menda Margarita Pio, médica de cabecera
y futura neuróloga. Como verás una panda de aburridos.
—Ja,
ja, ja ,— risas comunes.
—Y
tu, Hilario ¿a qué te dedicas?
—Soy
filósofo y he venido a Madrid a asistir a unas conferencias para ampliar mi
formación académica. Me hospedo en este colegio y ¿vosotros?
—Risas
de nuevo, con que filósofo, y te hospedas… Ja, ja, ja.
—Pues
mira como hospedarse, ji, ji, ja, ja, la única que vive en el San Juan soy yo.
Fuster es de la muy católica Navarra, risas de nuevo, y vive en Fernando el
Católico, como no podía ser menos. Con una patrona que tiene mala leche y que
le da muy mal de comer. Cacho, ya está trabajando y se acerca al San Juan por
si hay algún evento, y Alverola tiene novia formal.
— ¡Noo! protestó Alverola.
—
Se casará en breve, pero es un rojeras, estuvo conmigo en Paris, en Mayo del
68, nos liamos durante un tiempo y ahora me la pega con Paquita mi mejor amiga,
(risas de nuevo)… y tú filósofo, cuéntanos algo. Manolo, “porfa” otra ronda
para los cinco, que vamos a bautizar al filósofo, —dijo Margarita.
—Hilario
fingía la risa pero no le gustaba nada que Jean Seberg, es decir, Margarita Pío
empleara un lenguaje tan vulgar, y menos le agradaba, que esa panda de
melenudos y barbudos intentaran tomarle el pelo.
—
¿Manolo, cuánto es?, preguntó Margarita.
—Nada
chata, hoy os invito yo. Me apunto al bautismo del filósofo…
—Déjate
de coñas Manolo, y dime cuánto te debo.
—Por
favor, Margarita, —dijo Hilario— entre tanto varón, ¿cómo va a pagar una
señorita?
—Jua,
jua, jua, que me escoño. Querido filósofo, ¿en qué facultad estudias? En la Complutense seguro que no.
—Seguro
que no, -contestó Hilario y con gesto seco se dirigió al camarero y dijo— por
favor, don Manuel, apúntelo a mi habitación que yo invito a estos señores, por
mi bautizo como filósofo en el Colegio Mayor.
La
mirada de Hilario se tornó tan dura, y la voz tan contundente que el camarero,
la panda de médicos y Jean Seberg se quedaron demudados.
—Chico,
no te lo tomes a la tremenda, estos niños de provincia, no aguantan una avispa
en los cojones…
—Margarita
si te crees graciosa, no lo eres en absoluto, y a vosotros os deseo que paséis muy buena noche.
—Hilario,
coño, no te mosquees que queda mucho curso por delante y además la única que
vive en el San Juan…
—Hilario
no la dejó continuar y se despidió con un simple: ¡Hasta mañana!
A
las 09:00 horas sonó el teléfono en la habitación de Hilario.
—Hilario,
soy Julio ¿Te parece si nos vemos en media hora en mi colegio, nos tomamos un
café y nos vamos al Prado?
—De
acuerdo Julio, en treinta minutos estaré allí.
Visitaron
el museo, se maravillaron y emocionaron ante tanta obra de arte, estudiaron uno
por uno los personajes del Bosco. Se pasmaron contemplando a Velázquez y a las
tres de la tarde, cansados, hambrientos y dándose cuenta de que para visitar el
Prado necesitarían tres días, por lo menos, abandonaron el Museo. Comieron un
bocadillo de calamares en el Brillante. Tomaron juntos el metro y en Moncloa se
despidieron con la intención de descansar y repasar cada uno sus apuntes, pues
al siguiente día a las ocho de la mañana empezarían los cursos.
Hilario
entró por la puerta principal del S. Juan Evangelista y le pidió a Manolo un
café cortado sin azúcar. Cuando sacó la billetera para pagar, Manolo le dijo:
estas invitado filósofo, y haciendo un gesto con la cabeza señaló a la mesa del
rincón donde estaba sentada Margarita.
—Buenas
tardes Margarita y gracias por la invitación.
—De
nada filósofo, ¿qué vas a hacer esta tarde?, hoy es fiesta, no me dirás que
ponerte a estudiar.
—Justamente,
has acertado.
—Bien
estudia, pero son las cuatro de la tarde y si te interesa tanto la filosofía me
gustaría mostrarte unos libros que no sé si conocerás, aunque a tu aire, si no
te apetece relacionarte conmigo, lo entiendo.
—No
te menosprecies, Margarita, vayamos a la biblioteca.
—No
están en la biblioteca, son libros míos y si quieres, yo no los necesito, los
tengo en mi habitación.
—De
acuerdo, echemos una ojeada a esos libros.
La
habitación de Margarita, como todas las del colegio mayor, era pequeña con una
camita casi de niño, un escritorio que se diría de juguete, una mesilla con
teléfono, un par de estanterías, un armarito y un baño con plato de ducha,
retrete y lavabo, eso sí, era más luminosa que la de Hilario pues estaba en el
último piso y además la ventana daba al jardín y los altos chopos llegaban
hasta la misma.
—Mira,
tengo casi todo lo de Althusser, y Margarita le ofreció seis libros de un
puñado.
—
¿De quién?
—
¿Pero no lo has oído nombrar tan siquiera?
—Pues
no.
—Oye
mono, no te quedes conmigo, ¿eres filósofo o no?, y… tienes una pinta rara de
chico de provincias sí pero trasnochada, no sé me estás dando miedo.
—No
temas Margarita, nunca te haría daño.
—No,
si ahora tu entonación y tus palabras suenan como las de un cura.
—Margarita,
es que soy cura, bueno me ordenaré dentro de un mes y quince días exactamente.
—Oye,
vete a reírte de otra, si te sentó mal la bromita de anoche, lo siento, no es
para tanto, pero que seas punzante y cruel conmigo no te lo consiento.
—Jean
Seberg, Margarita, eres mi bendición.
—
¡Estás loco chaval!
—Eres
lo que he buscado y esperado desde que me reconozco. Jean Seberg-Margarita. Te
quiero, y esto no se lo he dicho nunca a nadie.
—Me,
mm, me tomas el…, el pelo.
—Marga,
tú también me quieres.
—Yo,
yo, yo. Yo no sé quién eres.
—Y
eso a quién le importa.
—Pues
a mí.
—Y
a mí me importas tú, deja que te bese Margarita.
—Estás
como un rebeco filósofo, cura,
pseudocura o lo que quiera que seas, coge los libros de Althusser y vete.
—Como
tú quieras.
—Oye,
¿de verdad eres cura?
—No,
todavía no y quizá no lo sea nunca si tú deseas que no lo haga.
—
De verdad, Althusser, digo Hilario, bueno cura, estás “pirao”, “pirao”.
—“Pirao”
por ti.
—Hilario,
soy una mujer liberada, una “women live” o tampoco sabes lo que es eso. Estuve
en Mayo del 68, tengo 26 años, soy activa política y sexualmente.
—(A
Hilario le dio un ataque de risa) pero, pero, mujer de Dios, qué tendrá que ver
el sexo con la política.
—Pues
está muy relacionado aunque tú no lo creas.
—Llevarás
razón entonces.
—Bueno,
mi pequeña Jean Seberg.
—Ya
me jode el nombrecito, guapo.
—
¿Pero la conoces?
—Imagino
que un exligue tuyo.
—Justo,
has dado en el clavo.
—Me
marcho Margarita, si se te ofrece algo ya sabes dónde estoy. ¡Hasta otro día
Margarita!
—Hilario…
—Dime.
—Duerme
la siesta conmigo, me siento sola.
A
las 19:00 de la tarde del domingo 31 de marzo, Magdalena debutaba en el teatro
Principal de Valencia, lo hacía con la obra de Lope de Vega: “La discreta
enamorada”. Ella era Felisa, el director de la compañía y amante de Magdalena
representaba a Lucindo.
Al
acabar la obra, el teatro Principal de Valencia se venía abajo en aplausos.
¡Bravo!, ¡bravo! ¡Olé! ¡Esa Felisa! dijo alguien. Los aplausos continuaban, y
el telón subía y bajaba una y otra vez a petición del público, los actores
cogidos de la mano, saludaban al público y les hacían la clásica reverencia.
El
martes en el periódico Las Provincias de Valencia, aparecía la foto de
Magdalena, vestida de Felisa y con un comentario a pie de página que rezaba: la
nueva estrella Magdalena Pedraza, triunfa en nuestro teatro Principal con la
obra de Lope: “La discreta enamorada”, representada por nuestra valenciana
compañía “El Cabañal”.
Ese
mismo martes, en la Tribuna de Albacete, a todo color y en portada, Magdalena
vestida de época sonreía y los titulares del periódico con grandes letras en
negrita subrayaban: nace una nueva estrella manchega .Ya estábamos bastante
orgullosos con nuestra Sarita Montiel. Ahora como salida de la nada y nacida en
una aldea de nuestra maravillosa provincia de Albacete aparece Magdalena
Pedraza, en el papel de Felisa y con la obra de Lope; “La discreta enamorada”.
También
hubo reseñas sobre la compañía y la obra en diarios de otras provincias, en la
Vanguardia, en el Ya, y el ABC entrevistaba a Magdalena Pedraza.
El
día 2 de abril en Montaña de las Aguas Claras a la una de la tarde, llegó
Eduardo a casa, antes de lo habitual.
—No
te esperaba tan pronto Eduardo.
—Mira,
ahí tienes a la camarera de tu amor y, con desprecio tiró la Tribuna de
Albacete encima de la mesa en donde Encarna preparaba un pollo.
—Pero
bueno, si es Magdalena, no, no, no puedo creerlo.
—Y
tú y yo pensando que se estaba matando a trabajar fregando platos. Tú con tu
amiga Engracia rezando el rosario todos los viernes por ella y mira, mira, esa
lo que friega y ha fregado desde que dejó el pueblo es otra cosa.
Margarita
amaneció el primer día del mes de abril, con frío, encastrada en el cuerpo
desnudo de Hilario, rodeado por los viriles y largos brazos del hombre y con la
mejilla derecha apoyada en el pecho de Hilario, de tal manera que le resultaba
imposible moverse, entreabrió los ojos y observó la oscuridad que inundaba la
habitación y pensó: larga siesta, deben de ser las nueve de la noche, este está
como un tronco, y si me muevo le despierto. Así que se hizo a la idea de
quedarse quietecita y dejar descansar a Hilario un poco más. Hilario era el
doble en longitud que Margarita, la cara de ella y en esa postura ladeados,
cuerpo contra cuerpo, (ambos estaban en postura fetal) le llegaba como ya he
dicho a la altura del pecho y los pies pequeños y llenitos de Marga al nivel de
las pantorrillas de Hilario, en cuanto a la anchura. Los hombros de Hilario
eran tres veces más grandes que los de Marga, las caderas y la cintura no, pues
Hilario poseía una cadera pequeña, la denominada cadera latina, y una cinturita
de torero, mientras Marga tenía la cintura pequeña, las caderas amplias y el
trasero rotundo y respingón. Margarita para entretenerse y no sentirse
aprisionada empezó a pensar en que le despertaría con un leve movimiento en
cinco minutos, en que calculando que serían las nueve de la noche
aproximadamente se ducharían y bajarían, y en todo lo que tenía que hacer
mañana lunes: irse a Tres Cantos, Margarita estudiaba medicina en la
Universidad Autónoma, volver a la Residencia de la Paz, los lunes le tocaban
prácticas y antes de acostarse, la tarde de ese domingo, repasar un poco los
apuntes de la última asignatura que le quedaba para acabar la carrera, de no
ser así, mañana estaría perdida. Pasados cinco minutos y un poco desesperada
por los ronquidos de Hilario y la falta de movilidad de ella, intentó girar el
brazo izquierdo levemente, pero el brazo derecho del joven que caía como el
plomo encima del suyo, no hizo caso. Margarita empezó a inquietarse, notaba el
estómago vacío y se dijo; como no le despierte nos cierran el bar y no cenamos.
Se decidió y virando su cabeza contra el pecho de Hilario le dio con la
barbilla suavemente.
—Hilario,
quiero cenar y a este paso nos cierran todo.
—Cinco
minutitos Jean, estate tranquila, que no paras de hablar, hay tiempo. Pronto
iremos a cenar, murmuró Hilario sin tan siquiera abrir los ojos y
aprisionándola más fuerte si cabe.
—
¡Hilario! Me estás asfixiando pareces un pulpo, y tengo hambre, coño, además no
he mirado el reloj pero deben ser las tantas y mañana tú y yo tenemos mucho que
hacer, dijo en un tono más alto de lo habitual.
—Hilario,
abrió los ojos, la soltó de su abrazó la miró embobado y exclamó:
—
¡Maravilla de Jean!
—Deja
de recordarme a tu antiguo ligue, por fa…
Margarita no lo decía de verdad, lo empleaba
como mimo e intuía que su joven enamorado se refería a cualquier personaje de
ficción.
—Por
cierto ¿has leído Ars Amandi?
—Ars
Amandi, ¿de Ovidio?
—No,
de mi primo el del Escorial ¡no te amuela!
—Y
has leído algo ¿sobre tantrismo?
—Pero,
qué preguntas extrañas… Si claro, soy filósofo
y he estudiado entre otras cosas la historia de las religiones.
—Y
¿has tenido muchos ligues?
—Margarita…
—Entonces
habitualmente vas de putas…
—Jean, por favor no tengo por qué darte
explicaciones, pero ya que insistes eres la primera mujer con la que hago el
amor.
—
¿El amor? Si en cuatro o cinco horas, y los he contado, hemos echado doce
polvos, tienes un aguante que no he conocido cosa igual. Tú eres un follador
nato y te has tirado hasta al Rosario de la Aurora que tiene nombre de mujer, y
ahora me vas a hacer creer a mí, que habiendo leído Ars Amandi un poquito de
posturitas de los tantras, concentrándote mucho y pensando OMMM, funcionas como
funcionas, además pretendes enamorarme y no me gusta. Eres un impostor y mira,
mira, de tanto rodar por el suelo tengo un golpe en la cabeza me he debido dar
con el pico de la silla y no me he dado cuenta y ¡vaya! Tengo sangre en el
labio superior ¿Por qué me has mordido, vampiro? Y con todo eso vas y te burlas
de mí. Me cuentas que eres virgen y mártir y que leyendo a escondidas por aquí
y por allá has aprendido todo esto y encima a manejarme como me manejas, y no
te lo consiento recuerda que soy una “woman live”, y de amor nada, follamos, ya
que nos hemos quedado tan a gustito aunque medio lisiados, y cuando te vayas a
tu pueblo y yo a estudiar neurología a la Sorbona: si te he visto no me
acuerdo. Concluyendo, no me gustan los mentirosos.
—Cree
lo que te parezca Marga, pero yo no miento y por cierto, vampira, yo tengo
ensangrentados los dos, el labio superior y el inferior.
—Vayamos
a cenar ¡eh Hilario! Son las siete.
—Entonces
ven a mis brazos vampira, nos queda tiempo.
—
¡Hilario, Hilario, Hilario!
—No
me sacudas así Marga, por favor, no seas bruta. Ya sé que son las siete, si no
te apetece, descansamos un rato y en media hora volvemos a amarnos.
—Hilario
son las siete pero de la mañana, del lunes, me acabo de dar cuenta porque he
mirado por la ventana y está amaneciendo, nos hemos pasado encerrados desde las
cuatro de la tarde de ayer, me levanto cual rayo, Hilario, anda ven a ducharte
conmigo, yo tengo que salir corriendo, no, si por tu culpa me cargaré el curso.
—Ve
a ducharte tú, Jean
—Y
¿tú?
—
Yo prefiero mirar cómo te duchas…
—Serás
capaz de irte a la conferencia con ese olor a polvo que tenemos los dos encima.
Por cierto, hoy habla Aranguren ¿no?
—Iré
a la conferencia con el olor de tu cuerpo y de tus besos. Y sí, hoy en la
ponencia estará Aranguren junto a García Calvo.
—Ciao,
Hilario, llámame cuando puedas, un beso, y encima tengo el seiscientos mal
aparcado, y lo que te digo como no pueda salir del párquin me comen los mengues
y…
—Ciao,
Jean.
El
tres de abril de 1970, el matrimonio Pedraza recibió una carta de Lourdes “la
chivata”.
—Eduardo,
tenemos carta de Lourdes.
—También
hemos instalado el teléfono y ninguno de los hijos nos llama.
—Hombre
es que el teléfono corre mucho, y no nos podemos permitir ninguno…
—
Encarna, ¿qué se cuenta Lourdes?
—Lee
la carta tú, ya sabes que a mí me cuesta y hasta que no lleguen los mellizos.
Estoy inquieta por saber algo de nuestra hija.
—Veamos…
Queridos padres, ¿Cómo se encuentran ustedes? Nosotros
estupendamente.
—Nosotros
estupendamente, ¿nosotros?, ¿Eduardo?, esta no es mi Lourdes, habla en plural.
—Quieres
dejarme leer Encarna y ¿qué esperas de estos cerdos que has parido? Mi única
esperanza es Llanitos, y los mamones de los mellizos, no sé yo… si para la vejez no nos traerán más
que disgustos.
—Continúa
Eduardo.
Convivo con Lawrence, esperamos un
hijo, somos muy felices, Lawrence es ingeniero industrial, es un encanto de
persona y yo, cuando dé a luz a al nieto de Vds. me incorporaré al trabajo en la empresa de Lawrence. Espero a
mi hijo para el mes de septiembre, cuando el niño y yo estemos en forma,
(calculo que será para Navidades), iremos a visitarlos, estoy segura que
querrán a Lawrence tanto como yo le quiero. Eso sí, mi compañero no habla
español pero se entenderán por gestos. Sres. Padres Vds. Son listos y Lawrence
muy “salao”, me gustaría saber algo de mis hermanos, les envío mi teléfono por
si Vds. o cualquiera de la familia deseasen comunicarse con nosotros, pueden
llamarnos a cobro revertido para que así no gasten dinero, pero cuando se ponga
la operadora digan Vds.”Colect col”, no se escribe así en inglés pero es para
que los entiendan, mi muy querida familia. Lawrence no tiene problemas económicos, así que,
madre, padre y hermanos llámenme cuantas veces quieran.
Kisses, para que vayan aprendiendo
algo, quiere decir besos.
Lourdes.
—
¡Eduardo! ¡Eduardo! ¿Qué nos está pasando? Aunque tener un nieto me hace
ilusión, y traer una nueva vida al mundo siempre es una alegría, son otros
tiempos, esposo, y habrá que tomarlo así… ¡anímate Eduardo!, te noto triste.
—Triste,
so necia, una buena tunda les tendrías que haber dado a las descastadas de tus
hijas, y mira que te lo dije, pero el sargento nunca llevaba razón. Tú siempre
tapando y tapando. Y ahora ¿qué tenemos?, dos mujerucas…, un curita que intuyo
que es medio maricón. Un vago de siete suelas, que por su cara bonita
emparentará con “los churretas”, y dos mamones que no hacen más que maldades, y
¿de quién es la culpa?: tuya, so burra, que no sabes ni leer, tuya y nada más
que tuya. Recuerdo el día que me quité el cinturón par darle una buena somanta
a Hilario, y no me lo permitiste, y ahora que… tu Hilarín en la capital.
Filósofo, a punto de hacerse cura. ¿Cuántos años llevamos con el curita? ¡Eh! ¿Qué
estará haciendo en Madrid? Ignorante, tonta, analfaburra y so mema, mi única
esperanza es mi Llanitos, porque tú eres un desastre, y ya estás vieja y fea,
prefiero echarle un tiento a tu amiga Engracia. A ti ni con ventanilla ni sin
ella.
—Y
el “copas” se tomó un gran vaso de aguardiente que le quemó el coleto, y
comenzó a toser y a llorar.
A
las cinco de la tarde del primero de abril del setenta, llegó Hilario al San Juan Evangelista. La ponencia de
Aranguren, le pareció magistral, participaron filósofos y filósofas y se
enfrascaron en conversaciones elevadas. Hilario también intervino. Cuando le
tocó el turno a García Calvo, se armó un buen guirigay, no se respetaban los
turnos, los doctores en filosofía o los “cum laude”, no se aclaraban, discutían
entre ellos y el bueno de García Calvo se saltaba de un tema a otro, les
hablaba en griego antiguo e intentaba convencerles que “ta panta” (tradución
libre del griego clásico). Era el único camino. (Todo fluye nada permanece
“Heraclito”)
A
la mañana siguiente daría una conferencia el marxista Althusser, de este modo
Hilario se enteró a quien se refería su “Jean.” Hilario se encaminó a su
cuarto, estaba rendido, no había dormido prácticamente nada. Y se disponía a
echar una cabezada, cuando sonó el teléfono.
—
¿Qué tal el primer día de cole?
—Bien,
Julio y a ti ¿cómo se te ha dado?
—Una
pasada Hilario, he asistido a una conferencia de Benoît Mandelbrot, y ha estado
explicando su trabajo sobre los fractales, ya sabes la geometría fractal, es el
futuro Hilario, ya estamos en la época de los ordenadores, pero, amigo tengo
que estudiar como un bestia, no es fácil entender a estos genios. Me voy a
poner a hincar codos ya, mañana tenemos una ponencia en el colegio de nuestra Señora
de América y tendré que intervenir junto a los grandes científicos y
matemáticos. Me dan más miedo que un “nublao”.
—Me
hago cargo Julio, yo también me voy a poner a estudiar.
—Hablamos
mañana Hilario, a ver si hay suertecilla y nos podemos tomar una caña por
Argüelles.
—Hasta
mañana Hilario.
—Hasta
mañana.
Hilario,
no podía conciliar el sueño, se duchó, se cambió de ropa y decidió dar una
vuelta por el Colegio Mayor. Se fijó en los anuncios de la entrada. A partir de
mañana día dos de abril, ciclo de “Godard”. Empezamos proyectando, “Al final de
la escapada”, os esperamos a las siete de la tarde. El miércoles a las ocho y
media de la noche actuará nuestro querido Raimon, reservad ya, casi no hay
entradas. El jueves a las seis y media tendremos el placer de escuchar a... y
así los actos culturales del colegio mayor no tenían límite.
A
Hilario se le erizó la piel, ¡Al final de la escapada! y pensó en Margarita. No
debería llamarla, tenía que estudiar, estaba perdiendo el tiempo. Pero la
deseaba, la quería o le encantaría que supiera quién era Jean Seberg.
—Marga
—Sí,
¿quién eres? tengo mucho sueño…
—Pero
Marga soy yo, no me reconoces mi Jean
—Hilario,
¿Qué quieres?
—Darte
una sorpresa.
—Hilario,
una sorpresa es una monja en la cárcel.
—No
me cuentes chistes viejos, Marga, espabila y baja a recepción, después
estudiaremos juntos en la biblio.
—De
acuerdo, ahora voy.
Y
llegó Margarita, con sus pantalones pitillo a media pierna, su pelo corto y
ceniza, su nariz diminuta, su cuerpo perfecto, pequeño y redondeado y unas
ojeras que no tenía el día que Hilario la conoció.
—La
sorpresa tío.
—Pues
que mañana por la tarde te verás en la gran pantalla.
—
¿Te refieres al cine?
—Claro
Jean.
—No
me gusta, nunca acudo a las proyecciones, prefiero el teatro.
—Mañana
sí te va a gustar, y entenderás por qué.
—
¿Has estado mirando el plan de festejos?
—Sí.
—Pero
tú has venido aquí a estudiar o de cachondeo.
—Mira,
Margarita hay un ciclo de…
—Calla,
no me había dado cuenta que viene Raimon ¡Al Sanju!
—
¿Te gusta Raimon?
—La
pregunta es de lelos, pues claro y yo… sin saberlo.
—Margarita,
hagamos un trato, mañana te vienes conmigo a la proyección y entenderás muchas cosas
de ti y de mí, y ahora mismo yo reservo dos entradas y el miércoles vamos a ver
a Raimon.
—Cojonudo
tío, eso me va gustando más, estoy cansada y tengo que estudiar, en fin. Ya
sabes no hemos pegado ojo, así que… echemos un palo Hilario y después, cada
mochuelo a su olivo.
Encarna
estaba disgustada, no contestó a su marido, se fueron a dormir ese día sin
dirigirse la palabra. No conciliaba el sueño y estaba inquieta. Hacía tanto
tiempo que no utilizaba el camisón de ventanilla… aunque los últimos encuentros
entre Eduardo y ella se produjeron al desnudo; eso sí, con la luz apagada,
pero…
—
¿Se estará acostando éste con mi amiga Engracia, “la solterona”?
A
Encarna se le vino el mundo encima. Empezó a atar cabos y a fantasear sobre la
posible relación de Engracia y Eduardo, incluso llegó a creer que llevaban años
liados. Le venía a la mente el recuerdo de los cuatro hijos que ya no convivían
con ella en la aldea. Pensó en Hilario, que en menos de mes y medio ya sería
sacerdote; en Magdalena que había triunfado como actriz, en Lourdes, que
esperaba un hijo de un extranjero; en Llanitos, tan estudiosa y alegre ella; y
esbozó una extraña sonrisa. Encarna era dura de carácter y de aspecto, no tenía
la lágrima fácil y estaba cansada de trabajar y de aguantar al sargento,
pudiera ser que le quisiese, pero de eso no estaba segura. Se levantó de la
cama, se dirigió a la cocina, se sirvió un vaso de leche fría, pasó por la
habitación contigua donde dormían los mellizos y pensó ¡son hermosos!, siguen
tan rubios como de chiquititos, y aunque se parecen, cada vez se van
diferenciando más. Se acercó a la cama de matrimonio donde descansaban Jesús y
Onofre y los besó en la frente. También se asomó al dormitorio de Miguel, la alcoba
que compartió con Hilario durante tantos años. Lo observó y se dijo: cada día
está más gordo. Volvió a la cocina, se sentó y se quedó cavilando hasta la
madrugada.
A
las siete de la tarde del dos de abril en el S. Juan Evangelista proyectaron “Al final de la Escapada”,
Hilario con su brazo derecho por encima de los hombros de Margarita, miraba la
película como si fuera la primera vez que la contemplara y no se supiera los
diálogos memorísticamente. Margarita estaba interesada en el film. Cada vez que
aparecía en pantalla Jean Seberg, Hilario giraba su cabeza hacia Marga y la
besaba en la mejilla. Aparecieron los títulos de crédito, se encendieron las
luces del cine, y Margarita e Hilario abandonaron la sala.
—
¿Qué te ha parecido?
—Me
ha gustado, y sí que tengo un aire a la Seberg.
—
¿Tomamos algo?
—Vamos
a la cafetería. Es posible que se pase Julio a tomar una caña con nosotros, me
llamó hace un rato, le interesa conocer el colegio e imagino, —dijo mirando el
reloj— que con lo puntual que es mi amigo ya estará esperándonos.
—
¡Hola Julio! Te presentó a Margarita, es una compañera del San Juan y acabamos
de venir del cine.
—Encantado,
Margarita.
—Lo
mismo, Julio.
—Manolo,
nos pones tres cañas y unos boquerones en vinagre, por favor.
—A
la orden, filósofo.
—Gracias,
Manolo.
—Tiene
buena pinta vuestro cole, me he estado fijando en que hay una oferta cultural
tremenda, por cierto mañana actúa Raimon, ¡lástima que no pueda venir!, he de
asistir a unas conferencias justo a esa hora.
—Nosotros
iremos a verle.
—
¡Qué suerte!
—
El San Pablo es un lugar de lo más aburrido, de entrada somos todos tíos, y
aparte de las pistas de tenis y la biblioteca que no están mal, no hay nada
resaltable, aunque con todo lo que tengo que estudiar tampoco me importa,
bueno, imagino que igual que vosotros la vida del estudiante, si eres
responsable y te lo tomas en serio, es dura. Chicos os dejo, que todos tenemos
que chapar a tope, es tarde y sé que vosotros también madrugáis. Hilario, gracias
por invitarme a la caña y a los boquerones, encantado de conocerte Margarita. Y
a ti, Hilario te llamaré el fin de semana. Adiós.
—Hasta
pronto, Julio.
—Bueno
Marga, pues a dormir que mañana al alba nos toca levantarnos. ¿Dónde quieres en
tu cuarto o en el mío?
—Hoy
toca follar en el tuyo, curita.
—Pues
vayamos a ello, Jean.
A
las ocho de la mañana del día tres de abril sonó el teléfono en casa de los
Pedraza.
—
¿Mamá?
—Llanitos,
¿qué quieres a estas horas?
—Que
voy a querer, felicitar a papá.
—
¿A papá?
—A
papá ¿Por qué?
—
Porque hoy es su cumpleaños.
Encarna
le pasó el auricular a Eduardo sin mediar palabra y sin mirarle tan siquiera.
—
¡Hable!, dijo Eduardo.
—
¡Felicidades papi!
—Llanitos,
mi Llanitos, gracias hija, ¿cómo estás?
—Muy
bien a punto de empezar las clases, te llamo desde una cabina. ¿Cómo está mamá?
—Bien
Llanitos, ¡Qué alegría hija!, cuéntame cosas.
—Papá
me quedan pocas monedas y se va a cortar la llamada, os escribiré pronto. Que
pases un buen día.
—Gracias
hija. Y…
—Clink
—Se
cortó la comunicación.
Eduardo
se marchó al trabajo sin desayunar.
Encarna
de muy mal humor sirvió el Cola-Cao y las galletas a los mellizos, hizo café de
puchero, despertó a Miguel y desayunaron juntos.
—
¿Te ocurre algo madre?
—A
mí no, y ¿a ti?—Encarna contestó con mal gesto.
—
A mí tampoco.
Miguel
se puso la zamarra que tenía colgada en el perchero de la entrada, encendió un
cigarrillo y se fue a trabajar a casa de “los churretas”.
Los
mellizos se echaron las carteras a la espalda y dándose empujones y codazos
marcharon al colegio.
—Adiós,
mamá.
—Adiós,
hijos.
Encarna,
salió al huerto, recogió unas cebolletas, se limpió las manos en el delantal,
se encamino a la cocina, y dejó las hortalizas sobre la mesa, para lavarlas
después.
Se
dirigió a los dormitorios, los limpió a fondo. Barrió toda la casa. Y después
en el cuarto donde tenían una pileta y una palangana, se aseó ella.
A
la hora del Ángelus volvió a sonar el teléfono, era Lourdes desde Londres,
diciéndole a su madre que en su nombre felicitara a Eduardo, ella no se atrevía
a hacerlo.
A
las doce y cuarto, otra llamada.
—Madre,
soy Hilario, ¿cómo se encuentra?
—Bien
y ¿tú?
—Yo
muy bien, felicite a padre de mi parte llamo a estas horas aunque sé que estará
en el cuartel, pues ahora dispongo de quince minutos entre clase y clase y el
resto del día me va a ser imposible telefonearles. ¿Cómo anda todo por
Montaña…?
—
¡Estupendamente!—Encarna le paró en seco.
—Bien
madre y Engracia ¿cómo está?
—
¿Engracia? ¿Y eso? ¿Por qué me preguntas
por ella?
—Madre,
porque Engracia para mí es como mi tía, y hace mucho que no sé nada de ella.
—Pues
no es tu tía Hilario.
—Lo
sé, madre, es un decir.
—
¿Ocurre algo?
—Pues
lo de siempre, el huerto, la casa, pelando conejos, cocinando y cosiendo, tus
hermanos bien, tu hermana Lourdes ha llamado desde Londres, lo de siempre.
—He
de volver a clase. Muchos besos.
Hilario colgó, se quedó mirando al auricular
del teléfono durante unos instantes, respiró hondo y se dirigió a una de las
aulas del colegio Mayor Santa Isabel donde habitualmente se celebraban las
ponencias de filosofía.
A
los cinco minutos volvió a sonar de nuevo el riiiiing, riiiiing, riiiiiing.
Encarna cada vez de peor humor descolgó el negro auricular y dijo francamente
enfadada y gritando.
—
¡Hable!
—Madre
soy Magdalena, ¿cómo está?
—
Tú también con la misma letanía, ¿qué quieres que felicite a padre en tu
nombre?, claro como tú eres una cobarde y no te atreves me usas como un trapo,
le felicitaré y a mi manera, guapa, que a mí nadie me manda y menos tú.
—Madre
es que no tendré otro momento para llamar a padre ahora tengo ensayo y después…
—Después
te vas a que te dé el viento fresco de Valencia.
Y Encarna de un golpetazo colgó el teléfono a
su hija.
En
pocos años habían cambiado las costumbres en cada rincón de España, los hijos
mayores de Encarna y Eduardo les llamaban de usted y cuando se dirigían a ellos
lo hacían como padre o madre, sin embargo para Llanitos y los mellizos eran
papá, mamá y de tú.
El
miércoles por la tarde el vestíbulo del S. Juan Evangelista era un hormiguero.
Las colas de estudiantes eran inmensas, de hecho se habían formado tres filas
que daban la vuelta al jardín del edificio. Marga e Hilario estaban
afortunadamente dentro del colegio, pues con entrada reservada y todo, podrían
ver la actuación de Raimon unos pocos, se vendieron o revendieron entradas de
más, el aforo del teatro no era excesivamente amplio y los ánimos estaban
exaltados. Se abrieron las puertas, los
estudiantes que ayudaban normalmente en las actividades del colegio iban
recogiendo los tiques y aconsejando, por favor, sosegadamente y con educación,
a tropel no, hay sitio para todos, por favor calma.
La
pareja tomó asiento en la cuarta fila. Se apagaron las luces y se iluminó el
teatro con un foco que daba vueltas, de pronto el foco se quedó quieto en el
centro del escenario se levantó el telón y apareció Raimon, sin saludar tomó su guitarra y comenzó:
—Al
vent, la cara al vent, el cor la vent, els mans al vent, els ulls al vent, al vent del mon; y tots,
tots plens de nit buscant la llum, buscant la pau, buscant a Deu, al vent del
mon.
La
voz clara y de tenor de Raimon acompañado solamente por su guitarra hacía
temblar las paredes del teatro, el público, emocionado, coreaba con Raimon:
pero nosaltres al vent, la cara al vent, el cor al vent, els mans al vent…
Mediada
la canción se empezaron a escuchar consignas tales como: Libertad, Libertad,
Libertad, otros decían, sí, sí, sí, Dolores a Madrid… se entremezclaban las
voces con las de aquellos que proclamaban ¡abajo el 36! Y un grupito de ácratas
que no tenían asiento y entraron a la fuerza en el teatro espetaban: ¡Amedio Presidente!,
¡Amedio Presidente!
Amedio
era un mono protagonista de una serie de dibujos animados que se veía por aquel
entonces en T.V.E. y se llamaba “Mi mono Amedio y yo”.
Raimon:
la vida en donna penas ya´l neixer es un
gran plor…
Seguía
el griterío, la fuerte voz de Raimon se deshacía entre tanto clamor, hasta que
se levanto de su taburete se puso en pie y con el puño cerrado y en alto
exclamó: ¡Serem Lliures companys! Y abandonó el escenario.
Aquello
era un caos, unos seguían con sus consignas políticas, otros con sus soflamas
libertarias, la mayoría comenzaron a aclamar ¡Raimon, Raimon, Raimon! Y los
ácratas bailaban y decían: ¡Amedio Presidente! ¡Amedio Presidente!
Los
estudiantes que apoyaban e intervenían en los diferentes actos del colegio
mayor con megáfonos aconsejaban: silencio compañeros, silencio compañeros.
En
eso se levantó el telón, se iluminó el teatro y el director del San Juan
Evangelista micrófono en mano y con voz segura y marcial dijo: “orden en el
colegio”, y continuó “silencio”.
—
Sabéis que somos una isla rodeada de antidemócratas que vivimos momentos
convulsos, que yo soy el primero que deseo la democracia tanto como vosotros.
Coro
por parte del público: este es nuestro dire, tú sí que tienes bemoles…
—Si
no mantenéis la calma llamaré a la policía, os pido que permanezcáis callados.
Hace tres años y en este mismo centro Raimon, fue detenido y pasó tres días en
la Dirección General de Seguridad. Y hoy, os aseguro que no ocurrirá lo mismo.
Así que os ruego, más bien os ordeno que seáis respetuosos.
—Hubo
un silencio generalizado…
—De
acuerdo, apagad las luces…
—Raimon
regresó al escenario y comenzó a cantar: del home miro sempre las mans, mans
que traballen, mans des infants…., al terminar la canción.
—Público
¡Visca la mare que et va parir!! ¡Bravo! ¡Braavoooo!. Grandes aplausos.
—Buenas
noches Madrid, saludó por fin, Raimon.
—A
continuación interpretaré una canción de un gran amigo, Víctor Jara, excelso poeta chileno “Te recuerdo Amanda”.
Yo la he traducido al valenciano.
Y
Raimon rasgueó su guitarra y: Et recordo Amanda, el sonriure ample, la plutga a
la cara….
Así
canción, tras canción, con algunos intentos
de ¡libertad! ¡libertad! por lo bajinis. Raimon terminó su recital con
muchos bravos y mucha: otra, otra; otra… Raimon saludaba, agradecía una y otra
vez los aplausos de su público y se acabó el espectáculo.
Las
tardes de los viernes sobre las cinco, acudía Engracia a visitar a la familia
Pedraza. Esa costumbre la mantenían desde que Encarna y Eduardo se casaron,
especialmente a partir de que Encarna tuviera tanto crío. Se pasaban los
atardeceres haciendo encajes de bolillos, charlando, contándose anécdotas del
pueblo, y generalmente Engracia les traía a los chicos unas natillas o unas
rosquillas hechas por ella misma. Encarna y Engracia eran amigas desde niñas,
tenían aproximadamente la misma edad y Engracia era una más de la familia.
Engracia
era hija única y se quedó huérfana de padre cuando contaba tres años, así es
que su madre, de profesión modista, sacó a la niña adelante ella sola, y en
cuanto que Engracita cumplió los siete años, la enseñó a coser y a cocinar a la vez que asistía a la escuela de la aldea. La madre de
Engracia se llamaba Josefa y murió a causa de unas fiebres de malta cuando la
muchacha cumplió dieciséis años. De tal manera, la joven, de andares graciosos
y figura menuda se convirtió en “la modista”. Confeccionó el sencillo traje de
novia que lució su amiga Encarna en su boda con Eduardo. Y aunque tuvo varios
pretendientes, nunca quiso casarse. Los mozos del pueblo le parecían demasiado
rudos, y ella, hija única y sabiendo coser y bordar, no cedió al cortejo de
ninguno de ellos, prefirió vivir la soltería a sabiendas de que con sus finas y
delicadas manos se podría ganar perfectamente la vida sin necesidad de aguantar
a ningún gañán ni tener que lavar los calzoncillos de nadie.
Ese
día de abril y a la hora habitual Engracia se encamino al hogar de los Pedraza,
se extrañó que estuviera la puerta cerrada. Llamó al timbre y salió a su
encuentro Encarna, se besaron, y Encarna le dijo: toma asiento. Engracia se
sentó y notó algo raro en la expresión de su amiga, y le preguntó:
—
¿Cómo es que tienes la puerta cerrada Encarna?
—Ya
ves, la tarde está algo fría.
—Tienes
mal aspecto. ¿Te preparo una infusión?
—No
gracias, estoy bien, y además no todas hemos de estar tan lozanas como tú.
—Gracias
por el piropo, Encarna.
—Oye
Engracia, tú no tienes canas ¿verdad?
—Cuantas
veces te he dicho que hace años que me tiño, e incluso te ofrecido teñirte a ti,
porque, hija, entre la trenza que llevas y el pelo prácticamente blanco…
Encarna, deberías arreglarte un poco más, todavía somos relativamente jóvenes.
—No
me hace falta. Ya lo hacen otras por mí.
—No
te entiendo Encarna.
—Pues
yo me entiendo muy bien, tú siempre tan
coquetuela, y no te hagas la tontita que
lo sé todo.
—
¿Todo de qué?
—De
tus líos con mi marido, y no lo niegues. Eduardo me lo ha contado, lleváis
años poniéndome los cuernos, y yo como
una imbécil contándote mis penas y tratándote como a mi propia hermana ¡so
pendón!
—
¡Te has vuelto loca Encarna! Eduardo es
para mí como un cuñado y a tus hijos los quiero como si fuesen mis sobrinos.
—
¡Cerda, gorrina! Mientes cual bellaca, por tu culpa me tendré que separar de
Eduardo ¡putón desorejado! ¡ Has arruinado a mi familia! El pasado miércoles y
con dos copas de más tu amorcito, me lo confesó todo, todo, todo. Desde
entonces no nos hablamos, no quiero verle más, ni a ti tampoco.
—
Tranquilízate, Encarna, ya lo voy entendiendo, y por favor, no me insultes y
escucha bien lo que voy a contarte: tu marido es un borracho empedernido,
cuando se mama no sabe lo que dice, y ni aunque fuera el último hombre del
mundo, me acostaría con él. Y ahora te voy a contar yo una intimidad: cuando
éramos más jóvenes y mientras preparabas el pisto los domingos, y yo venía a
ayudarte con la comida y los críos, tú me mandabas al huerto a por tomates. Y
él queriendo dárselas de caballero decía: deja a la chica Encarna que no vale
más que para coser, es delicaducha y enfermiza y no una buena jaca como tú,
recuerdo que te reías y decías ¡Hay Eduardín!, menos potranca seré anda,
acompaña a “Engracita” no vaya a ser que cogiendo la cesta de los tomates se
nos vaya a quebrar. Y una vez en el huerto, el hijo puta de Eduardín, en cuanto
que yo me agachaba a por los tomates, me arrimaba el manubrio por detrás y me
metía sus manos de cerdo por debajo de la saya. La primera vez me callé, por
vergüenza y por no armar escándalo, la segunda le di un rodillazo en los huevos
que le dejé “doblao”. Y esos son todos los amores que he tenido yo con tu
hombre, beodo, machista asqueroso y embustero.
—Y
si quieres llamarme coquetuela, hazlo. Lo soy y tengo un Sr. en Barcelona. Mantengo
relaciones desde hace más de diez años con él, le vendo encajes y me los paga a
buen precio y no he querido desposarme
porque es viudo, tiene hijos mayores y nietos, y yo nunca deseé una vida
complicada. Y si con todo esto no te basta te digo: Encarna siempre te he
querido y te querré, a tus hijos también, pero si has sido capaz de pensar eso
de mí, no me mereces ni como amiga ni como nada; y a tu Eduardo que le den por
culo.
—Me
marcho Encarna, y no sabes cuánto lo siento.
Encarna
se tapó la cara con ambas manos y se quedó sollozando.
El
sábado 6 de abril amaneció Madrid con un día magnífico, soleado, el cielo de un
azul velazqueño y el viento aunque fresco todavía, en calma absoluta.
A
las diez de la mañana, Julio telefoneó a la habitación de Hilario.
—Buenos
días Hilario.
—
¡Hola!, Julio.
—Hace
un día estupendo Hilario, y como quedamos en vernos… ¡vaya semanita, macho! se
me están derritiendo los sesos de tanto estudiar, así que he pensado que
podríamos ir a algún sitio, a contemplar calmadamente el Prado, por ejemplo, y
mañana a visitar el “Rastro”.
—Julio,
te propongo otra idea: lo de los museos y el Rastro lo podemos dejar para el
fin de semana próximo, Margarita y yo, hemos pensado que podríamos ir a la
Pedriza, el tiempo acompaña, y un poco de naturaleza y aire libre no nos
vendría mal a ninguno. Marga tiene una tienda grande, cabemos los tres,
acamparíamos allí y en el seiscientos de Marga, en media hora te recogemos en el S. Pablo. ¿Te hace?
—No
sé Hilario, yo no soy muy campestre y además, tendríamos que comprar algo de
comer y tampoco quiero…
—No
seas bobo Julio, la comida la compraremos en Manzanares el Real, el pueblo que
está pegado a la Pedriza. Me han contado que tiene un bonito castillo y
podríamos visitarlo de paso. Tenemos sacos de dormir y todo. En treinta minutos
estaremos en tu cole.
—Hummm,
de acuerdo Hilario, os espero.
Julio
subió a la parte trasera del seiscientos y se dirigieron a la sierra madrileña.
Aparcaron
el coche en el pueblo. Compraron, pan, queso, vino, salchichón y naranjas, y
cargados con las mochilas y la tienda de campaña subieron la montaña. Después
de dos horas de caminata, se tomaron un descanso. Julio cortó el salchichón, el
queso y el pan, con una navaja. Se lavaron la cara, las manos, se refrescaron
en el río quitándose las botas y metiendo los pies en las aguas claras y frías
provenientes del deshielo del nacimiento del Manzanares. Bebieron los tres a
morro de la botella de tinto, y prosiguieron la senda hasta llegar a la “Charca
Verde”.
A
Hilario y a Julio la montaña con esas aguas límpidas les emocionó. Marga,
conocía la zona sobradamente y gustaba de perderse en los bosques de vez en cuando.
Continuaron
el camino y se afanaron en montar la tienda, estaba atardeciendo, y antes de
que cayera la noche, tendrían que tener el campamento instalado.
Y
anocheció, comieron y bebieron, encendieron una fogata delante de la tienda y
rieron y charlaron mientras se iban pasando de uno a otro una nueva botella de
tinto. La luna estaba redonda y les iluminaba a los tres de manera fantasmal.
—Julio
dijo: no os produce un poco de temor, la oscuridad de la noche, los ruidos del
bosque, se prestan a contar historias de miedo.
—Anda,
Juan sin miedo. A mí me encanta, comento Marga.
—Pues
seguro que a mí también—dijo Julio—. Voy
a merodear un poco por ahí con la linterna, a ver si me topo con alguna
bestia salvaje. Apagad la fogata, no vayamos a salir cual bonzos y de paso
quememos el bosque…
—Con
un tigre de Bengala te vas a encontrar Julio, — machacó Hilario.
—Puede
ser, veniros conmigo y entre los tres tendremos más fuerza para defendernos de
los tigres y de los fieros leones.
—Julio,
yo estoy cansada hemos pateado mucho, tengo frío y ahora mismo me meto en el
saco de dormir.
—Yo
también Julio, — dijo Hilario, ¿Tú no?
—Yo
prefiero irme de safari y contemplar la luna llena. Por si cuando vuelva estáis
dormidos, dejadme el saco en la entrada de la tienda, procuraré no hacer ruido.
—Julio
caminó y caminó durante hora y media, se
dio cuenta de que le gustaba el monte más de lo que él pensaba, iluminaba con
su potente linterna las formas caprichosas de las rocas, una parecía un fraile,
otra, un mamut, otra una tortuga y todo le resultaba fascinante a la luz de la luna de esa noche de abril.
Hubo un momento que temió haberse perdido pero comenzó a andar y llegó al
campamento.
La
cremallera de la tienda estaba abierta, se asomó para coger su saco de dormir y
se quedó de piedra, tanto como las que había en la llamada Pedriza.
Los
pies de Margarita sobresalían por encima de los hombros de Hilario, ella
mantenía los brazos en cruz mientras que Hilario la sujetaba fuertemente por
las muñecas. Los dos estaban completamente desnudos. Las caderas de Hilario se
movían hacía adelante y atrás con fuertes empellones. La boca del hombre mordía
como un lobo hambriento el mentón, los labios, las mejillas, las orejas de la
chica, y su lengua lamía la frente, los ojos, las pestañas y los agujeros de la
nariz de Margarita. Marga chillaba, reía y lloraba como en una especie de
ataque de histeria, de pronto Hilario le dio la vuelta, azotó sus nalgas y
empezó a sodomizarla sin piedad y a decirle palabras obscenas. Julio no podía
parar de mirar, nunca hubiera imaginado una escena así. Había visto grabados
eróticos en la biblioteca del Seminario pero esto… Julio seguía mirando y
mirando. Se excitó sexualmente, se alejó de la tienda, se masturbó, encendió un
cigarrillo y pensó: perdóname Dios Mío, confesaré mis pecados. Yo no seré el
que tiré la primera piedra contra Hilario. Dentro de poco Hilario y yo seremos
sacerdotes. Volvieron a pasarle por la mente las imágenes de Hilario y
Margarita apareándose, la risa histérica de ella, la sodomización violenta de
Hilario, y Julio se masturbó dos veces más, pidió de nuevo perdón al cielo, y
regresó a la tienda en donde Marga e Hilario dormían plácidamente cada uno en
su saco.
Al
día siguiente de la discusión con Engracia, Encarna se levantó con una fuerte
jaqueca. Fue a la cocina se tomó dos optalidones, miró por la ventana y
contempló la lluvia que caía a mares. Pronto se despertaría Eduardo, no tenía
ganas de verle, y continuaban sin hablarse. Era sábado y estarían todo el día
los mellizos en casa, enredando. Y con la lluvia y el viento frío que se había
levantado, no era cuestión de mandarles a jugar a la plaza y que se cogieran
los chiquillos una pulmonía. Miguel se levantaría en breve e iría a los
ultramarinos, que los sábados cerraba a las doce del mediodía. Ante tal
panorama, Encarna se imagino la amarga jornada que le esperaba. Se dirigió a la
habitación de sus hijas, bajó las persianas, se tumbó en una de las camas, se
cubrió hasta las cejas con una manta, intentó conciliar el sueño a pesar del
dolor de cabeza, y pensó: que se apañen, no me encuentro bien, no he estado en
mi vida enferma y necesito descansar.
Sobre
las diez de la mañana y en un duermevela doloroso, oyó los pasos de su marido y
se dijo: ¡cabronazo!
Eduardo
fue directamente a la cocina, se preparó
un café bien cargado, y no se dio cuenta de que, tras de sí, estaban Onofre y
Jesús, hasta que Onofre le tiró de la manga del pijama y le dijo: mamá debe
estar mala, está durmiendo en la cama de Lourdes y Miguel ya se ha ido a la
tienda. Los mellizos tenían la cara llena de churretes, se habían preparado el
desayuno ellos mismos y habían esparcido el Cola-Cao por todo el suelo de la
cocina, mojaban galletas y pan en las blancas tazas, y se peleaban por un trozo
de dulce de membrillo. Se daban puntapiés por debajo de la mesa y empezaron a
pegarse hasta que Jesús le propino un puñetazo a Onofre en un ojo. El pequeño
empezó a gritar y a llorar, se subió a la mesa y le derramó el Cola-Cao por la
cabeza a su hermano y así, empezaron una batalla campal imparable.
Eduardo
no decía nada, se sentía hundido, tenía resaca desde hacía tres días y
parecía ausente de lo que estaba
ocurriendo a su alrededor.
El
nueve de abril recibió Hilario una carta de la Universidad de Valencia:
D.
Hilario Pedraza Gómez:
Considerando
los buenos resultados obtenidos por Vd. la Facultad de Filosofía de Valencia le
ofrece impartir clases en dos colegios de Barcelona. El Colegio de Mª
Inmaculada, residencia de señoritas, dirigido por las misioneras claretianas, y
el colegio laico y mixto Montserrat. Antes de incorporarse a dichos centros
deberá asistir Vd. a unas charlas que se impartirán durante el mes de julio del
año en curso en la Universidad Pompeu
Fabra. De estar interesado en dicha oferta, rogamos nos conteste en un plazo de
diez días, de no ser así, invalidaremos la propuesta.
Atentamente.
El
rector de la universidad de Valencia.
José
Soler Puig.
Hilario
guardó la carta cuidadosamente en su cartera, subió a su habitación, se desnudó
tomó una larga ducha, y como Dios le trajo al mundo se tumbó de golpe en la
cama.
Había
tenido un día duro, se había levantado a estudiar a las cuatro de la mañana. A
las ocho y media se hallaba en el Aula Magna de la Facultad de Filosofía.
Participó en la ponencia, hizo una larga exposición, ya no le avergonzaba
hablar en público y menos de filosofía o metafísica, áreas que dominaba
perfectamente. Le felicitó el rector, el vicerrector, el profesor Tierno
Galván, el filósofo Heidegger, ya muy anciano, el antropólogo Levi-Strauss y
especialmente Marcel Gabriel-Honoré quien ese día dirigía la ponencia.
Con
una breve pausa para comer, estos intercambios filosóficos y científicos duraban
doce horas.
Eran
las diez de la noche, hacía dos días que no había podido ver a Margarita. Desde
que estuvieron en la Pedriza. El estómago le rugía de hambre, la cabeza le
pedía descanso y el bar se lo cerraban ya.
Mañana
le esperaba un día parecido. Hizo un esfuerzo, se vistió con un suéter viejo y
un pantalón vaquero y bajó a la cafetería, pidió un plato combinado y agua
mineral y regresó a su cuarto. Puso el despertador a las cuatro y media de la
mañana, se quedó completamente desnudo, cepilló sus dientes y pensó: debería
llamar a Marga…
Tumbado
en la cama levantó el auricular.
—Marga,
soy Hilario.
Mientras
que hablaba se le iban cerrando los ojos.
—
¡Hombre!, si ya no me acordaba de ti.
—He
tenido mucho trabajo y está semana será difícil.
—Yo
también he aprovechado y he estudiado un huevo, voy para allá.
—Marga,
estoy un poco cansado mañana me levanto a las cuatro y media y creo que no
llegaré al colegio hasta las doce de la noche.
—
¡Que te jodan tío, si no quieres verme!
—No
es eso Marga, te lo aseguro, de acuerdo ven.
Y
Margarita entró en el cuarto de Hilario como una exhalación.
—Si
hoy al señorito no le apetece echar el palo una va y se jode, solamente cuando
el curita quiera ¿verdad? y además ¿qué haces en pelotas?
—Margarita,
sabes que me gusta dormir desnudo.
—Bien,
a mí también, así que aquí me tienes en bolas…
—Ven
a la cama pero no sé hasta qué punto podré rendir hoy.
—Eres
un egoísta y un egocéntrico, solo piensas en tu filosofía, en ti, en tu placer…
—Cállate
Marga, no digas estupideces, sabes que no soy así y no discutamos más.
—Yo
discuto cuando me da la gana, follo con quien me da la gana, y hago lo que me
da la gana ¿entendido?
—Marga,
eres una malcriada.
Y Margarita levantó la mano a Hilario. Antes
de que la bofetada llegara a la cara de su amigo, Hilario que era de reflejos rápidos
le sujeto el brazo y le dijo amenazante:
—Ni
se te ocurra, Marga, ni se te ocurra, no
lo intentes nunca más, porque si lo haces no te voy a devolver la hostia, por
supuesto que no, pero se acabaría lo nuestro. No me gusta la “marchosería”, una
cosa es ser amantes y otra aguantar niñerías y mala educación de una señorita
que se cree el ombligo del mundo.
—Hilario,
si no me quieres ni tan siquiera me deseas me marcho.
—Marga,
ven a la cama.
Hicieron
el amor dos veces apasionadamente, Margarita había dormido bien y descansado
durante todos estos días y quería más. Empezaron con el tercer asalto a la una
y media de la madrugada pero a la mitad y diciéndole Hilario a Margarita: te
quiero Jean, al hombre se le cerraron los ojos, no había quien le despertara y
Margarita se vistió con premura, dio un portazo que Hilario no oyó y se fue con
un cabreo importante. Eran las dos de la mañana, a las cuatro y media Hilario
tenía que levantarse.
El
miércoles 10 de abril a las once de la mañana sonó el teléfono. Encarna lo
cogió.
—Hable.
—Buenos
días madre, soy Lourdes. Le llamo para decirle que me acuerdo mucho de ustedes,
que ahora con lo del embarazo comprendo por todo lo que usted ha tenido que
pasar, que la echo de menos, que Lawrence es maravilloso y que la semana
próxima cogeré un avión e iré a Madrid y después a casa. Quería presentarme por
sorpresa, pero no he podido contenerme, iré con Lawrence, así lo conocerán. ¿No
se alegra madre?
Encarna
que en los últimos días andaba de un humor de perros dijo:
—
¡Qué alegría tan grande, Lourdes!, sobre todo conocer a Lawrence. Tu padre se
sentirá dichoso cuando vea a ese ingeniero que te dobla la edad, que no habla
ni papa de español y a ti, con ese bombo de mujer soltera. Yo lo disfrutaré, y
le pelaré un conejo o dos a tu Lawrence, pero tu padre, con lo alegre que está
últimamente, mucho más hija, tu querido papá, y le puedes llamar de tú, al igual que a mí. Las cosas han cambiado, mejor
que nos tuteéis todos como lo hacen tus hermanos pequeños. Bueno, te decía, que
papá ha sido siempre un encanto al igual que tu Lawrence, y actualmente mucho
más, es amoroso, amable conmigo, y ni te cuento lo que opina de sus hijas: las
echa de menos, se le cae alguna lagrimita que otra recordando a los chicos que
ya no conviven con nosotros. Hija, ven cuando quieras con tu abuelo, perdona
estoy algo confundida, con tu compañero empresario. Papá y yo, estaremos
satisfechos de tener en nuestro feliz y maravilloso hogar, a tu abuelo, a ti y
a quien quieras traernos. Mi amor, Eduardo y yo, ¡somos tan felices! y te
entiendo perfectamente hija, la felicidad pasa por la vida solamente una vez,
por eso yo venero y adoro a tu padre, lo tengo en un pedestal, pues de veras se
lo merece. Como te decía, es un cielo de hombre y hacemos el amor a diario, en
ocasiones dos veces o tres al día. Hija mía, parece mentira, pero esto es una
segunda luna de miel, es decir, una primera pues como sabes mi enamorado y yo
no pudimos disfrutar de las primeras dulzuras del matrimonio. Pero ahora,
ahora, es todo distinto, nos amamos, nos revolcamos, nos achuchamos por los
rincones, me mete mano constantemente, y no te creas, que yo a él también
ahora, ahora que vamos camino de la vejez, nos idolatramos. Así pues ven pronto
con Lawrence, para que tu abuelo y tú lo podáis comprobar en vivo y en directo.
Yo pelaré con la mano derecha un conejo y con la izquierda otro, mientras tu
papá desempolvará la flauta y tus lindos hermanitos rubios os dedicarán una
jota manchega, Miguel os cantará una dulce melodía y Mari Loli meneará el
bullarengue, así es que: ánimo hija mía, venid cuanto antes.
—
¿Se encuentra bien, madre?
—Mamá,
mamá, ¡por favor! llámame: mamá. Si querida, me encuentro perfectamente. Estas
palabras no habituales en mí son producto de la felicidad que me embarga, de la
emoción que me produce sentirme enamorada de nuevo, de la ilusión que corre por
mis venas, de la sensación que tengo, la misma que experimente a los quince
años cuando conocí a tu padre. ¡Oh!, mi vida ¡qué bonito es el amor y lo que
arrastra una pasión! Y como ya te he dicho, darlin, se dice así en inglés creo,
a tu Lorencito (será más fácil para papi que le denominemos así), le pelaré dos
conejos a la vez, y tu querido papaíto se encargará de cogerlos con sus propias
manos.
—Mamá,
mamá, me sorprende… pero si a su edad y de repente se siente tan enamorada de
padre me alegro, de verdad. Entonces podemos ¿ir a visitarlos?
—
Claro, Lourdes, claro, no voy a insistir más, cuanto antes mejor.
—Mamá,
en cuanto a lo del abuelo no me gusta nada, el hecho de que Lawrence sea mayor
que yo no significa…
—No
dalin, o darlin, si es un apodo cariñoso es como Heidi y su abuelito.
—Bien
madre, iremos en cuanto podamos. Besos.
—Lo
mismo, lo mismo, preciosidad.
Se
atropellaban los días, faltaban horas para el estudio, las clases, los
actos culturales.
Hoy
asistirían Julio e Hilario a una ponencia en el Aula Magna de la Facultad de
Derecho. La introducción la haría la Doctora en Antropología por la Universidad
de Chicago, Sherry Ortner.
La
ponencia se basaba en el paralelismo de la filosofía y las matemáticas a la vez
que se relacionarían dichas materias con otras ciencias, antropología,
sociología e incluso la estrecha relación del arte y la ciencia.
La
Dra. Ortner saludó en inglés se excusó por no hablar español, mientras que un antropólogo
bilingüe, micrófono en mano traducía del inglés al castellano las palabras de su
colega, después de cada pausa que hacía
la ínclita intelectual, y así se desarrolló el discurso:
—Margaret
Smith, pasó en la Polinesia, gran parte de su juventud, como antropóloga,
científica y escritora supo relacionar diferentes áreas del conocimiento
humano, dichas áreas según Smith, forman parte de un todo, aunque los
atavismos, las tradiciones y las costumbres de cada pueblo sean diferentes…
Dio
una charla de unos quince minutos, empezó a interrelacionar a Descartes con
Kant, a Karl Marx con Nietzsche, continuó hablando del filósofo y matemático
Alfred North Whitehead y de sus teorías acerca de la metafísica de la
naturaleza, metió en el mismo saco a la pintura, la escultura y se extendió
hasta la medicina. Expuso sus teorías antropológicas. Y finalizó con un
homenaje a Bertrand Rusell, fallecido ese mismo año.
Fue
despedida con grandes aplausos, y el profesor Aranguren continuó con la
ponencia; empezaron a intervenir por turnos, filósofos, físicos, matemáticos,
médicos y doctores en Bellas Artes.
La
asistencia a este tipo de eventos a Julio y a Hilario les parecía sublime.
Máxime cuando ellos también intervenían, discutían con otros jóvenes
intelectuales y aprendían lo que quizá cursando cada uno de ellos una nueva
carrera universitaria, no hubieran logrado aprender. De cualquier manera, en la
mente de ambos y sin haberlo comentado nunca, rondaba la idea de hacerse
doctores cada uno en su especialidad, catedráticos de universidad, e incluso
estudiar una segunda carrera.
Por
la tarde continuaron con más clases, pero ya cada cual en un sitio diferente.
Hilario en la biblioteca de Filosofía y Julio en la de Exactas, los dos tenían
que tomar apuntes de los libros de sendas bibliotecas. Los temas que les
ocupaban, en otros lugares no los encontrarían.
Hilario
continúo estudiando hasta las doce de la noche, Julio hasta la misma hora
aproximadamente.
Se
levantó temprano, como venía haciendo habitualmente. A las siete de la mañana
había mecanografiado en su máquina Olivetti el borrador de su futura tesis
filosófica, que tendría que presentar al Rector de Filosofía a las doce. Tomó
un café largo, corrigió la tesis, y fue caminando hasta la facultad. El Rector, la ojeó por encima y
le dijo: pásate por aquí el lunes, he de leerla atentamente y quizá te haga
algunas sugerencias. Desayunó en la
facultad, café con leche y una palmera. Se encaminó hacia el S. Juan
Evangelista y pensó en Jean, no había tenido tiempo de verla. Sabía que se
marchó enfadada de su habitación, y ni siquiera había dispuesto de diez minutos
para llamarla. Pensó en su familia, en su madre, en la extraña conversación
telefónica mantenida con Encarna, en la
oferta de profesor en Barcelona, en las charlas de la Universidad Pompeu Fabra. Sintió frio, el día estaba
nublado, se puso la capucha de la trenca azul marino, miró al cielo y pensó…
tiene pinta de nevar ¡Cómo ha cambiado la temperatura en pocos días!, se frotó
las manos, las tenía enrojecidas.
Casi
temblando entró en la cafetería del Colegio Mayor, y agradeció la estufa
encendida. La calefacción la habían quitado el primero de abril, se suponía que
estábamos en primavera.
—Buenos
días Manolo, un cortado sin azúcar, por favor.
—Buenas
Hilario, traemos frío ¡eh! Hoy nieva, te lo digo yo, típico de Madrid, días de
calor, un poco de lluvia y casi siempre en abril o mayo una buena nevada. Aquí
no hay primavera.
Hilario
se sonrió. Le pareció escuchar una voz conocida, se giró y se encontró con
Fuster el internista, que charlaba animosamente con un compañero. Fuster le
saludó con la cabeza. Hilario le devolvió el saludo. En ese instante entró
Marga en la cafetería, fue derecha hacia el médico y al amigo desconocido,
ignoró a Hilario, besó a los dos hombres, pidió un café y empezó a coquetear
claramente con Fuster. Haciéndose la despistada saludó a Hilario a lo lejos con
una mano, Hilario le devolvió el saludo con un guiño.
Hilario
pagó su café y pensó: más vale que estudie…
Ya
en la habitación, se puso un jersey de lana gorda confeccionado por Encarna y
se enfrascó en sus estudios. Media hora después llamaron a la puerta.
—Ni
siquiera saludas por lo que veo.
—Marga
te he saludado, te he hecho una seña, no quería interrumpir la conversación con
tus amigos.
—Pues…
me he estado morreando con Fuster.
—No
me extraña, ya he visto como coqueteabais.
—
¿Celoso?
—No,
Marga en absoluto, es tu vida y tu camino, tú sabrás lo que quieres.
—
¡No tienes sangre en las venas! ¿No te molesta que me morree con cualquiera en
tus narices?
—No
me molesta, ni me encela, yo te quiero y el amor es otra cosa, pero si quieres
estar con Fuster o con quien sea, es tu vida Marga. No me molesta, no me da
celos, me duele profundamente porque te quiero…
—Se
desnudaron con prisa; hicieron el amor en extrañas posturas, encima del
escritorio arrugando los apuntes de Hilario, en el lavabo, se la llevó a la
cama amarrada a su cintura que Marga rodeaba desesperadamente con sus piernas,
sentados en la pequeña silla infantil del dormitorio, de pie contra la pared,
cogiéndola a pulso Hilario y retorciéndole con la mano izquierda los senos,
acabaron como siempre extenuados. No se dijeron un te quiero, ni una palabra
soez, como le gustaba a Hilario decirla, Marga se quedó dormida, e Hilario
pensó…
—En
quince, veinte días me marcho, lo más probable es que me ordene sacerdote, que
en julio vaya a la Universidad de la Ciudad Condal, que en septiembre empiece
como profesor. La quiero…
Y
hecho un mar de dudas se durmió.
El
día quince de abril a la 11:30 horas llamaron a la puerta de Encarna.
Aparecieron Lourdes y Lawrence. Lourdes abrazó fuertemente a su madre y Encarna
le devolvió el abrazo, se desasió del mismo, empujó hacia atrás suavemente a su
hija la cogió de las dos manos para
contemplarla de arriba abajo y exclamó: ¡estás guapísima! — Lourdes
sonrió abiertamente— y le presentó a su compañero.
—Mamá,
Lawrence. Lawrence, mamá Encarna.
—Nice
to meet you Mam, —dijo Lawrence dándole un beso.
—Pues
mira, no sé qué dices, pero yo también.
—Mamá,
ya os iréis entendiendo…
—Venid,
venid quiero que Lawrence conozca la casa, dormiréis en el cuarto de los niños,
tienen cama de matrimonio y estaréis más cómodos. Vamos a la cocina voy
preparar una paella que os vais a chupar los dedos, sentaos, siéntate Lawrence.
¿Queréis un vinito con unas almendricas? Vamos hombre inglés, que estás en
tu casa, bebe vino sin miedo.
Lawrence,
sonreía, por los gestos vivos de Encarna entendía la conversación y de vez en
cuando, y a pesar de sus treinta y nueve años cumplidos se le subían los
colores.
—
¿Cuándo viene papá, Miguel y los nenes?
—Estarán
al caer, tu padre y Miguel como saben que veníais han pedido permiso y saldrán
antes del trabajo. Y a los mellizos les quiero dar la sorpresa.
Entraron
en la casa Jesús y Onofre peleándose como hacían de costumbre, dejaron las
carteras tiradas y fueron a la cocina.
—
¡Olé, olé, Lourdes y el inglés! dijo Jesús, y Onofre fue corriendo hacía su
hermana se abrazó a ella y detrás como si Onofre se la fuera a quitar, Jesús se
abrazó también a Lourdes y empezó a empujar a su hermano, miraron con
curiosidad a Lawrence y dijeron al unísono:
—
¡Es un abuelo! Y apostilló Jesús, y tiene pinta “pringao.”
Encarna
les regañó, Y los chiquillos contestaron: pero si no se entera, no habla
español.
—Déjalos
mamá, no les regañes Lawrence tiene mucha psicología, no se enfadaría aunque
les entendiera y además, como ves, y Lourdes se señaló su vientre, el que venga
¡a saber cómo nos sale de travieso!, venid chicos.
Y
Lourdes les entregó a cada uno una bolsa
de tela con dibujos de Snoopy, los chavales abrieron los regalos y empezaron a
exclamar: ¡un coche teledirigido! ¡Hala!, una cabina de teléfono roja de esas
que salen en las “pelis”. Mira Onofre cuantos chocolates tengo yo, y Onofre
dijo y yo también, mira, mira un librito en inglés dijo Jesús, andá yo tengo
otro pero el mío viene en inglés y en español, a ver… ¡Ah! Pues el mío también.
Seguro que lo del librito ha sido idea del abuelo, dijo Jesús. Los regalos que
había dentro de las bolsas de los mellizos eran iguales, Lourdes sabía lo
diablos que eran y los compró así para evitar peleas. Los niños entusiasmados empezaron
a comer chocolatinas, se las metían en la boca de dos en dos, de tres, en tres,
tiraban los envoltorios al suelo y les daban un puntapié. Encarna con gesto
adusto les espetó: dejad de comer chocolate que hoy tenemos paella, y de un
manotazo les quitó las golosinas a los chavales, a continuación y dándoles una
simbólica nalgada: dadles las gracias y un beso a Lourdes y a Lawrence. Los
mellizos al unísono, ¡al abuelo también!
Comieron
la paella en la cocina, Eduardo, Miguel, Encarna; Lawrence, Lourdes y los
mellizos.
—Very good
thank you Maamm… Very good paela espanola, bueno vino.
Los
mellizos se partían las tripas a reír ¡este tío es tonto!
Comieron
y bebieron, Lourdes iba traduciendo en una y otra dirección y a los postres
dijo:
—Padres,
Lawrence y yo os hemos hecho un regalo, espero que nos lo aceptéis, el mes de
julio papá estará de vacaciones, y entregándole un sobre a su madre dijo: un
crucero por el Mediterráneo mamá.
Encarna
no reaccionaba, Eduardo menos, al final.
—Gracias
hijos pero ni tu padre ni yo conocemos el mar, a esas cosas van señores
importantes bien vestidos y con cultura y nosotros solo conocemos Montaña… y
Albacete.
—Así
conocerán el mar, por la ropa no te preocupes madre, les llegará a padre y a ti
un paquete que ya hemos enviado desde Londres con todo lo necesario para el
crucero, y Lawrence les ha hecho una transferencia bancaria para lo que
necesiten.
Eduardo
acarició la mano de su mujer, aunque seguían sin hablarse, se dirigió a
Lawrence y le dijo: “Zequió” inglés.
—Nara,
¿Nada Lourdes?
Dijo
interrogando a su compañera
—
It’s a pleasure, —movió la mano derecha como si espantara rápidamente una mosca
y continuó.
—
“Ancantado.”
Se despertaron juntos,
se ducharon a la vez, Hilario enjabonó el cuerpo de Marga, ella se dejaba
hacer. Hilario había encendido la radio y sonaba una de sus músicas favoritas.
La ópera “Alcina” de Haëndel, la voz de Joan Sutherland cantando el aria “Ah! Mio
cor!” se le antojaba uno de los mayores placeres que se podían experimentar.
Hilario salió del baño cual poseso, puso la música a todo volumen y le dijo a
su Jean.
—
¿Te gusta? Espero que sí. Haëndel componía para dioses como tú y yo.
—Pues
me gusta la voz, pero no sé lo que está cantando…
—
¿No? lo sabrás enseguida.
Hilario en una especie de éxtasis y metido de
lleno en el acto segundo de “Alcina” le demostró a su Jean lo que para él
suponía la ópera, especialmente cantada por Joan Sutherland. Tomó a su amada a
toda prisa, después lentamente. La azotó con el cinturón de su pantalón vaquero
por todas partes, le dejó marcas en las nalgas y en los senos, la mordió y la
insultó, abofeteó suavemente sus mejillas en un Nirvana que Marga un tanto asustada
no podía entender. Hilario siguió con su ritual violento, místico y, con una
clara depravación sexual, tomó el
cepillo del pelo de encima del lavabo, lo introdujo a la fuerza en el sexo de
Marga y a la vez metió su pene en el ano de su enamorada y eyaculó con grandes
aspavientos murmurando.
—
Ahora sabrás lo que es la buena música y me importa poco si has disfrutado o no
y si te he hecho daño, y empleando tus
delicadas palabras ¡te jodes, guarra!
Margarita
dijo llorando.
—
¡Estás loco!, estoy ensangrentada por todas partes, esto ya no me gusta. Y sí,
he disfrutado y mucho, pero estamos llegando a extremos, nos vamos a matar,
aunque yo nunca te hago nada violento.
—Físicamente
nunca, verbalmente sí, pero eso ahora no me importa y no nos vamos a matar, sé
donde tengo que pararme y tú también, así que cierra la ducha, hemos inundado
la habitación, y ahora, curaré las heridas que te he infligido debido a tu
comportamiento de muchacha díscola.
—Hilario,
no es de recibo, he tenido amantes, tú no, según me cuentas, pero nunca me ha ocurrido algo así.
—
¿No, cerda?, pues más que te va a ocurrir conmigo, disfrutas como una gorrina,
tanto o más qué yo.
—
¿No se deberá lo acontecido a los celos?
—Jamás
entraré en esa espiral de celos que me propones, no va con mi personalidad ni
con mi manera de entender el mundo. La celopatía es una grave enfermedad, la
cópula, la sodomización, el sexo violento, y dentro de un contexto, consentido por ambas partes es saludable, libera energía
y hace que dos personas permanezcan en perfecta comunión.
—Pero
yo no te he consentido nada, me has forzado, me has herido, violado…
—Marga,
por favor, me lo estabas pidiendo con la mirada y lo sabes, quieres vivir el amor a tope y yo
también, has gozado como una enana, yo nunca forzaría ni a ti ni a nadie, no
seas hipócrita, sé que el primer hombre que te ha sodomizado soy yo, que te has
acostado con muchos, y que pocos te han dejado satisfecha. No me considero un
buen amante, ni tan siquiera sé lo que soy, pero siempre me preocupo como es
lógico más de ti que de mí y hoy día trece ha pasado lo que ha pasado. Mañana
catorce de abril y día de la República ya veremos lo que ocurre. Tengo una
cassette con toda la obra de Haëndel, escuchémosla.
—Te
quiero.
—Yo
también Jean.
El
domingo Magdalena telefoneó a su hermano Hilario.
—Hilario.
—Magdalena,
¿dónde estás?
—En
Madrid, acabo de llegar con la compañía de teatro y esta tarde actuaremos, si
tienes tiempo me gustaría que vinieras a verme, estamos haciendo una gira, hoy
debutamos en el teatro Español, y “La discreta enamorada” la estrenaremos a las
siete de la tarde. No sabes Hilario lo contenta que estoy.
—Por
supuesto hermana, iré a ver tu obra, probablemente vaya con una amiga del
Colegio Mayor. El problema son las entradas, no sabía que debutabas hoy en
Madrid y es posible que me sea difícil conseguirlas.
—No
te preocupes acercaos quince minutos antes y yo misma os proporcionaré un par
de entradas.
—De
acuerdo Magdalena nos vemos, un beso.
—Otro
para ti.
Hilario
se lo comunicó a Margarita.
—Pues
no sé si podré ir a ver a tu hermana, precisamente hoy actúa en el S. Juan
Lluis Llach, y aunque se han acabado las entradas, intentaré conseguir una a
través de una amiga.
—Como
te parezca, niña, pero yo iré a ver a mi hermana, hace mucho que no
charlamos personalmente.
—Bueno,
pues voy contigo y así la conozco.
A
las siete menos cuarto Margarita e Hilario estaban en la puerta principal del Español.
Hilario presentó a su hermana a Margarita.
Vieron
la obra, aplaudieron, y a la salida del teatro se fueron al bar más cercano con
la compañía “El Cabañal” a tomar unas tapas.
Margarita
observaba descaradamente a Magdalena, pensó para sí, ¡cómo se parecen los dos!
Y
tomó cierta inquina o más bien celos de Magdalena. Le pareció elegante, tenía
el mismo porte que Hilario, casi eran de la misma estatura y le molestaba que
los hermanos no pararan de reírse. Marga se sintió al margen y pensó:
—Y
yo que soy, la barragana, estos idiotas de pueblo me están ignorando. Se
creerán importantes los paletos, que por mucho estilo que tengan, no dejan de
ser de una aldeuca manchega y de repente se hacen los intelectuales. Y yo,
Margarita Pío, hija del Consejero Delegado de la Banca más importante de
España, educada en Suiza, hablando cuatro idiomas, a punto de terminar medicina
e irme a estudiar Neurología a la Sorbona, soportando a estos advenedizos que
provienen de una familia inculta y que se quitan el hambre a bofetadas.
Así
que en un impulso Margarita dijo: me voy, cogió su bolso y salió llorando de la
tasca.
—
¿Qué le ocurre a tu amiga?
—No
sé Magda, perdóname, mañana te llamo, me ha encantado la obra, perdona Magda.
Hilario
fue corriendo tras Margarita y preocupado le dijo:
—
¿Qué te pasa?
—Nada,
que si pinto menos que la Tomasa en los títeres ¿para qué me traes?
—Pero
¿de qué hablas?
—No,
que no me hacíais ni caso, estabais a lo vuestro y ya está.
—Hablábamos
de teatro, a ti te gusta, te hemos preguntado varias veces y ni tan siquiera
has contestado.
Hilario
la abrazó, vamos Jean, vamos, no llores apoya tu cabeza en mi hombro, no llores
mi amor, estás cansada.
Hilario
sabía perfectamente lo que le ocurría a su Jean, era una celosa empedernida,
una niña bien, mimada; y era consciente de que tanto Margarita como él intuían
una separación en breve. Hilario estaba enamorado de ella y siempre lo estaría.
Marga podría tener sus defectos pero era una excelente persona y le quería.
Hilario se tragó las lágrimas. ¿Cómo y cuándo iba a decirle a Marga que no
estaba dispuesto a renunciar a su carrera?, que se iría a Barcelona y que le
encantaría colgar los hábitos y casarse con su Jean, cuando fuera alguien,
cuando pudiera presentarse delante de su familia que vivían en un chalet del
Viso y decirle al banquero, soy catedrático de la Universidad de Columbia y
quiero a su hija. ¿Cuántos años tendría que esperar Marga para eso? Máxime
teniendo en cuenta, y nunca se lo había dicho ni se lo diría a su amada, que
Margarita era seis años mayor que él.
Al
día siguiente Encarna se acercó temprano a por el pan. Y en la panadería.
—Buenos
días Encarna.
—Buenos
días nos de Dios, Engracia.
—Encarna,
me han dicho que ha venido Lourdes con su marido. Quizás no sea el momento,
pero me gustaría verla, si quieres les dices que se pasen por mi casa esta
tarde.
—Difícil
lo veo, se marchan mañana temprano, pero de todas formas, se lo diré.
—Adiós,
mujer.
—Adiós,
Engracia.
Cuando
Encarna llegó a casa, ya se habían marchado todos a sus quehaceres cotidianos,
todos menos Lourdes y Lawrence.
—Bueenoss
días Maam, Encarna.
—Buenos
días, Lawrence, y ¿Lourdes?
—Lawrence
señaló el dormitorio.
Lourdes
estaba haciendo la maleta, y sonrió a su madre.
A
la hora del almuerzo se reunieron todos
en la cocina. Al terminar la comida, Eduardo y Miguel, regresaron al trabajo y
los chiquillos se fueron al colegio.
—Lourdes,
he visto a Engracia esta mañana y me ha dicho que, si queréis, vayáis esta
tarde a su casa. Yo os esperaré aquí;
tengo que zurcir unas sábanas y…
—Mamá
¿no vas a venir con nosotros? Y dirigiéndose a Lawrence dijo: Engracia is the best friend of mama, really she belongs
to the family.
—Lawrence
dijo: I see…
Y
Encarna haciendo de tripas corazón les acompañó a casa de su ex amiga.
—Lourditas,
hija estás preciosa y tú Lawrence ¿cómo estás? encantada muchacho.
Os
he preparado unas pastas, probad un poco de vino dulce, o si preferís café; lo
preparo en un momento.
—“Ancantado
Engracia, a ablado very mucho de tú”, Lourdes.
—Engracia
dijo, un momento, se dirigió a su pequeño taller de costura y volvió con dos
faldones para recién nacido, bordados primorosamente.
—
¡Qué bonitos, Engracia! ¡Qué manos tienes!, esto no lo encuentro en Londres ni
borracha.
—
Mucho “belo”, — dijo Lawrence.
Y
a Encarna le resbalaron dos lágrimas, una al imaginar cómo sería su primer
nieto y la segunda al darse cuenta de que Engracia y ella eran como hermanas.
La
semana la pasó Hilario estudiando a tope. Por las noches, tenía pesadillas que
se entremezclaban con matemáticas,
filosofía, Marga, “el pueblo de las tres mentiras”. Soñaba con monstruos con
cabeza de ángeles, cerdos que le devoraban, y con su madre muerta. Se
despertaba empapado en sudor, y le costaba conciliar de nuevo el sueño.
Margarita
y él dormían todas las noches juntos, y la muchacha se sobresaltaba cuando
Hilario despertaba de sus malos sueños con un fuerte grito.
El
viernes diecinueve de abril el Rector de Filosofía de la Complutense le llamó
al S. Juan Evangelista para darle ánimos y decirle que siguiera en ese camino,
que su tesis era redonda.
La
mañana del sábado Hilario pensó que ya era tiempo de que Margarita y él hablaran
claramente. Pensó en Encarna, se alegró de que su madre y Engracia continuaran
la amistad, de que Lourdes y su compañero hubieran estado en el pueblo, y de
que el potentado de Lawrence hubiera regalado a sus padres un viaje. Ya era
hora de que Encarna y Eduardo disfrutaran de la vida.
Se
entretenía en estos pensamientos porque no sabía cómo abordar la conversación
con Marga, se armó de valor y:
—Marga,
siéntate a mi lado. Tengo un buen expediente académico, deseo continuar mis
estudios. El quince de mayo me ordenaré sacerdote. En julio me iré a una
facultad de Barcelona, me han becado. En septiembre impartiré clases en dos
colegios de la Ciudad Condal, me alquilaré un estudio y viviré solo, quiero
hacer el doctorado. Y tú Jean, termina la única asignatura que te queda para
acabar medicina. Vete en agosto a Paris y estudia en la Sorbona, sé que eres
inteligente y serás una buena neuróloga, tus padres estarán orgullosos de ti. Tu
y yo nos seguiremos viendo, si mis honorarios me lo permiten iré a visitarte a
París, y de paso montaré en avión, nunca lo he hecho. Iré a verte si tú lo
deseas y no te has echado novio.
Te
quiero mucho Margarita. Nuestros caminos son divergentes. Nunca se sabe las
vueltas que da la vida, a veces fantaseo con un futuro a tu lado, imagino que
dejó el sacerdocio y que nos casamos. Pero eso sería pedirte un gran
sacrificio, tendrías que esperar durante mucho tiempo y no te mereces eso. Te
quiero mucho, mucho Jean, pero te quiero libre y feliz.
—
¡Cago en putas Hilario!—dijo Margarita llorando—.Yo también te quiero, no te
hagas cura, termino medicina en un par de meses. Y no continúo con la
especialidad. Quédate en Madrid, puedes
hacer el doctorado aquí y a la vez buscarte algún colegio para impartir clases,
además papá nos ayudaría.
—No
es tan fácil trabajar en un colegio a no ser que vayas recomendado u oposites y
ya te he dicho que quiero hacer el doctorado y cuando oposite será para
catedrático de Universidad, en cuanto a lo que dices de tu padre, te lo
agradezco Marga, pero piénsalo, tu familia no me aceptaría y tú y yo
acabaríamos teniendo una relación terrible.
Margarita
llorando y gritando
—
¡Nada me sale bien!—Puta parió, cojones, me cago en Dios y en la Santísima
Virgen, la hostia, la marrana Biblia, coño, joder, los huevos.
Y
Margarita seguía diciendo improperios, llorando y gritando. Hilario la abrazó y
la besó en la frente.
—Margarita
tienes muchas cosas a tu favor; eres inteligente, guapa, culta, perteneces a
una familia que te adora, y que pueden proporcionarte estudios en las mejores
universidades del mundo y además, nunca se sabe, quizá, algún día, acabaremos
juntos, pero no quiero que me esperes, haz tu vida, relaciónate, y de momento
ya te he dicho, nos seguiremos viendo, si te apetece.
Margarita
lloraba y lloraba. El hombre también pero hacia dentro, de repente se le
ocurrió a Hilario:
—Marga
¿forma parte del decálogo de los “progres” decir tantos tacos?, porque tienes
un buen repertorio.
—
Y ¿forma parte de la idiosincrasia de los curas, enamorar, la violencia en la
cama y las obscenidades que me sueles decir sin cortarte un pelo?
—Llevas
razón, no sé de qué forman parte las obscenidades que te digo y mi euforia
apasionada contigo en la cama. Solo creo
que soy natural, que me comporto sin ningún tipo de represión, que por lo que
sea, no tengo vergüenza cuando estamos juntos y que expreso mi amor y mis
deseos como mejor sé, para proporcionarte placer a ti, todo el que he sabido
darte y sinceramente, para disfrutar también yo de tu cuerpo, de tu alma, de mi
alma y de mi cuerpo.
Margarita,
estaba hecha un lío, aunque sabía que esto era el final de su historia con
Hilario. Se enjugó las lágrimas y se abrazaron. Y dijo Hilario:
—Ahora
voy a enseñarte unos cuantos improperios que puedes soltar cuando vayas a esas
recepciones de Embajadas a las que sueles asistir con tus padres.
—
¡Hilario!
—Le
cortó Margarita, ¡Uno!, ¡Uno! dime tan solo un taco que yo no me sepa.
—
¿Sólo uno?
—Solo
uno, Hilario.
E
Hilario mirando fijamente a Margarita puso su boca en forma de O, completamente
redonda, y sacando la voz desde el pecho cual barítono dijo:
—SHOOOOOOOOOMINO.
Y
estallaron los dos en una carcajada conjunta.
Transcurría
el mes de abril, con lluvias, vientos, fríos, y calurosos días. El Paseo de la
Castellana se engalanó con sus plátanos de nuevas hojas reverdecidas. La ciudad
universitaria madrileña estaba repleta de malos estudiantes que a última hora,
y con los exámenes de junio encima se esforzaban en terminar los cursos, aunque
fuera con un cinco “pelao”. En la biblioteca de la calle Quintana no había
manera de entrar, así que muchos universitarios decidían tomar sus apuntes en
el café Viena, pedir un té con leche y pasar allí la tarde. Otros lo hacían en
la pensión, con la patrona dándoles la lata y diciendo: es hora de cenar, a las
nueve me retiro y quiero que las luces se apaguen antes de las doce, los flexos
que utilizáis gastan mucho, y para la
miseria que me pagáis. Los más afortunados estudiaban en las habitaciones de
los Colegios Mayores. La Biblioteca Nacional, era lugar privilegiado para unos
cuantos, y también estaba abarrotada. Más suerte tenían los madrileños que
vivían con sus padres y podían afanarse en el estudio en sus casas, aunque
envidiando a los chicos de provincias, que estaban menos controlados por las
familias, más metidos en los movimientos sociales que se cocían por aquel
entonces, y más libres para ligar.
Marcelino
Camacho estaba de nuevo en la cárcel de Carabanchel, y las manifestaciones de
obreros y estudiantes se sucedían día tras día.
Era
la época de los tecnócratas en el gobierno franquista, y parecía que algo de
apertura se vislumbraba en el ambiente.
Hilario
y Marga permanecían juntos, estudiaban en el mismo cuarto, cogidos de la mano,
y de vez en cuando, para tomar apuntes, o simplemente por la postura forzada se
olvidaban de sus amorosas manitas.
Concentrados
y en silencio, no se miraban ni hablaban hasta las nueve, cuando iban a cenar a
la cafetería, y Manolo sin preguntar les servía un sándwich mixto, un vaso de agua y una pieza de fruta.
Después dos cafés dobles, solos, bien cargados, para que pudieran estudiar
hasta media noche.
Iban
pasando los días, el mes de abril finalizaba, en Montaña de las Aguas Claras. Eduardo
y Encarna seguían sin dirigirse la palabra, hasta dormían en habitaciones
separadas. Miguel se estaba hartando de vivir con sus padres ante la situación
tensa que se respiraba en el hogar. A los mellizos sólo les atendía Miguel,
poco acostumbrado a ayudar a nadie, y cansado de la mala educación de sus
hermanos pequeños; así que un buen día y a la desesperada dijo:
—Padre,
madre, me han ofrecido un trabajo en Albacete, si me aceptan empezaré a
trabajar allí la próxima semana, se trata de un taller de motos, y me gustaría
labrarme un oficio y no ser tan dependiente de la familia de Mari Loli. Si se
me da bien, para el próximo año Mari Loli y yo nos casaremos y viviremos allí.
Mañana mismo iré a hablar con el jefe del taller, y si soy de su agrado, ya
saben; para Albacete. Vendría a visitar a mi novia y a ustedes los fines de
Semana.
Eduardo
y Encarna no se lo esperaban, se miraron de reojo y…
—Bien Miguel, bien dijo Eduardo, si eso va a ser
bueno para ti me alegro. Mañana me cuentas.
—
¡Miguel!, a ti siempre te ha gustado el pueblo, la vida tranquila, lo de los
ultramarinos, es cómodo, “los churretas” están bien situados, y empezar ahora
un nuevo oficio de mecánico me parece un poco complicado.
—
¡Madre, déjeme tranquilo!
—Por
supuesto hijo, solo era una opinión, haz lo que te parezca y como dice tu
padre. Mañana me cuentas.
Y
llegó el Día del Trabajo. Primero de mayo. Llegaban autobuses a Madrid
procedentes de toda España para presenciar las demostraciones sindicales que el
gobierno franquista exhibía año tras año.
Margarita
e Hilario fueron al cine a ver “Dos hombres y un destino”. A la salida del cine
le dijo Hilario a Marga.
—Te
invito a cenar en ese “chino nuevo” que han abierto en Alberto Aguilera.
—Vale.
Una
vez en el restaurante y entre rollitos de primavera y arroz tres delicias
comentaron la película.
—
¡Qué escena la de Katharine Ross y Paul Newman montados en la bici, y el Newman
silbando: Rain drops keep falling on my head...! ¡Con ese me casaba ahora
mismo!
—La
banda sonora es una maravilla, la actuación de Newman y Redford fantástica y
George Roy Hill ¿qué quieres? Tocado por el dedo de Dios.
—Me
he aficionado al cine contigo, no me gustaba, pero le he cogido el tranquillo.
—Por
cierto, ¿has estado alguna vez en el Real?
—No
Marga no. No soy de posibles como tú, aunque me encantaría, ya sabes que a mí
me gusta la ópera…
Entonces,
Margarita cayó en que se lo había puesto en bandeja, y en los cerebros de ambos
sonaba la música de Händel, la voz de Joan Sutherland cantando el acto segundo
de la ópera Alcina. Con el aria Ah! Mio cor!
Hilario
la miró fijamente a los ojos, ella le mantuvo la mirada. Hilario se quitó un
zapato y sin dejar de mirarla colocó su pie en la entrepierna de Jean, Marga se
ruborizó. Hilario hizo un gesto al camarero para pedirle la cuenta. Pagó apresuradamente,
y en el “Chino” de Alberto Aguilera dejaron abandonados los rollitos de
primavera, la ternera en salsa de ostras y la botella de vino rosado.
Se
besaban sin pudor. Hilario la iba conduciendo hacía el parque del Oeste, y allí
entre la yerba alta de mayo y ajenos a las miradas de algunos ciudadanos, que
paseaban aprovechando los últimos rayos de sol del día de fiesta, repitieron la
escena de la ducha de la habitación del S. Juan Evangelista, aunque sin golpes
de cinturón ni cepillo del pelo, pero con la celestial voz de Joan Sutherland
resonando en sus oídos y la misma violencia y pasión que emplearon en el
dormitorio de Hilario.
El
diez de mayo del 70, Hilario recogió sus cosas de la habitación del Colegio
Mayor. Hizo la maleta, y en un macuto
que se había comprado en el Rastro, metió todos los libros adquiridos en
Madrid. Estaba solo en el cuarto y lloraba a lágrima viva. Por la tarde
partiría en tren a Almansa acompañado de Julio.
A
las doce apareció Margarita.
—Ya
has recogido todo, pensaba ayudarte.
—Gracias
Marga, he madrugado.
—Esta
tarde os llevaré a Julio y a ti a la estación.
—No
Marga, prefiero ir por mi cuenta, no me gustan las despedidas.
Se
abrazaron, hicieron el amor de una manera tierna, no se despidieron, se
intercambiaron los teléfonos. Marga el del apartamento que compartiría a partir
del mes de julio con una amiga en París, e Hilario el del estudio que ya había
apalabrado con su futura casera de Barcelona.
Hilario
viviría en Vía Layetana.
Marga
le dijo, escríbeme pronto, él contestó no te preocupes lo haré.
Julio
e Hilario se subieron al tren poco antes de que se pusiera en marcha. Hilario
se hizo el dormido y Julio, mirándole por el rabillo del ojo de vez en cuando,
se puso a leer.
Llegaron
a Almansa. Les recibieron los curas, cenaron frugalmente y se fueron a la cama.
El
día siguiente discurrió como era
habitual en el Seminario. Los novicios con sus obligaciones cotidianas. Y a los
futuros sacerdotes, les apartaron a las seis de la tarde, a fin de prepararlos
para el Orden Sagrado. El día quince se celebraría la ceremonia y se ordenarían
entre otros: José el cordobés, Julio, Emilio, Fabián el hipócrita e Hilario
Pedraza.
Hablaron
con los padres, les fueron explicando cómo sería la citada ceremonia, les
confesaron uno por uno, comulgaron. Leyeron Los Santos Evangelios y se
retiraron a dormir temprano.
Así
durante cuatro días hasta alcanzar el tan ansiado sacerdocio.
Miguel
consiguió trabajo en Albacete, en el taller de motos. Estaba contento con su
patrón, era un hombre gordo y afable. Le enseñaba pacientemente el oficio y
Miguel aprendía rápido, le gustaba aquella profesión. Alguna tarde que otra se
acercaba a ver a Llanitos al internado y charlaban y reían un rato. Los fines
de semana cogía un autobús e iba a visitar a Mari Loli, que siempre le esperaba
con una sonrisa y los brazos abiertos. Comía en casa de sus futuros suegros, y
a la hora de la cena marchaba a la de sus padres. Los domingos almorzaba
siempre con “los churretas”, y nada más terminar la comida regresaba a
Albacete.
Al
día siguiente Eduardo no fue a trabajar. No se sentía bien y permaneció en cama
todo el día. Encarna ni tan siquiera pasó por la habitación de su marido. A las
nueve de la noche Eduardo fue a la cocina donde ella estaba cenando un huevo
pasado por agua y le dijo:
—Encarna
quiero hablar contigo. Llevamos dos meses sin dirigirnos la palabra, nos hemos
pasado prácticamente toda la vida juntos, sé que he sido injusto contigo. Que
no soy ni he sido nunca el hombre que a ti te hubiera gustado que fuera, que
esto no tiene arreglo, pero ahora te pido por favor, que no tires la toalla,
que no me abandones, que yo solo no me apaño, ya sé que soy egoísta y rudo, eso
es todo cuanto te quería decir, ¡ah, sí! que nunca me he acostado con otra. Que
lo que te dije de Engracia, no es cierto. Que en una o dos ocasiones, hace años
ya, me fui de putas. Y en cuanto a las mujeres, es verdad que lo he intentado con
medio pueblo, pero no he recibido más que bofetadas por parte de las mozas, y
que a traición y como mucho les he tocado “el conejo”.
Encarna
le miró con desprecio, se comió lentamente su huevo pasado por agua se tomó un
vaso de leche fría y le contestó:
—Irse
de putas no es acostarte con mujeres, ¿qué es, pues? ¿acostarte con cabras?, y
toquetear a traición, por el hecho de considerarte poderoso con tu tricornio
también es lícito ¿verdad?, no te esfuerces Eduardo. Y Encarna se fue a
dormir.
Margarita
decidió ir a cenar a casa de sus padres. Estaba deprimida, e intentaba estudiar
pero, no se concentraba, así es que pensó; me voy para “El Viso” ya. Así charlo
un rato con Lala, antes de la cena. Cogió el Seat seiscientos y a las cinco y
media, estaba aparcando en el garaje de su casa. La verja del jardín estaba
entreabierta, la empujó, atravesó el cuidado césped, saludó al jardinero y se
dirigió a la puerta principal. Llamó al timbre y Lala, abrió.
—Neniña,
¡Marga!
Y
Lala la abrazó con fuerza. Lala era como su segunda madre, la dejaron en sus
brazos cuando Margarita tenía cinco meses, y crió a ella y a su hermana Alicia,
dos años menor que Margarita, hasta que a la edad de nueve años de Marga, y
siete que contaba Alicia, los padres de ambas decidieron enviarlas a estudiar a
un internado en Suiza.
Regresaban
a Madrid por Navidades. Durante la Semana Santa; Ricardo y Alicia, los padres
de las niñas iban a visitarlas a Suiza, se interesaban en cómo se desarrollaban
los estudios de las pequeñas; y marchaban a esquiar los cuatro a los Alpes.
Durante esos diez días, Lala tomaba el tren y pasaba la Pascua Florida con los
suyos, en la Aldea de Galicia lindando con Asturias donde naciera, un pequeño
pueblecito a orillas del mar.
Esas
eran todas las vacaciones que disfrutaba Lala “la tata,” como la llamaban las
niñas.
Los
meses de julio y agosto la familia vacacionaba en la casa que poseían en
Fuenterrabía, siempre con “la tata”, para que cuidara de Marga y Alicia.
Ricardo,
el padre de las muchachas, se estaba haciendo construir un chalet en Marbella,
pues consideraba, que las Vascongadas ya no eran seguras y a partir de ahora
veranearían en el sur.
—
¿Dónde está mamá?
—En
un té de caridad. No creo que tarde.
—Y
¿papá?
—
¡Pobriño!, siempre trabayandu.
—Cuéntame,
cúentame neniña… ¿teñes fame?
—No
tata. Pero vamos a la cocina. En este inmenso salón me siento incomoda.
—Teñes
mala cariña Margarita, dile a tu tata… ¿mal de homes?
Y
Margarita se abrazó a Lala, comenzó a llorar, le contó todo lo que le ocurría y
le dijo.
—No
se lo digas a mamá.
—Tranquila
neniña ¡con ese corpiño tan xeitoso y con mal de amores! Te prepara la tata una
tila.
—Si
Lala, gracias. ¿Sabes algo de Alicia? Claru, estuvo en casa hace cosa de un mes
llámote a la residencia pero no te encontró, fuerun la Sra. y ella allá a la tu
residencia y tampoco vieronte, les dijeron que marchaste para la sierra con
unos amigos.
—Y
¿cómo está mi hermana?
—
Bien, neniña bien, peru si te digo la verdad poco vila, marchó con los amigos a
una fiesta y a otra y paró pocu por aquí, aunque; si escuché decir al Sr. que,
como mi Aliciña, terminó los estudios allá en Suiza. Después de las vacaciones
en Marbella, regresaría a Madrid a dirigir la Fundación de la Banca.
—No
lo sabía tata.
—Claru,
claru, ya te dije que no localizote.
—También
podría escribirme de vez en cuando.
—Mi
Aliciña es así, pero es buenona, como toda esta familia, que también es ya la
mía y siempre fui querida por todus.
—Pero
continuas llamando a papá y a mamá Sr. y
Sra. ¡a estas alturas tata!
—El
respetu es el respetu, Margaritiña.
En
eso entró Alicia y a grito “pelao” desde el vestíbulo. ¡Lala! ¡Lala!, se me ha
complicado el día. Esta noche después de la cena Ricardo y yo tenemos una
fiesta. Sube a mi vestidor y prepárame el traje largo azul cobalto con el bolso
y los zapatos de raso negro.
—Marga
miró a Lala, la sonrió de medio lado y le dijo: no sé cómo la aguantas.
—Enseguida
Sra. pero venga, venga a la cocina, teñe una sorpresa.
—
¡Marga Hija! Dame un beso, tu hermana ha estado en Madrid, intentamos
localizarte pero no hubo manera ¿Cómo estás? ¿has venido en taxi? porque no he
visto tu seiscientos, ¡qué cabeza la mía! ¡Estoy siempre tan ocupada! Vuelvo rápido, ¿cómo iba a verlo si no he
entrado en el “garage”? He dejado el haiga mal aparcado en medio de la calle y
con las llaves puestas, voy a decirle al “chaufeur” que lo meta en el “garage”,
no te vayas, enseguida estoy contigo.
—Ya
sé que has hablado con papá, estarás contenta, en julio a la Ciudad de la Luz. El
apartamento que te ha alquilado papi es una monada, al lado de la Sorbona. Yo
lo he visto, el fin de semana pasado me fui de compras a París con Cuqui y
estuvimos viéndolo. Es perfecto para dos futuras neurólogas.
Y
Alicia no paraba de hablar y hablar.
—Sigo
con mis poemas, por cierto ¿te quedarás a cenar?
—Claro
mamá.
—
Ven, ven a mi cuarto, mira; es de Dior, este, de Balenciaga; el traje pantalón,
de Elio; este de Pedro Rodríguez; y a ti te he traído de París, mira hija, mira ¡qué monada!, un
conjuntito de Cacharel.
—Gracias
mamá, es precioso.
La
cocinera filipina empezó a preparar la cena, Alicia se llevó a su hija a su
despacho para enseñarle sus poemas y sus cuadros, ahora tenía un profesor de
pintura a domicilio.
—Pero,
cuéntame, cuéntame cosas tuyas… Por cierto, no vienes nunca por “El Club de
Puerta de Hierro”, y no te vendría mal dar unas bolitas, ¿ya no te gusta el
golf? me preguntan mucho por ti Chencho, Chuchi, Lilí,…, en fin todos tus
amigos, a los que por lo que me imagino
ni ves. ¡Ay! Marga desde que volviste de
Suiza y te empeñaste en ir a ese San Juan Evangelista te has vuelto más rara, y
no lo digo con acritud, no, no, pero a veces me pregunto ¿con qué clase de
bolcheviques se codeará mi niña? ¡Huy! son las tantas, y papá aún no ha
llegado. Hoy tenemos que cenar pronto, después hemos de asistir a una fiesta
que dan los “Zapico”. Y mirando por la ventana del segundo piso del palacete
dijo: ahí llega tu padre, asómate ¿has visto el Mercedes nuevo que se ha
comprado? Las tantas, las tantas. ¡Lala! ¡Lala!, pon la mesa. Vamos al comedor,
hija.
—
¡Margarita hija, qué sorpresa! Dame un beso. Ya te habrá contado tu madre que
ha estado en París viendo tu apartamento.
Ricardo
cogió por la cintura a su hija y se encaminaron hacia la planta baja donde
estaba ubicado el comedor. Distinto a Alicia era el banquero, de derechas de
toda la vida; hombre de mundo y amplia cultura, y aunque no comulgaba con las
ideas sociales de Margarita, las respetaba, y eran capaces de hablar de
política sin exaltarse, se interesaba por la vida amorosa de su hija a
sabiendas de que Marga siempre le esquivaba, y a él le hacía gracia la manera
de ser de Margarita. Y sobre todo, Ricardo quería mucho a sus dos hijas.
Cuando
llegaron a la planta baja dijo Marga:
—
Voy a ayudar a la tata a poner la mesa.
—Venga,
dijo Ricardo.
A
Alicia no le gustaba en absoluto que su hija, futura neuróloga y educada en
Suiza hiciera de chacha.
—Tata,
ya veo que has puesto el mantel, voy llevando los platos y los cubiertos, ahora
vengo a por las copas.
—Pero,
mi neniña, si yo me basto y sobro suasiña, — y beso a su neniña.
La
cena fue servida por la filipina, vestida con uniforme, cofia y guantes
blancos. Se sentaron a la mesa Alicia, Ricardo, Marga y “su tata”.
—Voy
a arreglarme hija, no quiero llegar tarde a casa de los “Zapico”.
¡Esta
madre tuya!, —dijo Ricardo sonriendo, y se quedó charlando con su hija.
Lala hizo el amago de levantarse pero Marga le
dijo:
—No
tata, tú con nosotros.
Y
llegó el gran acontecimiento, a las doce del mediodía del quince de mayo. Empezó el ritual en el
Seminario de Almansa. Las familias de los diáconos que hoy se convertirían en
sacerdotes, esperaban impacientes al
Obispo. Estaba todo dispuesto para el orden sagrado. El padre Jacinto, junto al
padre Julián, conducían a las familias a los últimos bancos de la capilla del
Seminario. Un coro de monjas con sus togas blancas y partitura en mano estaban
preparadas para entonar salmos al lado del órgano que tocaría el padre Cecilio.
Y una vez en la Iglesia, abarrotada por las familias de los ya casi sacerdotes,
apareció el Obispo Casimiro. Los jóvenes diáconos entraron en la capilla con
sus hábitos blancos. Y el obispo Casimiro comenzó su homilía:
—
Hermanos en Cristo, el orden sagrado es uno de los sacramentos de la iglesia
católica, consiste en la consagración de un varón al servicio de la Iglesia; la
doctrina católica indica que este sacramento se confiere a aquellos que
habiendo recibido la llamada de Dios, son considerados idóneos para el
ministerio pastoral. El sacerdote es un mediador entre Dios y los hombres. La
iglesia católica es una doctrina fundada en S. Pedro. Allí se celebra la
Eucaristía, se conmemora la alianza del cuerpo y la sangre de Cristo para la
remisión de nuestros pecados. Oremus hermanos,— y empezó a sonar el órgano del
padre Cecilio y las bellas voces de las monjas— Señor ten piedad, señor ten
piedad— y a la vez que las monjas cantaban, Casimiro con desafinación de grajo—
Cristo ten piedad, Cristo ten piedad—, continuó la misa, con sus variados
preámbulos.
Los sacerdotes postrados en el suelo y boca
abajo oraban. Las familias sollozaban en un susurro extraño. Y el obispo
comenzó a imponer sus manos sobre las cabezas de los sacerdotes, uno por uno.
Después de esto el padre Cecilio tocó una obra sacra de Bach: “La pasión según
S. Mateo”. A continuación el obispo besó las manos de los ya considerados curas.
Se celebró la Eucaristía, y de uno en uno y en un recogimiento profundamente
espiritual, los ya padres y autorizados a celebrar la Santa Misa fueron a
comulgar. Mientras el padre Cecilio y el coro de monjas interpretaban el “Aleluya”
de Félix Mendelssohn con una perfecta afinación. El obispo Casimiro para
despedir el acto y antes de decir, podéis ir en paz, alegó:
—
Debéis observar como la pobreza de espíritu y la castidad brilla en la mirada
de estos santos varones. Y ahora, podéis ir en paz.
—Demos
gracias a Dios.
A
continuación los curas ofrecieron un pequeño ágape a familiares y sacerdotes.
Encarna,
y tantas madres de curas lloraban de emoción, Eduardo no sabía qué hacer.
Hilario se acercó a sus progenitores y les dijo:
—Gracias por acompañarme en esta nueva
andadura—besó a su madre, abrazó a Eduardo y conminó—vengan padres, celebremos
el acontecimiento, tomemos la sangre de Cristo.
Por
la noche, cansado Hilario a causa de la tensión nerviosa, rezó una pequeña
oración y pensó: Señor mío soy sacerdote, lo que nuestro obispo Casimiro ha
afirmado (y sólo le falto decir y nuestro jefe de Estado Francisco) es una
falacia. Efectivamente S. Pablo de Tarso arregló las palabras de Cristo a su
manera, pero ni siquiera coincidió con Jesús. Ruegue Sr. por mi madre, por mis
hermanos y por mi amante Margarita, ella sí que es verdadera. No este circo. Y
sollozando, y masturbándose pensando en su Jean se quedó traspuesto.
Encarna
y Eduardo regresaron a Montaña en autobús. El día les resultó cansado. Encarna
estaba orgullosa de su hijo, aunque conocía bien a Hilario, y creía percibir un
fondo de tristeza en sus ojos acerados. Pensó para sí, normal, es una nueva
etapa y los cambios siempre asustan. Realmente no pensaba en eso ni en nada;
estaba harta del imbécil de su marido, de la vida de trabajos forzados que
había llevado durante toda su adolescencia, juventud, madurez y ahora, casi
próxima la senectud, se encontraba desesperada. Parió a los mellizos un poco
tarde con cuarenta y dos años y a sus cincuenta y dos se diría que tenía
sesenta, Y ¿a dónde iba ir ella ya entrada en años, con dos mocosos que criar y
sin profesión definida? A ningún lado, por otra parte estaba contenta con la
llegada de su nieto. El inglés le pareció un poco soso y machucho para su
jovencísima hija, pero era un caballero, hombre bien situado y a su modo de ver
quería a Lourdes, con lo cual no todo era tan malo. Llanitos tan solo contaba
dieciséis, años estaba a punto de terminar el bachillerato y ya se vería.
Magdalena actriz ¡menudo oficio!, pero habría que hacerse a ello y Miguelón
cada día más gordo; no, no mal hombre, pero medio tonto como su marido. ¡Cómo
habría sido posible que ella, Encarna hubiera tenida puesta una venda en los
ojos toda su vida! Claro que pudiera ser que ahora en un momento bajo… la
menopausia, los hijos en su mayoría fuera del hogar y un marido que… quizás no
fuera tan estúpido, sencillamente insensible. Pero no, se dijo no es eso; yo
como joven enamorada cuando le conocí, porque Eduardo de joven era rubio y muy
guapo, viviendo en un pueblaco inmundo ¿no caí en la cuenta? ¡Cuánto había
cambiado la vida con la televisión! Encarna aprendió muchas cosas gracias a
ella. Y qué sería de Jesús y Onofre si les abandonaba y se marchaba a fregar
escaleras a Madrid. Rápidamente desechó el pensamiento, ni conozco Madrid, ni…
Por otra parte; la idea del crucero la entusiasmaba, ver Valencia, Alicante, el
mar… y hasta creo que las isla griegas ¡madre del amor hermoso! No había
recapacitado sobre ello, qué regalo estupendo le habían hecho Lourdes y
Lawrence. Así que se armó de pragmatismo, se hizo la dormida, y como si se le
cayera la cabeza sin querer la apoyó en el hombro de su marido.
Eduardo
dio un respingo, ella ni se inmutó y el incauto de Eduardo pensó: hembra tenía
que ser, le he dicho que solamente he ido dos veces de putas, cuando desde que
me casé lo hago semanalmente. Pero ya se le ha pasado el petardo. Así que esta noche, palo que te
crió, no me apetece, son muchos años juntos y está más apetecible la Jacinta a
sus 25, y la mulatita, esa colombiana que solamente la chupa ¿cómo se llama?
Lila, Lilian, no sé algo raro, de todas
formas pensaré en mis putitas, porque con la vieja y a mis cincuenta y seis
creo que no se me va a levantar, a la que la chupa, la Lili, la Liliá no me
acuerdo, ya le cuesta ponerme a punto. Se sonrió para sus adentros y con mirada
de sátiro pensó, esta noche me la encalomo, también la viejarranca se tendrá
que llevar una alegría. ¡Los esfuerzos que hay que hacer!, además a mí con que
me la chupe la Li, o como se llame o se la meta rápidamente a la Jacinta eso sí
con goma, ¡menudas son las putas de ahora! Con eso tengo bastante, pero lo
importante. La Encarna hace buenos gazpachos, buenas paellas, es limpia y tengo
que reconocer que nunca ha sido una puta y que lo del camisón de ventanilla, es
lo suyo, coño, en una mujer honrada; las demás todas putas, y me gustan y mucho
pero para eso, verlas el conejo, que se desnuden si me da tiempo y no me voy
antes… un mete-saca rápido, las invito a un Pipermín, les pago veinte durillos y me quedo a gusto; que la
esposa es distinta; está para parir limpiar, guisar, coser y de disfrute nada,
si una mujer como es debido no tiene sensibilidad en el coño. O si no que me lo
digan a mí, con tantos años de matrimonio ¿cuántas veces se habrá enterao esta?,
¿cuatro o cinco?, porque yo como buen mozo y machote que he sido siempre la he “calentao”
bien antes, yo creo que ni con eso y, además, me ha dado hijos fuertes y una
hija un poco zorrón, pero que nos paga un viaje. ¡Hostia, no me acordaba del
crucero esta noche me tiro a la Encarna, y no se hable más!
Al
llegar al “pueblo de las tres mentiras”.
Encarnita,
guapa te vuelvo a pedir perdón por si alguna vez te he ofendido y además
dejémonos de bobadas somos un matrimonio cristiano, acabamos de presenciar como
nuestro hijo mayor ya es todo un señor cura, los mellizos se pueden quedar un
rato más con la Engracia y yo, tu Eduardo, te invito a tomar una tapas en la
plaza del pueblo que te lo mereces por guapa, anda, píntate los labios como
hacías antes y vámonos.
—Aceptada
la invitación, mira aquí en el bolso tengo el lápiz de labios.
—Pues
venga, vamos guapa, guapísima.
Al
volver de la plaza.
—Eduardo
voy a recoger a casa de Engracita a Onofre y a Jesús, por si tardo un poco
tómate unas galletas o algo si te apetece.
—No
mujer ¡qué vas a tardar! Que yo te espero, y en la cama como cuando nos casamos
¿Eh potranca?
—Lo
que quieras Eduardo.
Y
Encarna se fue a por los niños, a los diez minutos estaba en casa. A los críos
Engracia ya les había puesto el pijama y Encarna traía a Jesús dormido en
brazos y a Onofre con una pataleta debida al sueño. Acostó a los chiquillos, se
fue a la habitación de sus hijas se desnudó y se metió en la cama.
—Encarna,
¿Dónde estás guapa? Te llevo esperando un buen rato.
—Aquí
en la habitación de las chicas, donde duermo últimamente.
—
¿Conque en la habitación de las chicas? ¡Eh!
—Encarna,
Encarnita, ahora que me fijo, ya no tienes canas.
—No,
se me han quitado solas de la alegría que me dio ver a Lourdes, de la ilusión
que me hace tener un nieto.
—Eso
me gusta Encarnita, que te arregles, que
tengas ilusiones.
—A mí también.
Y
Eduardo ni corto ni perezoso destapó a su mujer, se la encontró desnuda,
completamente despatarrada, con un liguero negro y unos zapatos de tacón de
aguja. Y dijo:
—Hostias,
potranca si pareces la Jacinta, me voy a poner “morao”. Mira. Mira, como se me
ha puesto el carajo, te voy a dar pero bien, si resulta que estás guapa y todo.
Y
Encarna sonriendo abiertamente le respondió:
—
¿A que sí?
—Y
tanto que sí como que ahora mismo te la endiño “espatarrá” y todo, con liguero,
los morros pintaos de rojo te la endiño ya.
Y
Eduardo cual fiera se abalanzo sobre su mujer.
Encarna
cerró las piernas de golpe, le pilló los testículos y le dijo.
—
Y ahora te vas con tus putas, con La Jacinta y con la que quieras, fuera de mi
cama cerdo, y si no fuera porque tenemos dos criajos te dejaba “tirao” como una
colilla, te haré la comida y te atenderé si te pones enfermo, porque eres el
padre de mis hijos, delante de la familia aparentaremos una buena convivencia,
pero de metérmela nada, ni con ventanilla ni sin ella y si algún día tengo
ganas ya me lo buscaré y sin ir de putos, que todavía estoy de buen ver y
cuando me arreglo doy el pego. Fuera gorrino. Y a partir de hoy a sonreír y
calladitos, tú con tus putas, y probablemente yo, cuando cumpla con mis
obligaciones con la casa y los niños, con el que me parezca.
Hilario
celebró misa varios domingos en la iglesia de Almansa. Confesó a algunas beatas
y se reía para sus adentros con las historias pecaminosas que le contaban, a
punto estuvo de soltar la carcajada después de más de una confesión. Pero no lo
podía hacer, decía:
—Reza
tres ave marías a la Virgen de los Llanos, ego te absolvo in nomine Patris,
Filii et Spiritus sancti, amén.
El
veintisiete de junio, dejó el Seminario, se despidió de los curas,
especialmente del padre Cecilio, su preceptor, y le aseguró que volvería pronto
a visitarlo.
Cogió
el tren con destino a Barcelona y cuando llegó el día 28 a dicha ciudad
telefoneó a su futura casera.
—Dña.
Montserrat Cabanilles.
—Digi,
soc yo.
—Soy
Hilario Pedraza, le he mandado la transferencia del piso y me gustaría
visitarlo. Esta noche me quedaré en una pensión pero el primero de julio querría
estar viviendo en la casa.
—La
casa está vacía así es que si Vd. lo desea vengase para acá y ocúpela ya, yo
vivo en el portal de al lado.
—De
acuerdo, cogeré un taxi y calculo que en veinte minutos estaré en Vía Layetana.
—Le
espero, llámeme por teléfono cuando llegue, le daré las llaves y le mostraré el
apartamento.
—Gracias
Dña. Montserrat.
—De
nada.
—
A las once de la mañana Hilario estaba viendo el piso que habitaría durante un
tiempo, el apartamento constaba de salón comedor con cocina americana, dormitorio
con cama de matrimonio, un pequeño baño con ducha, retrete y lavabo, y una
terracita luminosa que daba a una calle peatonal. Tenía calefacción eléctrica,
y el agua y la cocina se alimentaban con bombonas de butano. Le gustó, la
decoración no era ninguna maravilla pero el apartamento era amplio y luminoso y
además, estaba al lado del colegio de monjas donde empezaría a dar clases en
septiembre y muy cerca del laico en donde también trabajaría, y casi pegado al
barrio gótico.
Descansó
un poco, deshizo las maletas, se puso a colocar sus libros y ahí encontró un
problemilla, el saloncito tenía pocas estanterías, de momento como la casa
poseía dos armarios empotrados, uno lo destinaría a los libros y el otro a su
ropa. Más adelante cuando consiguiera algo de dinero compraría estantes y los
colocaría. Durante los meses de mayo y junio había ahorrado algo de dinero
impartiendo lengua, latín, y filosofía, y al vivir en el Seminario no tuvo
gasto alguno, aunque debía calcular muy bien su economía y empezar a buscar
clases de verano ya, pues el sueldo de cura en sí era escaso y en los colegios
le pagarían a mes vencido. El uno de julio empezaría a asistir a la Pompeu
Fabra, y lo estaba deseando, no conocía a nadie en la ciudad.
Bajó
del apartamento y pidió un vino y una ración de albóndigas. El calor de
Barcelona era pegajoso y poco agradable; con todo, fue a dar una vuelta por el
barrio gótico, regresó a casa a media tarde se duchó, llamó a sus padres
encendió un rato la tele y se quedó dormido.
En
el mes y medio escaso que Hilario estuvo en Almansa después de ordenarse
sacerdote, vestía con clergyman. Durante este tiempo leyó mucho sobre nuevas
tendencias teológicas; de algunas de ellas estaba bastante informado gracias a
las ponencias filosóficas de Madrid.
Al
llegar a Barcelona se quitó el traje de cura y se puso un vaquero y una camisa
de manga corta. Hilario, jamás volvería a distinguirse entre los demás mortales
por su vestimenta; tampoco estaba dispuesto a celebrar misa ni a confesar. Metido
de lleno en la Teología de la Liberación; de acuerdo con ella. Durante las
exposiciones en Madrid habló muchas veces del tema, en su tesis también lo
desarrollaba. Tenía Hilario ansias de visitar Latino-América, Estados Unidos,
Europa, de viajar, de vivir, de justicia social. Era un lector compulsivo. Le
gustaban todas las materias, todas las artes, leía desde Cervantes a Keats,
desde Engels a Bakunin, desde Ezra Pound a Ernesto Cardenal, y por supuesto a
Marx, Schopenhauer, Sheakespeare, Lorca, y podríamos seguir con una lista
interminable de filósofos, poetas, pensadores, políticos, autores de teatro,
pasajes bíblicos…, amaba la música, la ópera, el barroco especialmente, pero
también las músicas populares, la música ligera, Elvis Presley, David Bowie, The
Beatles, Los Rolling Stone. Le gustaba la naturaleza, el mar, la montaña, y
podía enloquecer casi tanto como con la ópera ante un buen cuadro. En
definitiva Hilario amaba la vida, las mujeres, el sexo, se obsesionaba y
escribía una tesis tras otra sobre teología, quería acompañar a Cardenal en
Nicaragua, de hecho se empezaron a cartear; pero Hilario tenía un problema:
parte de todos estos conocimientos se los habían dado los curas, e Hilario se
sentía culpable, se hubiera sentido mal de no haberse ordenado sacerdote, y
ahora se sentía fatal por serlo.
Hilario
no creía en Dios.
Comenzó
a asistir a las conferencias en la Pompeu Fabra, pasó el verano y empezó a
impartir clase en sendos colegios. Se llevaba bien con los alumnos, nunca les
decía que era cura, gastaba poco dinero, escribía y leía y así pasaron tres
años. No volvió a querer saber nada de Margarita, ella le envió varias cartas a
las que él nunca contestó. Ahorró dinero y viajó a Londres, Paris, Praga,
Escandinavia. Cruzó el charco en el año 73 y se entrevistó con Ernesto
Cardenal, le impresionó el teólogo, poeta y escritor. Llegó a ser catedrático
de Filosofía de la Pompeu Fabra, aprendió inglés, francés y alemán. Ganaba más
dinero del que necesitaba para vivir. A sus padres les mandaba mensualmente una
transferencia bancaria; veía a su hermana Magdalena a menudo, cada vez que
actuaba con la compañía “El Cabañal” en Barcelona. Visitaba a su familia un par
de veces al año, y se relacionaba única y exclusivamente con compañeros de
cátedra, escritores, y con su casera, con la que de vez en cuando tomaba un
café cortado sin azúcar. Pasaron cinco años más. Hilario vivía en un frenesí
cultural que le estaba llevando a la locura, eligió un celibato absurdo en
contra de sus convicciones. Y cumplidos los treinta se soltó la melena, empezó
a mantener relaciones sexuales repentinamente con personas desconocidas,
practicaba a menudo el ménage á trois. Siempre con dos mujeres, era claramente
heterosexual; estas relaciones le desahogaban pero no le satisfacían
anímicamente, comenzó a cultivar marihuana en la terraza de su casa, fumaba
yerba compulsivamente y escribía de una manera enloquecida. Viajó a Nueva York,
a Cuba, a la Argentina, recorrió medio mundo y estaba cada vez más descentrado.
Y a los treinta y tres años, edad de Cristo, se planteó acudir a un
psicoanalista.
Durante
la primera legislatura del Presidente Felipe González en España, Hilario volvió
a interesarse por las cuestiones políticas. Llevaba un año psicoanalizándose y
había mejorado sustancialmente.
Se
compró un piso en el edificio contiguo donde había estado viviendo alquilado
durante catorce años. Era un dúplex con decoración minimalista. Nunca había
tenido interés por aprender a conducir, pero al final lo hizo y también adquirió
un vehículo utilitario.
Seguía
escribiendo y estudiando pero de una manera más calmada.
Solía
acudir dos veces en Semana a la tertulia del café Els Quatre Gats, en el carrer
Montsió número 3, local modernista inaugurado en Barcelona en junio de 1897. Le
gustaba el sitio, casi siempre se reunía con los mismos tertulianos; Eduardo
Mendoza, Pi de la Serra, un compañero de cátedra, Maruja Torres y una joven
poeta todavía desconocida por aquel entonces. Hablaban de política, de arte, de
literatura. Hilario como siempre pedía un cortado sin azúcar, más que por la
tertulia en sí, que a Hilario generalmente le importaba un pimiento, a Els
Quatre Gats, iba por reírse y distraerse un rato. Estas reuniones se producían
los martes y jueves de cada semana, empezaban sobre las seis de la tarde y
terminaban hacia las ocho de la noche. A veces, cuando sus amigos se marchaban,
él se quedaba cenando allí y gustaba de escuchar la música de violín o de piano
que la mayoría de los jueves el café
ofrecía en directo…
Los
viernes por la tarde y al acabar de impartir sus clases en la facultad solía ir
a ver cualquier película de estreno. Durante el fin de semana y en época de
vacaciones cogía el coche y se iba a la playa, aunque fuera Semana Santa, o
incluso en Navidad si el frío no arreciaba en demasía se bañaba.
Un
lunes se acercó a Els Quatre Gats, cosa que nunca ocurría, pues los lunes por
la mañana Hilario libraba y solía quedarse en casa preparando sus clases, pero
esa mañana, se levantó tarde, no le apetecía hacer nada, se sentía perezoso,
cosa impropia de él y deprimido, algo muy común en Hilario en los últimos años.
Respiró hondo, se vistió sin ducharse y sobre la una se acercó al café y pidió
una cerveza con olivas y entonces fue cuando…
—
¿Hilario?
—
¡Julio, cuánto tiempo! ¡Qué alegría!
—Llevamos
sin vernos y sin saber nada el uno del otro catorce años exactamente, desde que
nos ordenamos en el Seminario. Hilario te presento a mi esposa Melanie, es
inglesa, pero vivimos en Paris, y tenemos una hija que se ha quedado con los
padres de mi mujer. Estamos de vacaciones y como Melanie no conocía España y la
niña tiene ya diez años, pues ya ves chico, he querido traerla para que
conociera nuestro país, y a ti ¿cómo te va?
—Bien
Julio, bien, nice to meet you, Melanie.
—Habla
en español, Melanie estudió filología española en la Sorbona. Y allí nos
conocimos. Colgué los hábitos hace diez años cuando Melanie quedó embarazada,
abandoné el sacerdocio, estoy excomulgado por el Papa de Roma, pero sigo
creyendo en Cristo nuestro Señor, de hecho a Marie, la nena, la educamos
religiosamente, Melanie también es creyente. Yo doy clases de matemáticas en un
colegio y Melanie es ama de casa, vivimos en una buhardilla en el Quartier
Latin, y somos muy felices, menos mal que me olvidé de los curas; por cierto,
al año de ordenarme sacerdote me fui a París, con la intención de aprender
francés y hacerme Dr. en Matemáticas, cosa que nunca se cumplió y como seis
meses después me encontré a Margarita paseando por la place Vêndome.
A
Hilario se le puso la piel de gallina y le empezó a temblar el pulso, para
disimular y cambiar de tema se dirigió a la pareja y dijo:
—Pues
a celebrar vuestra unión, nuestro encuentro y felicidades por esa niña: tres
cervezas y una de pulpo, por favor.
—Cuando
quieras, Hilario, estás invitado a nuestra humilde buhardilla en París, ven, me
haría mucha ilusión y así conocerías a Marie ¿Has estado en la ciudad de la Luz?
—Sí,
conozco París.
—Hilario
¿y tú?, ¿qué haces por Barcelona?, ¿estás
de paso?
—No,
yo vivo aquí.
—Y
¿a qué te dedicas, colega?
—Tú
y yo ya no somos colegas, yo sigo siendo cura.
—Perdona
si te he ofendido, no era mi intención.
—
Dame tu teléfono Hilario y apunta el mío y nuestra dirección en París.
—Ya
he apuntado vuestros datos, tomad los míos.
—Hilario,
si no estás muy ocupado, vamos a quedarnos unos días por Barcelona, nos
podríamos ver. Y quedar para cenar.
—Por
supuesto, y si queréis, abandonad el hotel y quedaros en mi casa, es espaciosa
tiene doscientos metros y hay sitio para todos.
—
Cojonudo tío, ¿Qué dices a eso Melanie?
—Lo
que tú quieras mi amor.
—Pues
sí, recordaremos viejos tiempos y nos reiremos.
—Por
cierto, Hilario, aparte de continuar en el muy noble oficio del sacerdocio, doy
por hecho que no piensas en el matrimonio ni en colgar los hábitos ¿Cómo nos
cambia la vida macho? y bien no me has contado, ya veo que confías en la
Iglesia y crees en Dios, pero insisto con toda la confianza del mundo, hemos
sido como hermanos aunque la vida nos haya separado ¿A qué te dedicas?
—Pues
a practicar el ménage á trois, a veces me lo hago no con dos, sino con tres
tías a la vez, las pongo a cuatro patas, una encima de otra y al asunto, eso sí,
nada de tíos los machos no me molan; por cierto por eso os he invitado a mi
casa para poderme tirar a tu mujer. Estás mazo buena Melanie, y pasarte a mis
amiguitas, aparte de eso soy cura.
¡Mon
Dieu!, —exclamó Melanie— esto es una broma de mal gusto.
—Te
voy a dar una hostia, te mato hijo de puta.
Y
con el puño cerrado Julio le dio un directo a Hilario en plena nariz, Hilario
sangraba, los clientes del bar alarmados ¡llamen a la policía! Y Julio,
cogiendo a su mujer del brazo dijo:
—Siempre
has sido un depravado, recuerdo cuando abusaste de la pobre Marga en la
Pedriza, cuando me la encontré en París, estaba hundida en una fuerte depresión;
me preguntó por ti cabrón, me contó que no contestabas a sus cartas.
—Ahora
entiendo, Julio, tú sí que eres un cerdo, ¿nos estabas mirando? ¡Eh! Siempre
sospeché que te hubiera gustado estar en mi lugar y acostarte con Marga,
siempre me tuviste envidia, y yo nunca abuse de Margarita, ella era una guarra.
—Hilario
estás loco.
Y Julio agarrando fuertemente a su mujer salió
como un huracán del bar.
Encarna
había cumplido sesenta y seis años, Eduardo setenta, seguían juntos, mantenían
una convivencia aburrida, una relación fraternal. Ella ya no se enfadaba con
Eduardo, él tampoco con ella. Con las ayudas económicas que los hijos
mensualmente les proporcionaban, arreglaron toda la casa, y les quedó rústica y
agradable. Engracia seguía bordando, ejerciendo de modista, y su novio don
Pablo iba a visitarla al pueblo muy a menudo y todos le apreciaban. Lourdes y
Lawrence pasaban siempre las Navidades con ellos y eran padres de tres varones,
David, Dan y Albert, de trece, once y seis años de edad. Se podría considerar
que eran una familia bien avenida, se casaron cuando David nació, disfrutaban
de una economía desahogada, y Lourdes nunca llegó a trabajar en la empresa de
Lawrence, era ama de casa. Miguelón y Mari Loli la de “los churretas” vivían en
Albacete y tenían una niña exacta a ella, que se llamaba Micaela. Llanitos era
ingeniera de montes y convivía con Pere, también ingeniero de la misma
especialidad, y moraban en Valencia, de momento no querían niños y casi nunca
iban por el pueblo; en cuanto disponían de tiempo libre, viajaban en plan
mochilero por Sudamérica o África. Magdalena seguía con la compañía “El
Cabañal” y se había separado de su novio, ahora vivía sola en Valencia y era la
que más relación tenía con Hilario, llamaba a sus padres pero no se acercaba
prácticamente nunca por el pueblo, no pudo perdonar los desprecios de Eduardo,
en definitiva no podía ver a su padre. Y los “mamones” de Judas y Belcebú eran
unos pintas y a sus veintiún años hacían como que estudiaban arquitectura en
Madrid.
Hilario
continuaba en la Universidad le nombraron Decano de la facultad de Filosofía.
Siguió acudiendo a sus sesiones de psicoterapia, cuando le aconteció el
episodio con Julio se lo comentó a su psiquiatra, le recetó unas pastillas, le
aconsejó que descansara más e hiciera deporte y le echó una bronca tremenda.
Comenzó a salir con una muchacha catalana,
alumna suya y diez años menor, se enamoriscaron y medio vivían juntos. Viajó al
pueblo, se tomó unas vacaciones y se encaminó a Cabo de Gata, disfrutó de la
luz y el sol de Almería y de regreso a Barcelona llamó a su novia fueron al
teatro, a cenar y durmieron juntos, le iba bien con Luisa, se sentía centrado,
se encontraba tranquilo y un día Luisa le propuso que vivieran juntos
—Podemos
intentarlo pero te llevo casi once años, tienes que vivir tu vida, yo he vivido
la mía a tope. Termina tu carrera, sitúate, démonos un poco de tiempo. Yo ahora
ando metido en política; aparte de Decano, soy diputado de un partido de
izquierdas, sabes que soy cura y no voy a dejar de serlo a mí esos tipos me la
traen al pairo y Juan Pablo II la llamada “polaca” o como prefieras, más, pero
no tengo ganas de excomuniones ni malos rollos, soy ateo y lo he sido siempre, y
nunca me casaré por ningún rito religioso, lo he pasado mal estos años por mi
culpabilidad sobre la dichosa religión y mi confundido agradecimiento a los curas,
y no quiero amargarte la vida Luisa.
—Lo
pensaré Hilario.
La
madre de Hilario estaba gravemente enferma, a él le dolía el alma y se sentía
vacio. Pocos días después se acercó a ver una exposición de pintura y se dio de
bruces con Margarita.
—Al
unísono ¡no es posible! ¿Cómo estás?
Marcharon
al bar más cercano, pidieron dos cañas y se contaron sus vidas con pelos y
señales. Marga se casó sin haber acabado neurología con un notario sevillano
llamado Isidoro. Perteneciente a la poderosa familia Cuétara, tenía dos hijos,
un chico de trece años y una niña de once. Una vez nacidos los niños terminó
neurología en la Universidad de Sevilla, y llevaba tres años separada, no tenía
mala relación con su ex, los niños vivían con ella en Madrid. Marga trabajaba
como Jefa de Neurología en el Ruber Internacional e Isidoro vivía en Sevilla.
Los muchachos pasaban la mitad del verano en Cádiz, en una mansión que los
Cuétara poseían. Marga no pensaba divorciarse de Isidoro ni volverse a casar. Don
Ricardo Pio había fallecido hacía cinco años y la Banca la dirigía su hija
Alicia.
Hilario
le contó que era Decano de la Facultad de Filosofía, le explicó todas sus
cuitas, sus viajes y sus orgías sexuales, le comentó que tenía una novieta
joven que estaba bien con ella, pero pensaba que Luisa tendría que seguir su
propio camino, la consideraba un tanto inocente como para comprender la vida de
crápula de él. Le dijo que asistía a sesiones de psicoterapia, y…
—Escucha,
Marga…
—Dime
Hilario.
—
¿Duermes conmigo?
—Dormiremos
juntos, Hilario
Y
cada uno en una ciudad, él en Barcelona y ella en Madrid, puente aéreo para
arriba y puente aéreo para abajo, se veían los fines de semana, las vacaciones,
viajaban fuera de España, a veces Marga le acompañaba a conferencias en la
Argentina, otras Hilario iba con ella a congresos de neurología a Londres,
París… Hilario se llevaba bien con los hijos de Margarita aunque no ejercía de
padre, los niños ya tenían uno y le querían. Marga y él no tuvieron críos;
cuando se reencontraron Hilario tenia treinta y cinco años y Marga cuarenta y
uno, y se entendían estupendamente.
Fin.
Pilar
Fdez-Soler.
Subscribe to:
Posts (Atom)